Infancias terribles - Vol. I: Conchita

Hay fiesta en la plaza y le sudan hasta las pieles de las corvas.‍ Todo le pesa, le huele, le pica, le sobra. Están allí por ella. Qué bochorno

Hay fiesta en la plaza y a Conchita le sudan hasta las pieles de las corvas.

Todo le pesa, le huele, le pica, le sobra. Están allí por ella. Qué bochorno. Y encima ese traje rosa fucsia que le ha regalado su prima. Se le ciñe a la cintura y le marca las lorzas. Con lo que las odia. “Ay los lomillos”, que dice su abuela. “Abuela calla, que es la pubertad”, le corrige su madre. Pero Conchita sabe que no. Que lo que tiene es un cuerpo tosco, poco grácil. No es como el cuerpo de su amiga Pilar, no. No tiene esas caderas. Marcadas, claro. De mujer, pero sutiles, claro. De mujer delgada. Seguro que de mayor es de las que tiene juanetes. Sus pies parecen de esos que se encallecen en el talón y junto al dedo gordo. Y el bigote, negro, negro, que poco más y es color carbón. Con cuchilla nada, en tres días ahí está otra vez. Duro, áspero. La cera le da pavor. Si todavía no tiene ni la regla, cómo va a depilarse ella, que es una cría. “Barriga de nena”. “La pancita hija, eso se va con el primer novio, que te mira y tú quieres que te vea guapa y te aficionas a la media manzana para comer y cenar”. “Uy, si me hubieras visto a mí a tu edad, un palico, que poco más y se me lleva la beneficencia”. 

Soy grotesca, piensa. Aunque no piensa en esa palabra, ella usa fea, porque todavía es una nena y no sabe que hay palabras aún peores para describirse. Ya llegará. La primera vez que lea esas ocho letras, levante la mano y pregunte a la maestra: “¿Seño, qué significa grotesca?”. Y la maestra, la más sabia, le dará sinónimos que sí comprende: ridículo, de mal gusto, grosero, algo que da hasta un poco de asco. “Las brujas son grotescas, a que sí”, dirá una compañera en alto. “Sí, por ejemplo”. Ya está, palabra aprendida, adolescencia marcada. Como una bruja, desparramada por todas partes. Los muslos que se tocan, las cejas que se miran, la barbilla hundida, la piel cetrina. Las ha visto en las películas y merodeando a las heroínas en sus cuentos preferidos. Villanas, apartadas, odiadas. 


Qué están celebrando. Solo quiere escapar de ese cuerpo fofo y pegajoso. Que se lo quiten, que no es suyo. Es de otra. De otra más fea.

Las mesas de plástico empiezan a llenarse. Fritos, mahonesa, patatas, frutos secos, aceitunas, cortezas de cerdo. Alguien ha traído ensaladilla, croquetas, hasta filetes empanados. Y la merluza rebozada de su tía, fría por dentro y fría por fuera. Conchita se empapuza, un poco de todo y cuánto más de todo mejor. No pensar nada, no hablar con nadie, sobrevivir a otra de las celebraciones de su madre. “Deja un poco para el resto”. Otra vez. Mirada al suelo, manos que sudan, pies zambos. Se sienta en un banco. El pelo le huele a aceite, siempre le huele a aceite. De ese refrito, a churro. 

Los pies todavía le cuelgan, menos mal, el último vestigio de que una vez fue una niña menuda y adorable. O eso se imagina, porque no se acuerda. Ha visto fotos, parecía feliz. ¿Cuánto duró aquello? Un día despertó y su pelo era gordo y crespo, sus mejillas rosas y la piel de su frente como la de una naranja. Empezó a morderse las uñas y a taparse la tripa con un cojín cada vez que se sentaba en el sofá.

- ¿Bailas conmigo? Es su hermana. 

- Otro día, fifi, otro día. 

Hay fiesta en la plaza y todos bailan menos Conchita.

