Primera vez que nos roban un libro. Me avisa D, con quien compartimos stand. Cuando se da cuenta el tipo ya echó a correr y, puesto que ni dando un salto heroico por encima del mesón lo pillaba, admito que estaba leyendo a Andwandter: seré / para alguien / en este momento / la aspiradora / en la casa del lado / a media mañana. Versos muy sencillos, hogareños. Con lo que me cuesta la poesía, me aferro rápido si algo me hace sentido. P hace unos días me decía que no logra entrar en lo poético. Pero qué significa esto y qué quiere decir esto otro, me comenta ante las fotos-subrayados que le voy mostrando. Por otro lado O, chat de instagram mediante, me dice que no entiende por qué una frase escrita entrecortadamente y hacia abajo es poesía. He estado ahí y no podría decir que hay una mala fe en dicha incomprensión, sin embargo, y en ambos casos, lo único que atino a decir es que tiene que ver con el ritmo, el espacio, la sonoridad, ir a contramano quizá de esto mismo, de esta línea de montaje horizontal de palabras de la cual a veces saldrán cosas interesantes pero que, formalmente, responde a una relación más o menos fija de temporalidad lectora. Eso último no se los he dicho, acabo de escribirlo ahora y seguro ya se ha teorizado antes con más claridad, pero como sea, el punto es que yo mismo transito ida y vuelta desde la lejanía poética de esas amigas hacia esta arbitraria sintonía. Con la poesía termino y empiezo de cero, una y otra vez.
Misma feria aún. Con D concluimos que existen al menos dos clases de señores parlanchines: uno -el primero que vino y que, al igual que el segundo, no compró nada y se quedó veinte minutos- que alterna el derroche de sí con pausas, atención y cuidado por su interlocutor, y otro más lleno de sí, ya irreversiblemente enamorado de sus propias historias -que cuenta a la perfección-, tan eficaz en lo suyo que no da cabida al intercambio. Somos gentiles con ambos, pero claramente nos quedamos con el primero. Digo, le dejamos ir, no lo guardamos amarrado bajo el stand, pero nos cae mejor. Mientras conversamos de estas y otras cosas me doy cuenta que esto es lo que me gusta: estar muchos días guardado en mi cuchitril y de pronto hablar dos o tres días seguidos con personas que me hacen sentido.
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Otro mesón. Una universidad. Esta vez solo. Paso a buscar la maletita con ruedas donde A y hago el recorrido a pie. Cauto y exagerado como soy, llego una hora antes. Un rectángulo de pasto falso y estudiantes que se dejan caer como abrigos, en algunos casos unos sobre otros. Miro y envidio. Miro y recuerdo. Un fotógrafo de NatGeo agazapado en sus reflexiones sociológicas añejas. Ayudo a instalar los toldos con otros expositores que van llegando. A mi derecha una editorial de disidencias sexuales y a la izquierda la editorial de la universidad que nos recibe. En algún momento, a lo lejos, pasa alguien cargando una cruz que le dobla en tamaño y entiendo mejor dónde estoy. No leo nada de lo que llevo. Apenas miro mi cel. Conversamos un montón: de libros, de farándula, de esta enfermedad mental llamada Chile. Al final de la jornada termino sin querer proponiendo el siguiente juego: sacando palabras difíciles de mi hilo de tuits en que les invento significado, vamos por turno viendo quién se las sabe de verdad. Libros vendidos, mejor ni decir.
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Otra universidad un poco más lejana. Solo de nuevo. Amplitud, pasto real, dos escenarios, señalética, incluso una especie de centro comercial al interior de las instalaciones en el que me pierdo. Unos stands más allá tienen exhibido de frente -orgulloso en su fealdad interna y externa- el libro del paco que hace unos años le disparó y dejó ciego a Gustavo Gatica. Infame, asqueroso, editado por aquellos que, parapetados ante un comunismo imaginario, sueltan monstruos argumentales y parasitan con el miedo de la gente. En una época en que incluso la noción de derechos humanos se intenta poner como terreno político a disputar, libros como estos no hacen más que ensuciar la discusión. En fin. Leo más que converso. Simulo. Cuando sé que decir lo que tengo que decir se traducirá a un intercambio tipo redes sociales encarno a la perfección ese lugar aséptico de la cultura, que es el que esperan. No me siento orgulloso, pero es lo que me sale. Me compro Metafísica y ficción extracientífica en el stand vecino de Roneo. El libro explora la relación de la filosofía con los mundos posibles, venideros, de los cuales el abanico exploratorio de la ciencia ficción es solo una entre infinitas posibilidades: ”Nada me permite estar seguro de que la naturaleza no comience a hacer cualquier cosa mañana, ya sea pronto o en este mismo instante”. Subrayo eso mientras acá en Santiago de Chile se raja lloviendo. Leyéndolo se me ocurre un cuento en el que simplemente no amanezca (hay una viñeta de Paco Alcazar que es media así). Sin motivo alguno el sol no sale. El tiempo se espesa. Luego empieza a fallar la gravedad, y así, una por una, las leyes de la física: posibilidades extracientíficas de la literatura.
