Los zapatos del verano

Si de verdad el triunfo de Birkenstock supone la destrucción de Occidente, imagino una edición extendida de Momentos Estelares de la Humanidad en la que se narre este rapto de inspiración podológica a la manera del Mesías de Haendel.

Cada tarde de agosto, a eso de las cuatro, rendido en el sofá después de haber hojeado algún libro, solo dos cosas me alejan de los brazos de Morfeo. El sonido de las cigarras y el recuerdo de los artículos de verano. Lo primero tiene su encanto, lo segundo un poco menos.

Con la llegada de julio, Twitter, Medium y Substack se inundan de textos veraniegos que enarbolan la bandera de la nostalgia y que contienen explícita, o implícitamente, una de esas sentencias que piden un pico y un bonito bloque de mármol para quedar estampadas para la eternidad: la superioridad estética del verano. Estos artículos, siempre acompañados de imágenes del anciano napolitano con su tatuaje de Tutto Passa, de terrazas en el Mediterráneo o de marcas de moreno,  hacen siempre referencia a las mismas cosas, y no puedo evitar hacerme siempre las mismas preguntas: la brisa veraniega (¿es el verano la estación con menos viento y en la que más se le invoca?), la piel salada (¿han probado a ponerse una camiseta de vuelta de la playa?), los helados de la infancia (¿por qué nadie se acuerda del sándwich de nata?).

Otro de los denominadores comunes de estos artículos —quizás el que más me irrita— es su rechazo hacia las sandalias Birkenstock. Los autores escriben sobre su fealdad, sobre lo vulgar de su forma, sobre su parecido con zapatos de ortopedia; los más pendencieros aluden a la decadencia de Occidente. Como defensor de este calzado no puedo hacer otra cosa que utilizar esta tribuna para poner en valor esta marca, pero no solo por su estética, también por su historia.

Alemania, Langen-Bergheim. 1774. Un joven humilde —imaginémoslo grande y con las mejillas coloradas— decide abrir un taller de zapatos y darle el nombre de su familia: Birkenstock. El bueno de Johannes no lo sabe, pero dentro de unos años su apellido dividirá la opinión de medio mundo.

Pasan generaciones, dos en concreto. Estamos en 1896; si tu abuelo fue zapatero, tu padre habrá sido zapatero, y por mucho que te esfuerces por impedirlo, tú también serás zapatero. Ese es el caso de Konrad. Sin embargo, imagino que Konrad —K para los amigos, supongo— sería un niño inquieto, tendría ideas locas. Tal vez pintara carros que volaban, máquinas del tiempo, zapatos con muelles. Una de esas ideas cambió su visión del mundo, y no se cansó de defenderla durante el resto de su vida. Si de verdad el triunfo de Birkenstock supone la destrucción de Occidente, imagino una edición extendida de Momentos Estelares de la Humanidad en la que se narre este rapto de inspiración podológica a la manera del Mesías de Haendel. La idea es sencilla: si las plantas de los pies son curvas, ¿por qué todas las suelas de los zapatos son planos?

Esa idiotez genial, o esa genialidad idiota, supone la verdadera esencia de Birkenstock: suelas amorfas que tratan de acomodarse a la anatomía del pie. Más vale un error original que una repetición correcta, dijo alguien alguna vez.

Alrededor de esa idea, Konrad Birkenstock construyó un imperio. Comenzó vendiendo plantillas, que comercializó con un ingenioso nombre Footbed, y terminó siendo un reconocido experto en podología, con libros, viajes y conferencias por todo el mundo. Sus descendientes continuaron su legado y durante años la familia Birkenstock organizó convenciones de podología para dar a conocer su visión del calzado; incluso publicaron un libro: Podiatry – The Carl Birkenstock System.

No fue hasta 1964 que la empresa decidió producir su propia sandalia, su primer modelo, las Birkenstock Madrid. El resto es historia. Burberry en 1856, Louis Vouiton en 1854, Levi's en 1853, Loewe en 1846, Hermés en 1837. Ninguna de las firmas más antiguas de la historia puede igualar el legado de Birkenstock.

En realidad, escribo todo esto para justificarme por llevar unos zapatos ortopédicos durante todo el verano. Por suerte, unas cuantas búsquedas de Google te permiten encontrar argumentos que refuercen tus ya de por sí seguras convicciones. Esta vez he dado con un antiguo anuncio en prensa de una tienda de la cuarta avenida de Nueva York. The Shoes of Summer. Birkenstock. If you know what they felt like, you’d be wearing them now.

La superioridad estética del verano, dicen algunos. La superioridad de un buen relato, les contesto.

