Para María Fasce, que me animó a distanciarme de mi dolor
La juventud se nos estaba terminando. Mi deber era guardar el secreto como quien alimenta la inútil esperanza de un moribundo. En eso se habían convertido nuestros sueños. En enfermos terminales. En débiles aspiraciones de la respiración. En cuerpos a punto de rendirse. En piernas tibias de sangre e inexpresivos rostros atiborrados de morfina. A veces creo que todos nos dábamos cuenta, perfectamente, de cómo agonizaba en nuestras manos ese tiempo de promesas incumplidas en el que se convierte la juventud mientras se termina. Otras veces creo que yo era la única capaz de verlo desvanecer.
Todos estábamos profundamente solos a nuestra manera. Nos resignábamos. O bien porque habíamos alcanzado el éxito dentro de nuestras pequeñas comunidades culturales, o bien porque habíamos encontrado cobijo en la afanosa decisión de acostarnos con los que nos seguían. Parecía que la única forma de embarcarse en la vejez era despreciar el trabajo de los más jóvenes y, en el peor de los casos, dejarlos dormir en nuestras camas.
Llegada cierta edad, la única escapatoria a la irreversibilidad del tiempo es el amor. Quiero decir, la ilusión del amor proyectada en la jovencísima elección de la pareja. Lo que nosotras aprendemos al crecer, y tal vez por eso no nos acostemos con hombres jovencísimos, es que el amor nunca es suficiente. Crecer es ser empujado a enfrentar la verdad indigna de la muerte de los sueños. Para crecer hay que afanarse sabiamente en su reconsideración. Quiero decir, en la reconsideración de nuestros sueños de niñas. Una los arrastra hasta el final, a falta de todo eso que no puede permanecer en nosotras de la infancia. He aprendido que crecer con dignidad es estar dispuesta a transformarse en una versión tibia de lo que un día colmó nuestros jovencísimos cuerpos de ira. Para crecer sin morirse del todo hay que estar dispuesta a decirle que no lo logramos a las niñas que fuimos y que ya no seremos.
Cómo éramos estudiantes de humanidades nos aventurábamos al accidente en el que se había convertido nuestro futuro, vencidos de las pasiones sobre las que un día decidimos fraguar nuestras identidades. Ignorábamos que habíamos renunciado a la comodidad de pisos con luz. La elección de nuestras carreras nos había catapultado hacia la ruina. No había hijos en el horizonte. Ni una casa en propiedad, ni tampoco una pensión. La posibilidad de engendrar dinastía desaparece con el dinero al que uno renuncia en favor de pasiones que, en el mejor de los casos, nos abocan a sueldos mediocres y a relaciones sentimentales pacíficas sostenidas en la incomodidad de la suficiencia. Semillas de chía y un deshumificador en el cuarto de baño. He descubierto que hay personas que no le dan tanta importancia a conversar.
Pensábamos mucho en la familia. Pasamos de detestarla, de impugnarla teóricamente, a desearla en todas sus formas. Insistíamos sutilmente en su rehabilitación y nos avergonzábamos, quizá porque fue el primero de los ideales que decidimos abandonar empujados por la rabia que nos producía el reclamo público de este tipo de organizaciones terroristas. Habíamos comenzado a suplir las negligencias parentales con las que tiempo atrás nos habíamos condecorado, con la edificación de relaciones sentimentales virulentas y perversas. Llenas de exigencias invisibles. Necesitábamos que nuestros seres queridos supiesen leer nuestros pensamientos.
Hasta entonces no habíamos reparado en la tranquilidad que proporciona el dinero, quizá porque pese a las austeridades propias de la clase media -arruinada o aspiracional- siempre habíamos tenido suficiente. Nuestras pasiones, fútiles como las de cualquier adolescente que descubre prematuramente a Gil de Biedma, nos habían jugado una mala pasada.
Supe que nuestra juventud se había terminado un día, en los albores de una fiesta a la que había ido sin ganas. Las fiestas, durante mis verdaderos años de juventud, eran el refugio de toda la desidia que vendría. Bebíamos y nos drogábamos para divertirnos. Y nos divertíamos de verdad. La juventud puede definirse de muchas maneras, pero, sin duda, luce en la despreocupación de encontrarse sumido en el ensordecedor panorama de un after madrileño. Dejar de ser joven es advertir que uno ha sido preso de la trampa de un tiempo que, en toda esa ofensiva de gin-tonics y cocaína, no nos dirigiría a lo único que siempre nos había interesado; el éxito profesional y el amor.
No hay nada más adulto que caer en la cuenta de que este es el resumen de todas las demandas. No hay nada más adulto que comprender que tampoco en la satisfacción de estas demandas se haya la felicidad. Nosotros solo conocíamos la felicidad que te proporciona en el cerebro la reacción química del éxtasis en polvo cuando te lo pegas al frenillo, por debajo de la lengua.
