Hágase y se hizo: reflexiones sobre la luz cegadora

La fe y el amor comparten una certeza. Ninguno puede ser enumerado, en ambos participa el alumbramiento ciego de una luz que deslumbra. Cuando dejamos de ser amados nos expulsan de un lenguaje, de un mundo. Carecemos de la luz cegadora que guía, de la contradicción del corazón encendido

I PARTE

En par de los levantes del aurora

SAN JUAN DE LA CRUZ

En 2002, para la Jornada Mundial de la Juventud el papa Juan Pablo II eligió el versículo de Mateo en el que Jesús se dirigía así a sus discípulos: «Vosotros sois la luz del mundo». En un intento por repetir la relación entre Jesús y sus discípulos, los jóvenes de la JMJ tejieron manteles con el rostro del Papa acompañado de otro fragmento del evangelio de San Lucas donde Jesús decía a los fariseos «yo soy la luz del mundo». La luz fue la metáfora elegida para el encuentro. Esta semejanza entre la divinidad y el creyente propone una idea antropológica de comunión. Si Dios es luz y se hace hombre, todo aquel que se ilumine por él se convierte en luz que puebla los albores de la tierra. 

La relación de la luz y la oscuridad en la Biblia y en sus posteriores interpretaciones es compleja. En la Tanak la ceguera aparece hasta en setenta ocasiones. La raíz hebrea de la palabra significa: obturado, tapado, impermeable y se emplea para hablar de las desembocaduras, los mares o los abismos. Esta raíz también describe propiamente a los ciegos y en un sentido figurado a las personas que no son capaces de ver a Dios, aquellas que se equivocan. En la ley judía los ciegos están excluidos del sacerdocio, los animales ciegos son taref y está prohibido sacrificarlos o convertirlos en alimento, a menudo son expulsados de las ciudades, el Deuteronomio amenaza con dejar ciegas a aquellas personas que desoyen a Dios. En definitiva, son pocos los personajes ciegos que gozan de alguna virtud fruto de su ceguera aparejada en cualquier caso al complejo de la profecía. Uno de los afortunados es el sacerdote Elí, que a sus 98 años estaba perdiendo la vista cuando entendió que, en la oscuridad de la noche, era Yahveh quien llamaba hasta tres veces a Samuel terminando por enseñarle al joven profeta a contestar a esa voz. Yahveh le revelaría la futura muerte de los hijos de Elí.  

La ceguera del sumo sacerdote representa la desaparición de su mundo, feneciendo finalmente desnucado al escuchar el cumplimiento de la profecía y la noticia de la pérdida del arca del pacto a manos de los filisteos. Para los judíos la desaparición del mundo implica la muerte de sus testigos. Morir es abismarse, acabarse en algo infinito, no ver.

Mis abuelos paternos eran ciegos. Mi abuela, además, era descendiente de sefardís conversos. Al igual que muchos neófitos vivía con el mayor de los fervores su nueva fe. Mi abuela Antonia no sabía nada acerca de su pasado. No conservaba ninguna costumbre judía y casi nunca habló de aquello. Lo que conocíamos fue gracias a un tío segundo oveja negra de la familia pero que, paradójicamente, se dedicó a estudiar nuestra genealogía.

La relación que mis abuelos tenían con la ausencia de imágenes era distinta. Mi abuelo había nacido ciego. Para él los colores, el brillo de las cosas o la luz eran términos que no significaban nada. Se trataba de conceptos vacíos. Mi abuela se había quedado ciega paulatinamente por culpa de una enfermedad degenerativa. Cuando la visitábamos siempre nos tocaba el pelo, acariciaba las texturas de la ropa, preguntaba ¿de qué color es esta falda? ¿y este jersey?, adivinaba los tejidos del textil. A medida que la demencia de mi abuela avanzó, estas preguntas fueron desapareciendo.

Para mi abuelo la ceguera era la condición de su libertad. Él había nacido en un pueblo de Castilla en el seno de una familia de labradores. Su incapacidad para el campo lo expulsó de allí y le condujo a un internado de enseñanza gratuita para invidentes de la ONCE. Fue el único de sus hermanos que aprendió a leer y a escribir. Con el tiempo se convirtió en el primer universitario ciego de España. Durante muchos años trabajó como matemático y economista, impartió clases en el mismo colegio en el que entre tinieblas se había convertido en un hombrecito. En un mundo de luz, él hubiera sido otro. 

Para mi abuela la ceguera simbolizaba la pérdida de una vida. Todavía era una niña cuando el médico de su pueblo le dijo: búscate una guitarra para cantar por las plazas porque te quedarás ciega. Ella recordaba con un inusual rencor esas palabras y había construido toda su identidad en oposición a aquella profecía. Ya incluso cuando la visión le había abandonado, ella se encargaba de mentir asegurando vislumbrar luces, sombras, gestos, personas, criaturas. Su deseo por ver iba más allá del proceso agotado de su vista.

Ambos compartían su pasión por Juan Pablo II. Vivían en un barrio de emigrantes castellanos fuera del radio de la M-30. A su casa de San Juan llegaban los dominicales de distintos diarios católicos en los que se habían suscrito. Los números se almacenaban en montañas de papel esperando durante meses ser tirados a la basura. Nadie los leía. El tiempo podía medirse por aquellos montículos abandonados. De entre todos, conservaban un dominical dedicado al Papa polaco. La portada tenía un título en mayúscula con tipografía azul marino: Yo soy la luz del mundo. Ellos lo sabían porque alguien se lo había dicho.

