Una de las muchas cosas que me ha enseñado Sexo En Nueva York es que existe un bolso por el que Samantha Jones estaría dispuesta a esperar cinco años y pagar cuatro mil dólares. ¿Por un bolso? Sí. Pero es que ya se lo intentó explicar aquel dependiente de Hermès con el que casi llega a las manos — It’s not just a bag, it’s a Birkin.
Tengo que admitir que viendo aquel episodio sentí una punzada de curiosidad, una lo bastante compacta como para hacerme desbloquear el teléfono y googlear el bolso. ¿Por qué estaría nadie dispuesto a esperar cinco años o pagar cuatro mil dólares por un bolso? O mejor, ¿qué diablos significa eso de que el bolso no es sólo un bolso?
En cuanto leí la anécdota lo entendí (como se entienden las extravagancias de los ricos o por qué a Georgina le fascina el jamón, con distancia y una mueca de resignación tierna): chico conoce a chica en un vuelo de París a Londres y decide diseñarle un bolso. Él es Jean-Louis Dumas, ejecutivo de Hermès. Ella es Jane Birkin, cantante, actriz e icono de la moda. Es 1984, y una de las piezas más deseadas de la historia acaba de nacer de un meet cute y un boceto en una bolsa para vómitos de Air France.
Calmada la curiosidad, guardé el chascarrillo en el cajón donde apilo datos inservibles para conversaciones que nunca van a ocurrir y olvidé el tema durante un tiempo. Pero los caminos de Internet son inescrutables, y un día cualquiera me topé con El Álbum. Andrew Birkin, poco mayor que Jane, pasó más de diez años fotografiando las cotidianidades de la vida familiar de su hermana. Y Taschen, en su conocido buen hacer, seleccionó 160 de esas instantáneas para una edición hoy descatalogada con la que sueño de vez en cuando y que guardo compulsivamente en Vinted: “Jane & Serge: A Family Album”.
Al ver las fotos sentí esa nostalgia extraña que se siente sólo hacia la vida de los demás: el flequillo de ella, las orejas de él, el humo de los cigarros, las austriacas de las niñas. ¿Cómo se puede envidiar a alguien por sus retratos familiares?

Quería saberlo todo de aquella mujer tan joven y tan guapa, tan acompañada siempre de aquel hombre tan mayor y tan feo. Quería saber dónde nació, a qué se dedicaban sus padres, quién fue la primera persona en romperle el corazón, quién la última. Quería saber si las niñas que cargaba en brazos eran suyas, a qué edad fue madre por primera vez, y por segunda, y por tercera. Quería saber qué papeles interpretó, qué canciones compuso, si perdió a alguien, si enfermó alguna vez. Quería saber si seguía viva, si envejeció junto a él, si tuvo una vida feliz. Pero sobre todo, sobre todo, quería saber qué vio una chica de la luz en un hombre de las sombras.
Era 1946 cuando Jane Mallory Birkin nació en Londres. Sagitario, hija del medio. Su padre David era teniente coronel de la Royal Navy y espía contra los nazis. Su madre, Judy Campbell, una reconocida actriz de teatro y cine. Se puede decir que tuvo la infancia exacta que cabría esperar: barrios pijos, colegios privados y una pizca de “mamá, quiero ser artista”.
A los 17 años consiguió su primer papel en un musical. A los 18 se casó con el hombre que la había contratado: John Barry, compositor de bandas sonoras como James Bond o Memorias de África, pero un señor al fin y al cabo — trece años mayor que ella, frío, distante e infiel. Dicen que fue él quien la convenció para hacer su primer desnudo frontal a los 19 años en Blow-Up, la película de Antonioni que se convertiría en referente del Swinging London de los años sesenta. También que, cuando el matrimonio hizo aguas, Barry se largó a Estados Unidos y dejó a Jane atrás con una bebé de un año (Kate).
En este punto de la historia empieza mi hiperfijación. Puedo imaginar sin esfuerzo a una Jane de 22 años recién divorciada dejando a su hija al cuidado de sus padres para volar a París para una audición en francés sin apenas hablar el idioma. Imagino su primer encuentro con él en un set de rodaje, en un estudio de música. Lo imagino a él altanero, atormentado, sin mirarla a los ojos, componiendo siempre canciones para Brigitte Bardot. Serge Gainsbourg, otro señor con 40 años a la espalda y fama de enfant terrible. Un señor, no me cuesta imaginar, extrañamente irresistible.
Cómo se enamoraron se cuenta solo: una noche de borrachera él bebe demasiado y la invita a subir para enseñarle su colección de discos. Unos días después Serge le propone a Jane grabar juntos “Je t’aime… moi non plus”, una canción que hoy quedaría estupenda en cualquier anuncio de perfumes de Dolce & Gabbana pero que en 1969 (sí) fue prohibida por la BBC, la radio española y la RAI italiana, condenada públicamente por el Vaticano y le costó un arresto a uno de sus productores discográficos. Anatomía de una irreverencia o cómo dar a luz un mito.

Así es como empieza una relación que duraría 12 años y que quedaría fotografiada desde todos los ángulos en El Álbum Familiar de Andrew Birkin. Juntos protagonizaron películas, compusieron canciones, tuvieron una hija (Charlotte) y se tiraron de los pelos. Serge cumplió todo lo que parecía prometer en aquella primera cita: siguió bebiendo demasiado, se convirtió en una persona de carácter amargo y condenó a Janette a lamerle sus heridas. Y Jane, como todas alguna vez, aún así se quedó.
Por supuesto (y porque si algo hemos aprendido es que nada es para siempre) en algún momento ella se hartó de altibajos y caprichos y se largó. Aquí es donde este gran amor me mira directamente a los ojos: a pesar de todo, Jane y Serge siguieron siendo amigos el resto de sus vidas. Él siguió componiendo canciones para ella, y ella siguió cantándolas para él. Y aunque ella pasó la siguiente década junto a otro hombre, cuando Serge murió lo dejó todo. Nadie pudo competir nunca más con el fantasma de Gainsbourg.
Y el problema es que, aunque ponga todo mi empeño en manos de este texto y aunque haya aprendido la lección cien veces, no puedo evitar agarrarme al clavo ardiendo de esta leyenda para seguir fantaseando con un amor para toda la vida otro ratito más. No puedo evitar salir un momento de la trinchera y dejar que esta acumulación de clichés me atraviese sin remedio.
Entonces pienso: ¿no seré yo Jane Birkin? Pienso: ¿no me quedaría yo también con aquel hombre tan mayor y tan feo? Pienso: ¿no lo he hecho ya antes? Pienso: ¿podrá alguien competir con su fantasma?