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Intermezzo curicano. Viajo a mi ciudad natal para presentar Atarantado. Viajo en tren. Mastico el paisaje mediante fotos que luego regurgito por instagram. Camino la ciudad con M. Termino de escribir mi cuestión. Veo películas con mi hermano. Voy al estadio con mi padre y vemos a Curicó Unido ganar. Me compro unas zapatillas baratas para no ir con las que tenía, llenas de hoyos. Cuando faltan minutos para que me toque hablar me doy cuenta que no estoy nervioso, que confío en las cuatro hojas que tengo para leerles. No digo nada que no haya sido dicho trescientas veces antes pero el orden y el ritmo, y sobre todo el hecho de que mi madre y mi padre estén ahí oyendo, lo vuelve un momento único. Se venden dieciséis libros. Al final me preguntan cosas como si un escritor fuera un dispensador de verdades. Me preguntan sobre el estado de la filosofía en los colegios. Que qué pienso del estallido. Que qué le diría a los jóvenes presentes. Si supieran todo lo que ignoro y la manera en que atravieso los días. También se me acerca un tipo y me muestra su celular: una foto de Mohamed Mbougar, a quien acabo de citar, abrazado a una mujer. “¡Es mi prima, o sea, su esposa!”, me dice. “El gallo andaba acá en Curicó hace poco”. Mbougar es un senegalés que ganó el Goncourt el 2021 y en la última Cátedra abierta en homenaje a Roberto Bolaño dijo que: “Habría que aceptar que la literatura no aporta un real consuelo y que su relación con el mal o con la sombra es realmente la relación primera. Pienso que los grandes libros, incluso cuando nos proporcionan una gran alegría, son en primer lugar libros tristes”. No dejo de pensar en lo azaroso de haber citado a alguien a quien jamás he leído en una ciudad en la que esa misma persona estuvo hace poco. La literatura, el mal, el azar y los libros tristes; Curicó, Senegal y Londres.
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Otra universidad. Tan cerca que si hubiera un cordel tensado desde mi ventana podría deslizarme y llegar en menos de un minuto. Solo y durante apenas unas cuantas horas, leo y converso y se venden un puñado de laureles. D, que está unos cuantos mesones más allá, me dice que el poeta eremita no se acuerda que me contestó una carta hace como quince años. Le pido Diario de las cartas, leo las primeras diez páginas y decido comprarlo. Lo agarré con la idea de que iba a ir en la línea de los libros anteriores del autor, pero no, es lo que dice la portada: un diario. Me gusta el tono de ejercicio forzoso con el que parte. Un poco a la manera de El discurso vacío de Levrero, diría que el narrador está incluso un poco cabreado de haberse obligado al ejercicio escritural expuesto. Me compro también El síndrome babilonia de editorial Bifuraciones. Lo tenía pendiente hace años y justifico el gasto en la medida que es material de apoyo para mis ficcioncitas. “Meteoritos, terremotos, guerras, pestes, ataques alienígenas, crisis climática y dioses enfurecidos”, dice en la contratapa. Toda mi onda. Lo pongo junto a La lógica de los monstruos de Solé. Hace frío, con A y D dejamos los carros y cajas con libros en mi casa, y almorzamos en el Torremolinos. Quedo tan disconforme con el sanguche que me pido un completo y cuando lo termino sé que me he excedido. Y también que nunca más voy a pedir un sanguche aquí. Sin mayonesa decente no hay alma del sanguchito.
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Última feria llamada Furia del libro. Cuatro días. Oleadas de gente así que nunca solo. Salvo Fantasmas buenos -segundo encuentro con Cecilia Pavón en el que reafirmo mi affaire-, no alcanzo a leer casi nada, signo de que se ha vendido harto y de que, como siempre, la conversa con A y con T ha estado buena. Me cuesta eso sí la naturalidad cuando aparece medio de golpe alguien que conozco. Yo a la gente que va hablando por celular en el metro no la entiendo y por lo mismo no siempre sé qué decir en contextos en que todos oyen a todos. Por lo mismo, me sorprendo cuando veo a dos escritoras ponerse al día a una distancia de cinco metros. Muy como si nada. Y seguro que producto de las dificultades impuestas por la acumulación humana. No las cuestiono, de hecho me gustan las conversaciones ajenas y me la están poniendo en bandeja, solo apunto mi dificultad para aquello. A las personas que llegan de cabeza a comprar mi libro me dan ganas de preguntarles por qué, dónde lo vieron, pero nada, no les digo nada, ni siquiera que soy el autor. Al principio cometía ese error, ahora yo soy yo solo si quien está delante se da cuenta. Creo que ya el último día, mirando el río de gente, le pregunto a A si acaso será infinita la combinación de rostros posibles. Quizá la pregunta esté equivocada, me contesta, y más bien sea cuántos rostros somos capaces de distinguir. A ratos es tanto el caudal humano que me siento a salvo tras el mesón. Veo pasar a RSB, literalmente huyendo de la masa y despotricando. Me deja unos churros y se va con el ceño fruncido. Un Larry David cualquiera, cómo no quererlo. Solo una noche salgo a tomar con un improvisado grupo. Conversamos cosas polémicas sobre las que todos en la mesa parecen estar más enterados que yo. Me pregunto si acaso estuviera más inserto en el mundillo andaría así soltando pequeñas bombas, por ejemplo por aquí. Supongo que por ahora me acomoda ser alguien que se asoma un rato y desaparece y por lo mismo no alcanza a estar tan al tanto de todo. A D le digo que voy de hueón por ahí y algo hay de cierto en eso también. Vuelvo a casa con Si fuéramos animales de Genazino, Allá afuera hay monstruos de Paz Soldán, Islas de calor de Malu Furche y el recién salido Una sola avería, de mi amado don Armando Uribe. ¿Alcanzaré a leerlos este año? ¿Quizá el que sigue? No sé cómo terminar estos apuntes, todo esto pasó hace semanas y ahora el tema aquí es que llueve, llueve y llueve. Río atmosférico, le pusieron. Un evento nunca visto en cientocuarenta años, decía un gc en la tele. Nos saben sedientos de acontecimientos y lo envuelven todo con el celofán del caos. Yo, a mi manera, y con una envoltura un poco más sutil, quizá haga lo mismo.