Una buena cantidad de milagros relatados en el Nuevo Testamento suceden sobre los ojos de los ciegos. ¿Por qué este interés? La fe ilumina sus miradas y les salva del ostracismo social construido por los judíos. También les salva de la oscuridad de un mundo sin fe que para los cristianos es, en última instancia, un mundo sin amor. Ve, tu fe te ha salvado. La interacción de Jesús con los ciegos no se trata exclusivamente de una metáfora sobre la visión, sino que supone una afrenta para la división social de los judíos. Los ciegos en el Nueva Testamento son la encarnación de un arma política. Ellos tienen la capacidad de volver a ver porque, aún sin luz, miran a Dios. En su carne se materializa esa fe que salva. La acción vuelve al propósito de la cópula mundi, aquella relación amorosa e iluminada entre lo divino y lo terreno. 

En la teología cristiana el amor tiene la capacidad de unir aquello que está radicalmente escindido (Absonderung). El motor de la unión entre lo divino y lo mundano es el elemento compartido del alma. Esa alma tiene la capacidad de recordar el amor divino y trascender hacia él pese a la caída inicial (Abfall) que la enajenó del Paraíso. Los místicos barrocos como San Juan de la Cruz feminizaron a «la alma» para hablar de sus atributos: En una noche oscura, / con ansias de amores inflamada, / ¡oh, dichosa ventura! / salí sin ser notada / estando mi casa sosegada. Esta relación entre las absolutas otredades trata de no ser vista. Utiliza la oscuridad de la noche para encontrarse con su Amado. En la noche dichosa, / en secreto que nadie me veía, / ni yo miraba cosa, / sin otra luz o guía, / sino la que en el corazón ardía. El motor que enlaza al ser humano con Dios ¡o a los amantes! es invisible y se articula gracias a su invisibilidad. La sustancia que consiste al amor no contiene atributos para la tradición mística. Solo el deseo arde, solo el deseo ilumina la búsqueda hacia lo otro, solo el deseo intuye aún sin conocerlo el placer de encontrarse.

La fe y el amor comparten una certeza. Ninguno puede ser enumerado, en ambos participa el alumbramiento ciego de una luz que deslumbra. Cuando categorizamos el amor dejamos de amar. Es decir, el amor no se construye en lo que el otro es. No supone una selección de: lo amo por sus ojos azules, su pelo rubio, su oficio de profesor, la disposición de los muebles de su casa. Más bien es porque (¿por qué?) a pesar de todo, lo amo. Los creyentes suelen presentarnos la experiencia de la fe así. La fe no puede ser concretada. Para entender la fe antes uno debe sentirla. Es por eso que amor y fe comparten la hermosa metáfora de la luz cegadora. 

Sobre la luz cegadora tenemos un ejemplo singular en la Biblia. Sucede con el personaje de Pablo de Tarso. Pablo se transforma de perseguidor de cristianos a discípulo gracias a una «visión, revelación o aparición» de Jesús. No se trata de una experiencia de conversión donde Pablo adopta una creencia por otra porque el perseguidor romano no cree en nada. A Pablo, según los Hechos de los Apóstoles, una luz venida del cielo le cae sobre la tierra que pisa y lo derriba de su caballo, esa voz lo interroga: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» Y así es como Pablo queda absolutamente ciego durante varios días. El propósito de la sinestesia una luz que es escuchada edifica el constante acontecimiento de ver aquello que es verdadero hasta conseguir hacerlo verbo. La aparición de una divinidad es un estado de excepción de las cosas tal que permite que la luz sea oída, que los mares se abran, que lo ignoto se muestre reconocido.

La historia de la visión es también la historia de la verdad.  La emuná es la verdad de los judíos. Se representa con un elemento distintivo frente a otras formas de articularla: requiere de confianza. Se trata de una convicción innata que obliga a los humanos a creer en las cosas que le rodean. Para Heidegger, la primera noción filosófica de verdad en la historia del pensamiento es la aletheia que aparece en el poema de Parménides. El filósofo alemán reflexiona tozudamente acerca de este hecho en sus conferencias sobre el mundo antiguo. La verdad en los presocráticos requiere de una acción, la retirada de un velo. Eso no habla por la verdad misma de las cosas, sino por el desocultamiento de aquello que había quedado en las sombras. Desocultar, revelarse implica siempre una transformación. Coincidir con lo verdadero exige un cambio, devuelve una imagen que antes no estaba ahí.

Agamben reflexiona sobre la revelación y el nombre transformado. Para el filósofo, Saulo abandona su nombre adoptando el de Pablo y aparece en los Hechos de los Apóstoles con la fórmula griega ο και que imita a la fórmula latina qüi et, empleada por los señores romanos para nombrar a sus esclavos los cuales se llamaban primero por su nombre de hombre libre, después por su nombre de esclavo: Saulo ο και Pablo. De este modo, Pablo pasa de ser un hombre libre a un servidor de Cristo. Solo cuando adquiere otro nombre, otra condición, Pablo vuelve a ver.