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*La foto de la portada es a partir de una Imagen de niños fumando en Vale de Salgueiro Portugal21TV/ Canaln.tv Mirandela/ Youtube

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Infancias terribles - Vol. I: Conchita

Hay fiesta en la plaza y le sudan hasta las pieles de las corvas.‍ Todo le pesa, le huele, le pica, le sobra. Están allí por ella. Qué bochorno

Hay fiesta en la plaza y a Conchita le sudan hasta las pieles de las corvas.

Todo le pesa, le huele, le pica, le sobra. Están allí por ella. Qué bochorno. Y encima ese traje rosa fucsia que le ha regalado su prima. Se le ciñe a la cintura y le marca las lorzas. Con lo que las odia. “Ay los lomillos”, que dice su abuela. “Abuela calla, que es la pubertad”, le corrige su madre. Pero Conchita sabe que no. Que lo que tiene es un cuerpo tosco, poco grácil. No es como el cuerpo de su amiga Pilar, no. No tiene esas caderas. Marcadas, claro. De mujer, pero sutiles, claro. De mujer delgada. Seguro que de mayor es de las que tiene juanetes. Sus pies parecen de esos que se encallecen en el talón y junto al dedo gordo. Y el bigote, negro, negro, que poco más y es color carbón. Con cuchilla nada, en tres días ahí está otra vez. Duro, áspero. La cera le da pavor. Si todavía no tiene ni la regla, cómo va a depilarse ella, que es una cría. “Barriga de nena”. “La pancita hija, eso se va con el primer novio, que te mira y tú quieres que te vea guapa y te aficionas a la media manzana para comer y cenar”. “Uy, si me hubieras visto a mí a tu edad, un palico, que poco más y se me lleva la beneficencia”. 

Soy grotesca, piensa. Aunque no piensa en esa palabra, ella usa fea, porque todavía es una nena y no sabe que hay palabras aún peores para describirse. Ya llegará. La primera vez que lea esas ocho letras, levante la mano y pregunte a la maestra: “¿Seño, qué significa grotesca?”. Y la maestra, la más sabia, le dará sinónimos que sí comprende: ridículo, de mal gusto, grosero, algo que da hasta un poco de asco. “Las brujas son grotescas, a que sí”, dirá una compañera en alto. “Sí, por ejemplo”. Ya está, palabra aprendida, adolescencia marcada. Como una bruja, desparramada por todas partes. Los muslos que se tocan, las cejas que se miran, la barbilla hundida, la piel cetrina. Las ha visto en las películas y merodeando a las heroínas en sus cuentos preferidos. Villanas, apartadas, odiadas. 


Qué están celebrando. Solo quiere escapar de ese cuerpo fofo y pegajoso. Que se lo quiten, que no es suyo. Es de otra. De otra más fea.

Las mesas de plástico empiezan a llenarse. Fritos, mahonesa, patatas, frutos secos, aceitunas, cortezas de cerdo. Alguien ha traído ensaladilla, croquetas, hasta filetes empanados. Y la merluza rebozada de su tía, fría por dentro y fría por fuera. Conchita se empapuza, un poco de todo y cuánto más de todo mejor. No pensar nada, no hablar con nadie, sobrevivir a otra de las celebraciones de su madre. “Deja un poco para el resto”. Otra vez. Mirada al suelo, manos que sudan, pies zambos. Se sienta en un banco. El pelo le huele a aceite, siempre le huele a aceite. De ese refrito, a churro. 

Los pies todavía le cuelgan, menos mal, el último vestigio de que una vez fue una niña menuda y adorable. O eso se imagina, porque no se acuerda. Ha visto fotos, parecía feliz. ¿Cuánto duró aquello? Un día despertó y su pelo era gordo y crespo, sus mejillas rosas y la piel de su frente como la de una naranja. Empezó a morderse las uñas y a taparse la tripa con un cojín cada vez que se sentaba en el sofá.

- ¿Bailas conmigo? Es su hermana. 

- Otro día, fifi, otro día. 

Hay fiesta en la plaza y todos bailan menos Conchita.

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*La foto de la portada es a partir de una Imagen de niños fumando en Vale de Salgueiro Portugal21TV/ Canaln.tv Mirandela/ Youtube

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