En Madrid, en el vértice geográfico que une los términos municipales de Torrelodones, Las Rozas y Galapagar, se encuentra el origen del que probablemente sea uno de los proyectos infraestructurales más disparatados que se hayan construido nunca en nuestro país: el Canal del Guadarrama, un recorrido de casi setecientos kilómetros de longitud que pretendía unir fluvialmente la ciudad de Madrid con el Océano Atlántico.
Esta utopía de conceder a Madrid una salida al mar se pensó desde tiempos de Felipe II, pero no sería hasta finales del siglo XVIII cuando se comenzase a plantear formalmente su construcción, en el momento en que Carlos III la incluyó en su listado de obras públicas a llevar a cabo durante su reinado. Al cabo de los años y, contra todo pronóstico, el faraónico proyecto prosperó; y tanto fue así que en esta precisa ubicación se comenzaría a levantar el embalse que suministraría el agua necesaria para el nuevo canal. Su diseño se encargó al ingeniero francés Carlos Lemaur, quien propuso un modelo estructural completamente innovador para la época si se compara con el esquema habitual de presas de gravedad de entonces.1 Así nació —al menos en el papel— la presa de El Gasco, una estructura colosal de más de noventa metros de altura y doscientos cincuenta metros de longitud destinada a convertirse en la mayor presa construida hasta la fecha en todo el mundo.
Como casi siempre, sobre plano todo bien pero, como era de esperar, los problemas a partir de este momento fueron constantes. Pocos meses después de la presentación del proyecto, la muerte de Lemaur en 1785 retrasó notablemente el comienzo de las obras. La presa finalmente se comenzó a construir en 1787, bajo el mando de los dos hijos del francés, con mucha menos experiencia que su padre. Poco más de un año más tarde, a finales de 1788, se produjo la muerte de Carlos III, principal promotor y valedor del proyecto, hecho que aumentó aún más la desconfianza en el mismo. Además, al tratarse de una propuesta sin precedentes, resultaba casi imposible estimar los costes de ejecución, por lo que los problemas de financiación fueron habituales desde su inicio. El estallido de la crisis financiera interrumpió varias veces los trabajos debido a la falta de liquidez, pero fue la posterior bancarrota del Banco de San Carlos, principal fuente de financiación del proyecto, la que terminó por paralizar las obras. Por si fuera poco, durante los últimos años, se produjeron varias epidemias de paludismo que afectaron a la mayoría de los trabajadores implicados, por lo que los hijos de Lemaur acabaron recurriendo a presidiarios para suplir a los operarios originales, mucho más cualificados. Está claro que hay veces que estas cosas, por mucho que nos empeñemos, no quieren salir bien.
Finalmente, tras la paralización de las obras, cuando las dudas sobre la viabilidad del proyecto no podían ser mayores, el 14 de mayo de 1799 se derrumbó el muro sur de la presa durante una tormenta, como consecuencia del estado de abandono en el que se había dejado a lo largo de casi diez años. En realidad, se desconocen las causas del derrumbe con precisión, ya que se cree que pudo producirse por una mala ejecución constructiva de sus últimos niveles debido a la falta de cualificación de los trabajadores; aunque también se contempla que su cálculo y diseño fuesen erróneos. Sea como fuere, el colapso de la presa puso fin a un sueño que acabó conformándose con ser la tumba material de un proyecto frustrado, víctima de su propia ambición.
Fueron varios los intentos posteriores de reaprovechamiento de la presa: desde su utilización como depósito para mejorar el suministro de agua a las poblaciones cercanas a Madrid, hasta su incorporación al Canal de Castilla. El último de ellos tuvo lugar en 1885, cuando el ingeniero Felipe Mora presentó un proyecto de rehabilitación para la producción de energía eléctrica. El plan incluía la construcción de un nuevo embalse en Villalba, varios pantanos menores y un total de cuatro saltos de agua que serían los encargados de lograr la producción de electricidad. La propuesta, además, garantizaba el riego de los terrenos de las poblaciones colindantes y resolvía el creciente problema de abastecimiento de agua potable que sufría la entonces Villa de Madrid, como consecuencia de su gran crecimiento demográfico de las últimas décadas. Gracias a su viabilidad, el proyecto de Mora fue aprobado por la Dirección de Obras Públicas, obtuvo una concesión para su construcción y explotación, y se creó una sociedad para conseguir los fondos necesarios para iniciar las primeras fases. Por motivos desconocidos, nunca se comenzaron las obras, aunque sí se conserva parte de la documentación que se elaboró para ellas. Repito, a veces cuando no puede ser, no puede ser.