El amor contiene este cariz oblativo. Amar es declinarse en otro nombre, derramarse sobre otro, prodigarse hacia otro. Rodrigo ο και no-Rodrigo. Las imágenes del amor únicamente se dan en la instancia de lo que sucede en los demás. Exigen una transformación, la confianza acerca de una certeza. El amor se vivencia como verdadero una vez se rasga el velo que oculta aquello que no habíamos tocado de los demás. ¿Quién era yo antes de amarlo? ¿O quién soy yo ahora que ya no le amo? El sentido de pérdida se encuentra al principio y al final de la noción de su experiencia. Si amar es perderlo todo en alguien, dejar de amar es perder lo perdido, olvidarse de ese alguien sobre el que nos hemos derramado. Encontrarse entre la multitud de nuevo, arrojarse a la libertad. Abortar la declinación de un nombre en otro, dinamitar el puente del «ο και». Estar nuevamente solo frente a la falsedad de lo que habíamos vivido como una certeza.

Aunque el amor y la fe compartan su inefabilidad, el amor de los mortales es radicalmente opuesto al que los cristianos profesan por su Dios. Frente a la celeste creencia de un amor universal, el amor mundano es un estado de excepcionalidad. Los humanos nos afectamos, los unos a los otros, en nuestros distintos caminos de mil maneras, a través de infinitas interacciones, pero en rara ocasión nos amamos recíprocamente. 

Para amar necesitamos de una disposición. Estar dispuesto es una orientación del cuerpo hacia los otros y no puede darse sin una sensibilidad o una imaginación concreta. Pese a que la cultura capitalista decimonónica inventó la idea de que los seres humanos poseíamos un discurso interior, nosotros solemos habitar el mundo con una pasmosa exterioridad y bajo un silencio perpetuo. Cuando no, lo hacemos en un incómodo malentendido con el lenguaje de los otros. Nos abismamos en conversaciones que se truncan, encuentros que no suceden, posibilidades rotas, personas que terminan por desagradarnos o dejarnos totalmente insatisfechos. En ocasiones, cuando intentamos volver a amar, buscamos fantasmas del pasado (hablo de nuestros antiguos amantes) dándonos de bruces con la arbitrariedad de esta disposición. La expresión de las historias no nos permite el retorno: el presente exige a los antiguos amantes muchas otras cuitas más interesantes que esperar(nos). Su sensibilidad está ahora mismo dispuesta hacia otras personas. Concretarse en la conversación perpetua, es decir, en la relación fortuita del amor a veces resulta un imposible.

Berta García Faet escribió:

4.2.2. Coincidir es un milagro.

4.2.3. El amor es coincidir.

Por eso, el amor correspondido hace creernos excepcionales. 

El barroco para Deleuze es una pregunta sobre las transiciones de las formas. En su obra El pliegue: Leibniz y el Barroco el filósofo francés elabora una tesis en la que toda noción individual expresa la totalidad del mundo. Para que esto suceda debe existir una continuidad entre el alma y la materia. La posibilidad de que una unidad como la mónada contenga la totalidad puede suceder si todo tiene que ver con todo. En el cuadro de Apolo y Marsias de José de Ribera, la boca de horror de los espectadores solo puede ser boca porque está reproducida con el mismo color que la sombra de los hombros despellejados del sátiro que son la continuidad del tronco de un árbol a contraluz. En la ontología leibniziana que un objeto sea uno u otro es una mera cuestión de perspectiva. Su singularidad solo puede producirse por el punto de vista, la manera en la que un pliegue en el pliegue adquiere la posibilidad de ser percibido de una manera y no de otra. Esto también afecta a la literatura de la época. 

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Apolo y Marsias, José de Ribera

Sucede en la mirada de los místicos barrocos y la simpleza del problema de la luz. Ser «la luz del mundo» no es suficiente, es entonces que surge el interés por el claroscuro. En las declaraciones de Cántico espiritual, San Juan de la Cruz iguala la asimilación de la fe a la imagen del dormitar tras el sexo de los amantes: se trata de «la noche sosegada». En ella el alma yace sobre el pecho del Amante mientras los primeros retazos de claridad la iluminan. Si bien existe un alma encendida únicamente por el ardor de su deseo bajo la inmensa oscuridad de la noche, el alma encontrada sobre el pecho de su amante «en par de los levantes del aurora» es un ánima que atraviesa las tinieblas casi encendidas por la leve iluminación de la mañana. No sabe lo que ve, pero intuye algo nuevo.

Porque, así como la noche en par de los levantes ni del todo es noche ni del todo es día, si no, como dicen, entre dos luces, así esta soledad y sosiego divino, ni con toda claridad es informado de a luz divina ni deja de participar algo de ella.

La continuidad barroca acepta un principio de ambigüedad que, en el caso del santo será de vital importancia para convertirse en el representante silencioso de la homoerótica masculina dentro de los espacios clericales. Si la oscuridad no es exactamente oscuridad, o si el amor no es únicamente amor, o si la luz no lo ilumina todo, o si se quiebra en una torcedura un elemento primordial que ahora desaparece… entonces existe la posibilidad de que siempre haya algo/alguien más. El amor es una mirada atávica clavada en un punto. Aterra tomar perspectiva, observar el conjunto de la pintura. Cuando dejamos de amar tenemos la sensación de que por fin vemos las cosas con una sórdida claridad. En el Cántico Espiritual el alma viaja más allá del Amado. A veces solo es una cuestión de espacio, de situarse más allá de Él.

