Mi vida -y así me lo recuerda mi cabeza cada minuto de cada día de cada semana- se divide en dos etapas: cuando mis muslos no caben en las sillas de metal de los bares y cuando hasta les sobra espacio. Esto es, cuando soy delgada y cuando soy gorda. Ahora estoy en la segunda, pero hace no mucho estaba en la primera, y antes de eso estuve un tiempo en la segunda y antes de eso era adolescente y todo en mi cuerpo me parecía una mierda. Veo las fotos de esa niña de 16 años y, en efecto, estaba muy delgada. Daría lo que fuera por volver a estarlo y no voy a fingir lo contrario.
Lo de las sillas de metal se podría cambiar por cualquier elemento que me recuerde que ocupo demasiado espacio, que habito un cuerpo que tiene que cambiar y que mientras lo hago la vida está en espera. Casi siempre son los asientos: los del autobús, los del metro, los de un restaurante, los del parque de atracciones (no hay nada peor que subir a una montaña rusa con la certeza de que si algún mecanismo tiene que fallar será el tuyo, porque estás gorda).
En la etapa de gorda mi familia se preocupa mucho por mi salud. Me preguntan si estoy comiendo bien, si hago ejercicio, me mandan mensajes con fotos de mi yo de antes, el yo bueno, me recuerdan que en su día ya “conseguí” (lo logré, ¡bien, vencí al monstruo de lo seboso, lo grande, lo fofo!) perder peso y que puedo volver a hacerlo si me esfuerzo. En la fase delgada nadie me dijo nada. Bueno, nada no, me dieron la enhorabuena, me jalearon por mi hazaña, se la contaron a todo el mundo: “Sí, está guapa, 30 kilos ha perdido”. Por fin.
Y lo intento, de verdad, lo de gustarme, disfrutar de mi cuerpo tal cual está ahora, buscar ropa que me realce y no me esconda, sonreír, bailar, moverme, salir, tener actitud, fake it til you make it y todo eso. Pero es agotador. Llevas una semana diciéndote palabras bonitas, siendo una tía chula y estupenda, gastando la energía que no tienes en alejar los pensamientos negativos, fingiendo que no darías un brazo por estar delgada y pam: la silla del bar de debajo de tu casa, la carne de tus muslos que se desborda por los lados. Mierda.
Hubo un tiempo en que tus piernitas encajaban como un guante en este huequito de metal, ¿te acuerdas? Igual es el momento de volver, porque ya sabes que este cuerpo que tienes ahora no puede, no debe, ser el definitivo, es el que te vale para un rato, pero el de verdad, el de vivir la vida, es el otro, cuando lo recuperes será como darle al play de nuevo, ahora en realidad estás en stand by, sí, haces cosas, pero todas esas cosas valdrían más sin papada, qué guapa estabas en las fotos que te mandaron el otro día, te acuerdas, y eso es solo hace un año, si te pones ahora para Navidad estás estupenda y das una sorpresa a tus padres, tíos y abuelos, y así podrás ir a buscar ropa a las tiendas de segunda mano, ese hobby que solo disfrutas cuando descubres que todo te queda holgado, y la temporada de Zara de este verano está muy bien, ¿no te da pena perdértela?, en julio tienes una boda, igual consigues perder 10 kilos y así te pillas un vestido bonito y bikinis de talle bajo, porque esos altos que llevas, en el fondo sabes que no te gustan, solo has aprendido a quererlos porque son lo que te cubren la tripa, y de todas formas, a partir de los 30 todos dicen que cuesta más perder peso, hazlo ya mejor, que te queda más de un año, y empiezas la década bien, sin muslos, ni papada, adiós brazos colganderos, porque tú eres guapa, cuando te cuidas.
Y ves y lees que el thinspo ha vuelto, que el espejismo de los cuerpos redondos, llenos de baches y curvas y rotondas ha durado muy poco. Ya sabías tú, que no podía ser verdad, que lo rechoncho está muy bien, pero para un rato. ¿Ves? Temporal, la gordura debe ser temporal, que no te enteras. Intentas escribir sobre otras cosas, ser más que tu carne, pero no puedes, es imposible. Rolliza, gruesa, inflada, abultada. Dieta de la cebolla. Guapa de cara. Silla ancha silla estrecha. Bien, mal. Gorda, flaca. Y vuelta a empezar.