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Los zapatos del verano

Si de verdad el triunfo de Birkenstock supone la destrucción de Occidente, imagino una edición extendida de Momentos Estelares de la Humanidad en la que se narre este rapto de inspiración podológica a la manera del Mesías de Haendel.

Cada tarde de agosto, a eso de las cuatro, rendido en el sofá después de haber hojeado algún libro, solo dos cosas me alejan de los brazos de Morfeo. El sonido de las cigarras y el recuerdo de los artículos de verano. Lo primero tiene su encanto, lo segundo un poco menos.

Con la llegada de julio, Twitter, Medium y Substack se inundan de textos veraniegos que enarbolan la bandera de la nostalgia y que contienen explícita, o implícitamente, una de esas sentencias que piden un pico y un bonito bloque de mármol para quedar estampadas para la eternidad: la superioridad estética del verano. Estos artículos, siempre acompañados de imágenes del anciano napolitano con su tatuaje de Tutto Passa, de terrazas en el Mediterráneo o de marcas de moreno,  hacen siempre referencia a las mismas cosas, y no puedo evitar hacerme siempre las mismas preguntas: la brisa veraniega (¿es el verano la estación con menos viento y en la que más se le invoca?), la piel salada (¿han probado a ponerse una camiseta de vuelta de la playa?), los helados de la infancia (¿por qué nadie se acuerda del sándwich de nata?).

Otro de los denominadores comunes de estos artículos —quizás el que más me irrita— es su rechazo hacia las sandalias Birkenstock. Los autores escriben sobre su fealdad, sobre lo vulgar de su forma, sobre su parecido con zapatos de ortopedia; los más pendencieros aluden a la decadencia de Occidente. Como defensor de este calzado no puedo hacer otra cosa que utilizar esta tribuna para poner en valor esta marca, pero no solo por su estética, también por su historia.

Alemania, Langen-Bergheim. 1774. Un joven humilde —imaginémoslo grande y con las mejillas coloradas— decide abrir un taller de zapatos y darle el nombre de su familia: Birkenstock. El bueno de Johannes no lo sabe, pero dentro de unos años su apellido dividirá la opinión de medio mundo.

Pasan generaciones, dos en concreto. Estamos en 1896; si tu abuelo fue zapatero, tu padre habrá sido zapatero, y por mucho que te esfuerces por impedirlo, tú también serás zapatero. Ese es el caso de Konrad. Sin embargo, imagino que Konrad —K para los amigos, supongo— sería un niño inquieto, tendría ideas locas. Tal vez pintara carros que volaban, máquinas del tiempo, zapatos con muelles. Una de esas ideas cambió su visión del mundo, y no se cansó de defenderla durante el resto de su vida. Si de verdad el triunfo de Birkenstock supone la destrucción de Occidente, imagino una edición extendida de Momentos Estelares de la Humanidad en la que se narre este rapto de inspiración podológica a la manera del Mesías de Haendel. La idea es sencilla: si las plantas de los pies son curvas, ¿por qué todas las suelas de los zapatos son planos?

Esa idiotez genial, o esa genialidad idiota, supone la verdadera esencia de Birkenstock: suelas amorfas que tratan de acomodarse a la anatomía del pie. Más vale un error original que una repetición correcta, dijo alguien alguna vez.

Alrededor de esa idea, Konrad Birkenstock construyó un imperio. Comenzó vendiendo plantillas, que comercializó con un ingenioso nombre Footbed, y terminó siendo un reconocido experto en podología, con libros, viajes y conferencias por todo el mundo. Sus descendientes continuaron su legado y durante años la familia Birkenstock organizó convenciones de podología para dar a conocer su visión del calzado; incluso publicaron un libro: Podiatry – The Carl Birkenstock System.

No fue hasta 1964 que la empresa decidió producir su propia sandalia, su primer modelo, las Birkenstock Madrid. El resto es historia. Burberry en 1856, Louis Vouiton en 1854, Levi's en 1853, Loewe en 1846, Hermés en 1837. Ninguna de las firmas más antiguas de la historia puede igualar el legado de Birkenstock.

En realidad, escribo todo esto para justificarme por llevar unos zapatos ortopédicos durante todo el verano. Por suerte, unas cuantas búsquedas de Google te permiten encontrar argumentos que refuercen tus ya de por sí seguras convicciones. Esta vez he dado con un antiguo anuncio en prensa de una tienda de la cuarta avenida de Nueva York. The Shoes of Summer. Birkenstock. If you know what they felt like, you’d be wearing them now.

La superioridad estética del verano, dicen algunos. La superioridad de un buen relato, les contesto.

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