Mi abuela nunca conoció a su padre. No lo vio. Sin embargo, poseyó una imagen vívida de él hasta el final de sus días. Lo describía a la perfección a través del amor que había profesado su madre y que se cristalizaba en las descripciones inagotables de ella. Exaltaba su físico y sus bondades, relataba sus dotes como músico y como marido. Mi bisabuelo Leandro, que murió a los treinta años de una neumonía, estuvo presente en el mundo por más de un siglo gracias a las metáforas de mi abuela. El tiempo de las palabras coincide con el tiempo del amor, por eso es habitual nombrarlo bajo la fantasía de la eternidad. Si el lenguaje no termina, algo de las personas que nos abandonan pervive en él.

Mi abuelo tenía un reloj de muñeca con un resorte que permitía retirar el cristal y tocar las manecillas. El artilugio disponía también de otro botón que, si se pulsaba, cantaba la hora a través de un diminuto micrófono. Era una voz de mujer. Cuando mi abuelo Andrés falleció, el tiempo de mi abuela se detuvo. La pérdida del tiempo fue de la mano de la pérdida de cordura. Olvidó los horarios de las misas, de las comidas o de sus programas favoritos de la radio. Olvidó su interés por el corte y el color de las prendas. Fue quedándose quieta sobre un orejero tapizado con un patrón color mostaza. Creo que nunca le gustó.

Hubo un momento de inflexión justo antes de desaparecer del mundo. La viudez y la demencia devolvieron a mi abuela a la infancia. Por aquella época, cuando pasaba tiempo en Madrid, yo dormía a su lado. Lo hacía sobre el lecho de su difunto marido en un colchón que nunca cambiaron y que había tomado la forma de su cuerpo. Mi abuela Antonia soñaba despierta. Ella dejó de diferenciar el día de la noche, y convivía con alucinaciones y ruidos de otro mundo. De madrugada, conversaba con su madre poniendo voz de niña, pedía a gritos la comida y se reencontraba con su padre Leandro nunca antes visto al que escuchaba tocar el cornetín en la plaza del pueblo. La demencia que acabó con sus preguntas le había devuelto a final del camino todas y cada una de las imágenes perdidas. Yo le tomaba la mano. Abuela, son las cuatro de la madrugada, es hora de dormir. Ella preguntaba ¿Andrés, cariño, eres tú?

Probablemente sea imposible olvidar la sensación de haber sido amada.

Pablo de Tarso nunca dejó de ser un perseguidor, ni siquiera tras su alumbramiento. Por eso extraña que se le atribuya uno de los textos más hermosos del Nuevo Testamento: la primera carta a los Corintios. En ella, el santo define al amor a través de una vía negativa, la de su carencia. Si falta el amor, el mundo es un bronce que resuena o una campana que retiñe. El amor que nos permite vivir en la fantasía ciega de la excepcionalidad cuando se desvanece nos arroja al motivo ordinario de nuestro dolor. Esta amputación es común a todas y cada una de las rupturas e impone la realidad a la imaginación, las imágenes a la ceguera, las certezas a la pregunta incesante que despierta el deseo por el otro. 

Cuando dejamos de ser amados nos expulsan de un lenguaje, de un mundo. Carecemos de la luz cegadora que guía, de la contradicción del corazón encendido, amenazante; del claroscuro que confunde nuestra sensibilidad y nos evade de la terrorífica literalidad. Mi amiga Margot, en una ocasión, me confesó que cuando rompió con su anterior pareja necesitó cambiar de urbe. Hubiera cambiado de planeta, si fuera posible, con tal de derribar todas y cada una de las imágenes a las que nos arroja la pérdida del amado.

Son insoportables los silencios de la realidad pudiendo convivir con la fantasía de una fe. En San Juan de la Cruz el tránsito del alma finaliza en el aspecto perfectivo de Dios. Por eso se realiza. Sin embargo, el amor mundano sucede sobre la imperfección de los otros. He ahí su corrupción. ¿Por qué no nacimos divinos? Elegiríamos no ver.

En la vida es fundamental elegir nuestras metáforas. Juan Pablo II que fue uno de los dirigentes religiosos más conservadores de nuestra era, el máximo responsable de la articulación nacionalcatólica de Centroeuropa y uno de los líderes morales más feroces a la hora de enfrentarse al comunismo soviético; siempre eligió bien sus metáforas.

El amor termina con la muerte de las metáforas que usamos para nombrarnos ante los demás. Carmen Martín Gaite señala que la búsqueda del enamorado es mantener despierto el interés por el otro. No por sus actos, o su vida, sino por las metáforas que emplea. Cuando finaliza la conversación propia, cuando nos quedamos sin palabras, entendemos que el amor se ha agotado. Es por eso que el amor es un idioma de unos pocos participantes. Juan Pablo II, ideólogo del fascismo polaco ¿sería virgen? sostuvo sus metáforas de por vida. Fue un amante excepcional.

La metáfora primigenia, el primer gesto de amor, no está dedicado a los hombres, sino a la totalidad de mundo. El amor produce la posibilidad de ese otro mundo. La primera vez que Yahvé habla en la Biblia dice: «Hágase la luz». 

Y la luz se hace.