Sospechábamos que existían personas que cobraban mil euros sin necesidad de hipotecar toda la fuerza de sus almas, y todo el esfuerzo de sus cuerpos, a trabajos monótonos y erráticos. Sospechábamos que existían matrimonios felices. Habíamos leído sobre ellos en las novelas. Casi siempre, como ejemplo de la serenidad de lo cotidiano. Dejar de ser joven fue comprender que hay una victoria en la cotidianidad compartida. Advertir la dificultad de conseguirla sin vaciarnos el corazón y la cabeza en el camino. Sospechábamos que existían personas exitosas, casadas, convivientes, monógamas y felices. Y lo sospechábamos porque toda novela -y toda vida- necesita un pretexto perfecto que justifique la posibilidad de su propio fracaso. Ignorábamos que estas personas, a las que nunca habíamos conocido, pero en las que necesitábamos creer, arrastraban tras de sí pactos endiablados. Secretos oscuros. La muerte de un hijo, una nada-secreta homosexualidad, el silencio al que uno se entrega por dinero.
Habíamos pasado nuestras juventudes drogados en discotecas, en casas, calles, bancos y esquinas. Tan solo ahora comprendíamos que todo aquello no nos había llevado a ningún sitio. A algunos, más que a otros, a la adicción. Caracteres truncados, violencias, neurosis y delirios paranoides. Incluso cuando las promesas de nuestras tiernas aspiraciones parecían resolverse, solo advenían un final codificado. Estipulado. Un destino ineludible. Todo termina o todo empieza en la tierra árida del desengaño. En un profundo sentimiento de vacío. Allí nos dirigíamos.
Crecer ha sido una forma de entender que el final siempre es el mismo. Ahora sé que uno ha de vivir para procurarse un saludable camino hacia la infelicidad. Darse al yoga, a la cerámica o a la escalada. Embutirse de lleno en el trabajo y desvivirse los fines de semana de bar en bar. Cualquier cosa menos enfrentar la terrible desidia a la que nos empujan las lógicas diarias, el vaivén de lavadoras, las rutinarias visitas al supermercado. Si algo he aprendido, es que es preferible instalarse en la tristeza indómita del duelo de una ruptura, habiendo considerado previamente la posibilidad de ser tan solo un ser necesitado -algo que todos ignoramos cuando somos jovencísimos-.
A los veinticinco años uno debe de elegir muy bien a que desconocido le entregará el alma, pues este será el futuro dueño de lo poco que posea tras la conveniente separación de bienes. Y eso que nosotros, por no tener, no teníamos ni herencia. Libros, algún mueble de Ikea, una suscripción a Netflix, la funda del edredón de esa aburridísima cama matrimonial de piso inasequible y compartido. Carpetas conjuntas en Google Drive.
Dejar de ser joven es decidir si uno prefiere estar triste porque ha estado a punto de casarse o porque se ha casado. En cualquier caso, no parece haber escapatoria a la cárcel del desamor. Dejar de ser joven es advertir el hedor fétido de los pedos que se tiran los que van hasta las trancas en las fiestas. Sentir pena de todas esas caras desencajadas. Tener miedo de que el tiempo haya llegado y, por ende, tener miedo de que el tiempo empiece a terminarse. Tener miedo de crecer, tener miedo de hacerse mayor. Ese desierto.
Me di cuenta de que todos éramos profundamente infelices, sin disimulo. Estaban quienes se habían rendido entregándose a la vulgaridad de una insana convivencia en pareja y estábamos quienes habíamos renunciado a la pareja. Traumatizados por el silencio compartido o traumatizados por la desaparición del silencio compartido.
Renunciar a la pareja significaba afanarse en intimidades intermitentes. Intimidades que solo pueden generarse entre indudables futuros desconocidos. De todas las toxicidades propias de aquel tiempo, esta era una de mis preferidas. Sucedía algunas noches, los viernes o los sábados. Entre semana si la cosa estaba yendo especialmente mal. Nos juntábamos, más de media vuelta que al derecho, a sabiendas de que se trataba de una mutua y drástica búsqueda de cuerpo a través de la que obviar la soledad. Nos resignábamos a existir en compañía del espejismo que primero se nos presentase. Nos hicimos mayores aprendiendo que el deseo y el amor son cosas diferentes. Nos hicimos muy mayores entendiendo que, con el tiempo, el deseo y el amor no consienten conciliación. El caso es que nos juntábamos, de vez en cuando, a sabiendas de que después nadie querría volver a coincidir. Y creo que por eso precisamente, nos desvivíamos en contarnos la vida, en reconstruir minuciosamente los pasados, en rendir cuenta honestamente de los anhelos y en exhibir sin tregua nuestras vulnerabilidades descarnadas.
Supongo que, en el fondo, la única diferencia entre nosotros y quienes se encontraban emparejados, embutidos en la desidia de los días que se pasan frente a un cuerpo al que uno ya no sabe por qué ama, es que a los primeros nadie nos echa durante demasiado tiempo en falta al desaparecer.
La mayoría opositábamos para ser profesores de educación secundaria –filosofía, historia, literatura– pero ambicionábamos becas de doctorado. En el fondo, y esta era una de las pocas cosas que sabíamos con certeza sobre nosotros mismos, ninguno quería ser profesor, investigar, sucumbir al odioso proceso de las becas y los papers. Años empuñando la daga de lo que el conocimiento no es para terminar por asediarse a uno mismo con el filo de un arma infalible. La universidad.
Estábamos tristes, solos y perdidos, y la juventud se nos estaba terminando.
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Este texto fue escrito en 2020
La autora decidió mantenerlo oculto el tiempo que tardó en desprenderse del cinismo, es decir de la sombra de una profunda y remediable tristeza
Hay esperanza