El pasado lunes me robaron el iPad personal en el parking de un centro comercial.
Si bien es cierto que algo entró en mi estómago —la incomodidad de la invasión de la intimidad— el disgusto objetivo no lo cogí por el robo sino por cómo mi padre se tomó el robo.
Aquel hecho aislado, aparentemente destacable pero no trágico, se tornó en un fin del mundo anticipado donde los demonios se paseaban a sus anchas con aires tremendistas. De pronto todo lo malo que podía pasar ya había pasado. Y la protagonista, la artífice, la única señalada de aquel tribunal, era la conductora del coche, que a su vez era su hija, que por premisa era yo.
Días después, entre anécdotas, lo conté en una comida de trabajo y el jefe sacó el suculento tema de relativizar: trend hasta la médula. Habló de un reloj que le robaron cuando llegó a Europa por primera vez. Aquel reloj para el que ahorró muchísimo dinero. No era tan importante decía, luego se compró otro a los años y no pasó absolutamente nada. El desapego material de las cosas le hizo libre, supongo. Y entiendo yo, que también ser el CEO de una empresa importante.
Desde Protágoras al Puchero del Hortelano se ha hablado del don de la relatividad como una suerte de bienaventuranza del que sabe sobrellevar la vida con una mochila de amazon en la que por mucho que deposites, no pesa. La relatividad, que no es más que un suspiro a tiempo, consiste en la tolerabilidad de los sucesos, y en esa cosa que tanto cuesta como es discernir lo principal de lo accesorio. Es decir: discutir con sentido, llorar con sentido, pasarlo mal con sentido. Y a poder ser, no discutir ni pasarlo mal ni llorar. Salvo que, y esto es muy importante, que el umbral del “soportar” te lo permita.
No es casualidad que el sofista por excelencia nos dijera aquello de que el hombre es la medida de todas las cosas, porque claro que lo es. El hombre es la medida de todo lo que él quiera ser y puede tomarse las cosas con un tremendismo exacerbado como mi padre, o puede adoptar una filosofía de andar por casa como el jefe cuando le robaron aquel reloj. La del chubasquero que dice mi psicóloga: estás incómodo porque notas como la lluvia te toca, pero cae y no te moja.
Sin embargo me pregunto hasta qué punto relativizar es una herramienta dócil, algo alcanzable. Si es una virtud innata como el que es responsable, si es un don como el que habla bien en público, o es algo que se puede aprender, trabajar o mejorar con el tiempo: yendo a terapia, a talleres, a retiros o hablando con tu jefe en una comida de empresa.
Me pregunto si el don de la relatividad tiene más que ver con cómo te pillen ese día, con a quien pegues el primer telefonazo o con los podcast que hayas escuchado los últimos meses.
Relativizar es muchas cosas, es un sinfín de cosas, pero también es entender que si te roban el iPad del coche, te puedes permitir tomarte un disgusto del copón. Y llorar. Y que te caiga un chaparrón sin chubasquero. Y soportarlo con muchísima dignidad, con toda la del mundo. Y quizás un poco más.