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Hágase y se hizo: reflexiones sobre la luz cegadora

La fe y el amor comparten una certeza. Ninguno puede ser enumerado, en ambos participa el alumbramiento ciego de una luz que deslumbra. Cuando dejamos de ser amados nos expulsan de un lenguaje, de un mundo. Carecemos de la luz cegadora que guía, de la contradicción del corazón encendido

I PARTE

En par de los levantes del aurora

SAN JUAN DE LA CRUZ

En 2002, para la Jornada Mundial de la Juventud el papa Juan Pablo II eligió el versículo de Mateo en el que Jesús se dirigía así a sus discípulos: «Vosotros sois la luz del mundo». En un intento por repetir la relación entre Jesús y sus discípulos, los jóvenes de la JMJ tejieron manteles con el rostro del Papa acompañado de otro fragmento del evangelio de San Lucas donde Jesús decía a los fariseos «yo soy la luz del mundo». La luz fue la metáfora elegida para el encuentro. Esta semejanza entre la divinidad y el creyente propone una idea antropológica de comunión. Si Dios es luz y se hace hombre, todo aquel que se ilumine por él se convierte en luz que puebla los albores de la tierra. 

La relación de la luz y la oscuridad en la Biblia y en sus posteriores interpretaciones es compleja. En la Tanak la ceguera aparece hasta en setenta ocasiones. La raíz hebrea de la palabra significa: obturado, tapado, impermeable y se emplea para hablar de las desembocaduras, los mares o los abismos. Esta raíz también describe propiamente a los ciegos y en un sentido figurado a las personas que no son capaces de ver a Dios, aquellas que se equivocan. En la ley judía los ciegos están excluidos del sacerdocio, los animales ciegos son taref y está prohibido sacrificarlos o convertirlos en alimento, a menudo son expulsados de las ciudades, el Deuteronomio amenaza con dejar ciegas a aquellas personas que desoyen a Dios. En definitiva, son pocos los personajes ciegos que gozan de alguna virtud fruto de su ceguera aparejada en cualquier caso al complejo de la profecía. Uno de los afortunados es el sacerdote Elí, que a sus 98 años estaba perdiendo la vista cuando entendió que, en la oscuridad de la noche, era Yahveh quien llamaba hasta tres veces a Samuel terminando por enseñarle al joven profeta a contestar a esa voz. Yahveh le revelaría la futura muerte de los hijos de Elí.  

La ceguera del sumo sacerdote representa la desaparición de su mundo, feneciendo finalmente desnucado al escuchar el cumplimiento de la profecía y la noticia de la pérdida del arca del pacto a manos de los filisteos. Para los judíos la desaparición del mundo implica la muerte de sus testigos. Morir es abismarse, acabarse en algo infinito, no ver.

Mis abuelos paternos eran ciegos. Mi abuela, además, era descendiente de sefardís conversos. Al igual que muchos neófitos vivía con el mayor de los fervores su nueva fe. Mi abuela Antonia no sabía nada acerca de su pasado. No conservaba ninguna costumbre judía y casi nunca habló de aquello. Lo que conocíamos fue gracias a un tío segundo oveja negra de la familia pero que, paradójicamente, se dedicó a estudiar nuestra genealogía.

La relación que mis abuelos tenían con la ausencia de imágenes era distinta. Mi abuelo había nacido ciego. Para él los colores, el brillo de las cosas o la luz eran términos que no significaban nada. Se trataba de conceptos vacíos. Mi abuela se había quedado ciega paulatinamente por culpa de una enfermedad degenerativa. Cuando la visitábamos siempre nos tocaba el pelo, acariciaba las texturas de la ropa, preguntaba ¿de qué color es esta falda? ¿y este jersey?, adivinaba los tejidos del textil. A medida que la demencia de mi abuela avanzó, estas preguntas fueron desapareciendo.

Para mi abuelo la ceguera era la condición de su libertad. Él había nacido en un pueblo de Castilla en el seno de una familia de labradores. Su incapacidad para el campo lo expulsó de allí y le condujo a un internado de enseñanza gratuita para invidentes de la ONCE. Fue el único de sus hermanos que aprendió a leer y a escribir. Con el tiempo se convirtió en el primer universitario ciego de España. Durante muchos años trabajó como matemático y economista, impartió clases en el mismo colegio en el que entre tinieblas se había convertido en un hombrecito. En un mundo de luz, él hubiera sido otro. 

Para mi abuela la ceguera simbolizaba la pérdida de una vida. Todavía era una niña cuando el médico de su pueblo le dijo: búscate una guitarra para cantar por las plazas porque te quedarás ciega. Ella recordaba con un inusual rencor esas palabras y había construido toda su identidad en oposición a aquella profecía. Ya incluso cuando la visión le había abandonado, ella se encargaba de mentir asegurando vislumbrar luces, sombras, gestos, personas, criaturas. Su deseo por ver iba más allá del proceso agotado de su vista.

Ambos compartían su pasión por Juan Pablo II. Vivían en un barrio de emigrantes castellanos fuera del radio de la M-30. A su casa de San Juan llegaban los dominicales de distintos diarios católicos en los que se habían suscrito. Los números se almacenaban en montañas de papel esperando durante meses ser tirados a la basura. Nadie los leía. El tiempo podía medirse por aquellos montículos abandonados. De entre todos, conservaban un dominical dedicado al Papa polaco. La portada tenía un título en mayúscula con tipografía azul marino: Yo soy la luz del mundo. Ellos lo sabían porque alguien se lo había dicho.

Una buena cantidad de milagros relatados en el Nuevo Testamento suceden sobre los ojos de los ciegos. ¿Por qué este interés? La fe ilumina sus miradas y les salva del ostracismo social construido por los judíos. También les salva de la oscuridad de un mundo sin fe que para los cristianos es, en última instancia, un mundo sin amor. Ve, tu fe te ha salvado. La interacción de Jesús con los ciegos no se trata exclusivamente de una metáfora sobre la visión, sino que supone una afrenta para la división social de los judíos. Los ciegos en el Nueva Testamento son la encarnación de un arma política. Ellos tienen la capacidad de volver a ver porque, aún sin luz, miran a Dios. En su carne se materializa esa fe que salva. La acción vuelve al propósito de la cópula mundi, aquella relación amorosa e iluminada entre lo divino y lo terreno. 

En la teología cristiana el amor tiene la capacidad de unir aquello que está radicalmente escindido (Absonderung). El motor de la unión entre lo divino y lo mundano es el elemento compartido del alma. Esa alma tiene la capacidad de recordar el amor divino y trascender hacia él pese a la caída inicial (Abfall) que la enajenó del Paraíso. Los místicos barrocos como San Juan de la Cruz feminizaron a «la alma» para hablar de sus atributos: En una noche oscura, / con ansias de amores inflamada, / ¡oh, dichosa ventura! / salí sin ser notada / estando mi casa sosegada. Esta relación entre las absolutas otredades trata de no ser vista. Utiliza la oscuridad de la noche para encontrarse con su Amado. En la noche dichosa, / en secreto que nadie me veía, / ni yo miraba cosa, / sin otra luz o guía, / sino la que en el corazón ardía. El motor que enlaza al ser humano con Dios ¡o a los amantes! es invisible y se articula gracias a su invisibilidad. La sustancia que consiste al amor no contiene atributos para la tradición mística. Solo el deseo arde, solo el deseo ilumina la búsqueda hacia lo otro, solo el deseo intuye aún sin conocerlo el placer de encontrarse.

La fe y el amor comparten una certeza. Ninguno puede ser enumerado, en ambos participa el alumbramiento ciego de una luz que deslumbra. Cuando categorizamos el amor dejamos de amar. Es decir, el amor no se construye en lo que el otro es. No supone una selección de: lo amo por sus ojos azules, su pelo rubio, su oficio de profesor, la disposición de los muebles de su casa. Más bien es porque (¿por qué?) a pesar de todo, lo amo. Los creyentes suelen presentarnos la experiencia de la fe así. La fe no puede ser concretada. Para entender la fe antes uno debe sentirla. Es por eso que amor y fe comparten la hermosa metáfora de la luz cegadora. 

Sobre la luz cegadora tenemos un ejemplo singular en la Biblia. Sucede con el personaje de Pablo de Tarso. Pablo se transforma de perseguidor de cristianos a discípulo gracias a una «visión, revelación o aparición» de Jesús. No se trata de una experiencia de conversión donde Pablo adopta una creencia por otra porque el perseguidor romano no cree en nada. A Pablo, según los Hechos de los Apóstoles, una luz venida del cielo le cae sobre la tierra que pisa y lo derriba de su caballo, esa voz lo interroga: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» Y así es como Pablo queda absolutamente ciego durante varios días. El propósito de la sinestesia una luz que es escuchada edifica el constante acontecimiento de ver aquello que es verdadero hasta conseguir hacerlo verbo. La aparición de una divinidad es un estado de excepción de las cosas tal que permite que la luz sea oída, que los mares se abran, que lo ignoto se muestre reconocido.

La historia de la visión es también la historia de la verdad.  La emuná es la verdad de los judíos. Se representa con un elemento distintivo frente a otras formas de articularla: requiere de confianza. Se trata de una convicción innata que obliga a los humanos a creer en las cosas que le rodean. Para Heidegger, la primera noción filosófica de verdad en la historia del pensamiento es la aletheia que aparece en el poema de Parménides. El filósofo alemán reflexiona tozudamente acerca de este hecho en sus conferencias sobre el mundo antiguo. La verdad en los presocráticos requiere de una acción, la retirada de un velo. Eso no habla por la verdad misma de las cosas, sino por el desocultamiento de aquello que había quedado en las sombras. Desocultar, revelarse implica siempre una transformación. Coincidir con lo verdadero exige un cambio, devuelve una imagen que antes no estaba ahí.

Agamben reflexiona sobre la revelación y el nombre transformado. Para el filósofo, Saulo abandona su nombre adoptando el de Pablo y aparece en los Hechos de los Apóstoles con la fórmula griega ο και que imita a la fórmula latina qüi et, empleada por los señores romanos para nombrar a sus esclavos los cuales se llamaban primero por su nombre de hombre libre, después por su nombre de esclavo: Saulo ο και Pablo. De este modo, Pablo pasa de ser un hombre libre a un servidor de Cristo. Solo cuando adquiere otro nombre, otra condición, Pablo vuelve a ver.

El amor contiene este cariz oblativo. Amar es declinarse en otro nombre, derramarse sobre otro, prodigarse hacia otro. Rodrigo ο και no-Rodrigo. Las imágenes del amor únicamente se dan en la instancia de lo que sucede en los demás. Exigen una transformación, la confianza acerca de una certeza. El amor se vivencia como verdadero una vez se rasga el velo que oculta aquello que no habíamos tocado de los demás. ¿Quién era yo antes de amarlo? ¿O quién soy yo ahora que ya no le amo? El sentido de pérdida se encuentra al principio y al final de la noción de su experiencia. Si amar es perderlo todo en alguien, dejar de amar es perder lo perdido, olvidarse de ese alguien sobre el que nos hemos derramado. Encontrarse entre la multitud de nuevo, arrojarse a la libertad. Abortar la declinación de un nombre en otro, dinamitar el puente del «ο και». Estar nuevamente solo frente a la falsedad de lo que habíamos vivido como una certeza.

Aunque el amor y la fe compartan su inefabilidad, el amor de los mortales es radicalmente opuesto al que los cristianos profesan por su Dios. Frente a la celeste creencia de un amor universal, el amor mundano es un estado de excepcionalidad. Los humanos nos afectamos, los unos a los otros, en nuestros distintos caminos de mil maneras, a través de infinitas interacciones, pero en rara ocasión nos amamos recíprocamente. 

Para amar necesitamos de una disposición. Estar dispuesto es una orientación del cuerpo hacia los otros y no puede darse sin una sensibilidad o una imaginación concreta. Pese a que la cultura capitalista decimonónica inventó la idea de que los seres humanos poseíamos un discurso interior, nosotros solemos habitar el mundo con una pasmosa exterioridad y bajo un silencio perpetuo. Cuando no, lo hacemos en un incómodo malentendido con el lenguaje de los otros. Nos abismamos en conversaciones que se truncan, encuentros que no suceden, posibilidades rotas, personas que terminan por desagradarnos o dejarnos totalmente insatisfechos. En ocasiones, cuando intentamos volver a amar, buscamos fantasmas del pasado (hablo de nuestros antiguos amantes) dándonos de bruces con la arbitrariedad de esta disposición. La expresión de las historias no nos permite el retorno: el presente exige a los antiguos amantes muchas otras cuitas más interesantes que esperar(nos). Su sensibilidad está ahora mismo dispuesta hacia otras personas. Concretarse en la conversación perpetua, es decir, en la relación fortuita del amor a veces resulta un imposible.

Berta García Faet escribió:

4.2.2. Coincidir es un milagro.

4.2.3. El amor es coincidir.

Por eso, el amor correspondido hace creernos excepcionales. 

El barroco para Deleuze es una pregunta sobre las transiciones de las formas. En su obra El pliegue: Leibniz y el Barroco el filósofo francés elabora una tesis en la que toda noción individual expresa la totalidad del mundo. Para que esto suceda debe existir una continuidad entre el alma y la materia. La posibilidad de que una unidad como la mónada contenga la totalidad puede suceder si todo tiene que ver con todo. En el cuadro de Apolo y Marsias de José de Ribera, la boca de horror de los espectadores solo puede ser boca porque está reproducida con el mismo color que la sombra de los hombros despellejados del sátiro que son la continuidad del tronco de un árbol a contraluz. En la ontología leibniziana que un objeto sea uno u otro es una mera cuestión de perspectiva. Su singularidad solo puede producirse por el punto de vista, la manera en la que un pliegue en el pliegue adquiere la posibilidad de ser percibido de una manera y no de otra. Esto también afecta a la literatura de la época. 

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Apolo y Marsias, José de Ribera

Sucede en la mirada de los místicos barrocos y la simpleza del problema de la luz. Ser «la luz del mundo» no es suficiente, es entonces que surge el interés por el claroscuro. En las declaraciones de Cántico espiritual, San Juan de la Cruz iguala la asimilación de la fe a la imagen del dormitar tras el sexo de los amantes: se trata de «la noche sosegada». En ella el alma yace sobre el pecho del Amante mientras los primeros retazos de claridad la iluminan. Si bien existe un alma encendida únicamente por el ardor de su deseo bajo la inmensa oscuridad de la noche, el alma encontrada sobre el pecho de su amante «en par de los levantes del aurora» es un ánima que atraviesa las tinieblas casi encendidas por la leve iluminación de la mañana. No sabe lo que ve, pero intuye algo nuevo.

Porque, así como la noche en par de los levantes ni del todo es noche ni del todo es día, si no, como dicen, entre dos luces, así esta soledad y sosiego divino, ni con toda claridad es informado de a luz divina ni deja de participar algo de ella.

La continuidad barroca acepta un principio de ambigüedad que, en el caso del santo será de vital importancia para convertirse en el representante silencioso de la homoerótica masculina dentro de los espacios clericales. Si la oscuridad no es exactamente oscuridad, o si el amor no es únicamente amor, o si la luz no lo ilumina todo, o si se quiebra en una torcedura un elemento primordial que ahora desaparece… entonces existe la posibilidad de que siempre haya algo/alguien más. El amor es una mirada atávica clavada en un punto. Aterra tomar perspectiva, observar el conjunto de la pintura. Cuando dejamos de amar tenemos la sensación de que por fin vemos las cosas con una sórdida claridad. En el Cántico Espiritual el alma viaja más allá del Amado. A veces solo es una cuestión de espacio, de situarse más allá de Él.

Mi abuela nunca conoció a su padre. No lo vio. Sin embargo, poseyó una imagen vívida de él hasta el final de sus días. Lo describía a la perfección a través del amor que había profesado su madre y que se cristalizaba en las descripciones inagotables de ella. Exaltaba su físico y sus bondades, relataba sus dotes como músico y como marido. Mi bisabuelo Leandro, que murió a los treinta años de una neumonía, estuvo presente en el mundo por más de un siglo gracias a las metáforas de mi abuela. El tiempo de las palabras coincide con el tiempo del amor, por eso es habitual nombrarlo bajo la fantasía de la eternidad. Si el lenguaje no termina, algo de las personas que nos abandonan pervive en él.

Mi abuelo tenía un reloj de muñeca con un resorte que permitía retirar el cristal y tocar las manecillas. El artilugio disponía también de otro botón que, si se pulsaba, cantaba la hora a través de un diminuto micrófono. Era una voz de mujer. Cuando mi abuelo Andrés falleció, el tiempo de mi abuela se detuvo. La pérdida del tiempo fue de la mano de la pérdida de cordura. Olvidó los horarios de las misas, de las comidas o de sus programas favoritos de la radio. Olvidó su interés por el corte y el color de las prendas. Fue quedándose quieta sobre un orejero tapizado con un patrón color mostaza. Creo que nunca le gustó.

Hubo un momento de inflexión justo antes de desaparecer del mundo. La viudez y la demencia devolvieron a mi abuela a la infancia. Por aquella época, cuando pasaba tiempo en Madrid, yo dormía a su lado. Lo hacía sobre el lecho de su difunto marido en un colchón que nunca cambiaron y que había tomado la forma de su cuerpo. Mi abuela Antonia soñaba despierta. Ella dejó de diferenciar el día de la noche, y convivía con alucinaciones y ruidos de otro mundo. De madrugada, conversaba con su madre poniendo voz de niña, pedía a gritos la comida y se reencontraba con su padre Leandro nunca antes visto al que escuchaba tocar el cornetín en la plaza del pueblo. La demencia que acabó con sus preguntas le había devuelto a final del camino todas y cada una de las imágenes perdidas. Yo le tomaba la mano. Abuela, son las cuatro de la madrugada, es hora de dormir. Ella preguntaba ¿Andrés, cariño, eres tú?

Probablemente sea imposible olvidar la sensación de haber sido amada.

Pablo de Tarso nunca dejó de ser un perseguidor, ni siquiera tras su alumbramiento. Por eso extraña que se le atribuya uno de los textos más hermosos del Nuevo Testamento: la primera carta a los Corintios. En ella, el santo define al amor a través de una vía negativa, la de su carencia. Si falta el amor, el mundo es un bronce que resuena o una campana que retiñe. El amor que nos permite vivir en la fantasía ciega de la excepcionalidad cuando se desvanece nos arroja al motivo ordinario de nuestro dolor. Esta amputación es común a todas y cada una de las rupturas e impone la realidad a la imaginación, las imágenes a la ceguera, las certezas a la pregunta incesante que despierta el deseo por el otro. 

Cuando dejamos de ser amados nos expulsan de un lenguaje, de un mundo. Carecemos de la luz cegadora que guía, de la contradicción del corazón encendido, amenazante; del claroscuro que confunde nuestra sensibilidad y nos evade de la terrorífica literalidad. Mi amiga Margot, en una ocasión, me confesó que cuando rompió con su anterior pareja necesitó cambiar de urbe. Hubiera cambiado de planeta, si fuera posible, con tal de derribar todas y cada una de las imágenes a las que nos arroja la pérdida del amado.

Son insoportables los silencios de la realidad pudiendo convivir con la fantasía de una fe. En San Juan de la Cruz el tránsito del alma finaliza en el aspecto perfectivo de Dios. Por eso se realiza. Sin embargo, el amor mundano sucede sobre la imperfección de los otros. He ahí su corrupción. ¿Por qué no nacimos divinos? Elegiríamos no ver.

En la vida es fundamental elegir nuestras metáforas. Juan Pablo II que fue uno de los dirigentes religiosos más conservadores de nuestra era, el máximo responsable de la articulación nacionalcatólica de Centroeuropa y uno de los líderes morales más feroces a la hora de enfrentarse al comunismo soviético; siempre eligió bien sus metáforas.

El amor termina con la muerte de las metáforas que usamos para nombrarnos ante los demás. Carmen Martín Gaite señala que la búsqueda del enamorado es mantener despierto el interés por el otro. No por sus actos, o su vida, sino por las metáforas que emplea. Cuando finaliza la conversación propia, cuando nos quedamos sin palabras, entendemos que el amor se ha agotado. Es por eso que el amor es un idioma de unos pocos participantes. Juan Pablo II, ideólogo del fascismo polaco ¿sería virgen? sostuvo sus metáforas de por vida. Fue un amante excepcional.

La metáfora primigenia, el primer gesto de amor, no está dedicado a los hombres, sino a la totalidad de mundo. El amor produce la posibilidad de ese otro mundo. La primera vez que Yahvé habla en la Biblia dice: «Hágase la luz». 

Y la luz se hace.

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