Stan Allen, en su libro Points + Lines: Diagrams and Projects for the City, dice que «las infraestructuras no proponen edificios concretos en lugares dados, sino la construcción del propio lugar»2. Para él, los dos aspectos que definen lo infraestructural de manera más significativa son su gran escala y su monofuncionalidad. Por lo tanto, las infraestructuras se podrían definir como sistemas que realizan un esfuerzo extraordinario para satisfacer necesidades, sin embargo, bastante concretas, como puede ser conectar, transportar o, simplemente, canalizar agua, como en este caso. Pero ¿y qué sucede cuando las infraestructuras fracasan? ¿Qué ocurre cuando se comienza su construcción y finalmente no se concluyen? Y, sobre todo, ¿qué valor puede aportar un elemento de escala monumental, diseñado para resolver una necesidad tan específica y que, paradójicamente, termina por no cumplir su única función?
Viajamos a Nueva York. En la esquina de LaGuardia Place con la calle West Houston hay un rectángulo de tierra, vallado e inaccesible al público, que desde 1965 está cedido a la naturaleza perdida. En esta parcela de unos mil metros cuadrados, el artista Alan Sonfist se dedicó a plantar especies nativas de la zona: cedro rojo, cerezo negro y hamamelis, junto con la vegetación baja a base de parra virgen, hierba carmín y algodoncillo; es decir, la clase de flora que uno habría encontrado en la ciudad antes del siglo XVII.3
Esta parcela recibe el nombre deTime Landscape, y su objetivo no es otro que proponer una excepción, un lugar que nos recuerde que incluso la ciudad de Nueva York, paradigma absoluto del concepto de metrópolis americana, hubo un tiempo en el que fue un espacio natural, con su flora y fauna autóctonas y sus características climáticas propias. Time Landscape, junto con su obra posterior Pool of Virgin Earth de 1975, supusieron para Sonfist el punto de partida de su manifiesto de 1978: Natural Phenomena as Public Monuments. En él, el estadounidense reivindica el recuerdo y la conmemoración de la vida y muerte de fenómenos naturales como ríos, bosques o el paso de las estaciones del año. Con sus intervenciones artísticas Sonfist aporta su interpretación personal de un concepto más amplio, aún vigente, que es la idea del paisaje como monumento; rindiendo homenaje a aquellos lugares que no han llegado hasta nuestros días, bien por su propia naturaleza, o bien como consecuencia de su antropización.
La presa de El Gasco y toda la infraestructura inacabada del Canal del Guadarrama pertenecen a este grupo de lugares que fracasaron —o que nunca llegaron a existir del todo—. Si Time Landscape supone un lugar de excepción dentro de un entorno absolutamente urbanizado como es la ciudad de Nueva York, la Presa de El Gasco sufre la situación inversa: la de un paisaje completamente transformado por la acción humana situado, en cambio, en el marco de un territorio en el que la influencia de la naturaleza sigue aún presente, como es el Parque Regional del Curso Medio del Guadarrama. Estos lugares frustrados adquieren este carácter especial una vez se entienden bajo el prisma de la acción del tiempo en el paisaje, que termina por conferirles un significado, un simbolismo del que carecían en el momento de su aparición.
Cuando las infraestructuras fracasan, se produce la contradicción que implica su obsolescencia. El hecho de que algo que se construyó con la premisa de satisfacer una única necesidad termine por no hacerlo no puede ser más paradójico. Pero no nos engañemos, en todo cuanto hacemos o diseñamos, incluso en lo concebido bajo el pragmatismo de la funcionalidad, no podemos evitar proyectar nuestros valores, nuestra cultura, convirtiendo nuestras obras en el legado visible de un período y un lugar determinados. Es por ello que no busco romantizar su ruina, sino desmitificarla, activarla mediante una lectura desprejuiciada de lo que supuso en su época para poner el foco en su valor actual y potencial como artefacto cultural contemporáneo.
Según Alastair Bonnett, cuando el mundo ya ha sido completamente codificado y ordenado, cuando ya se ha definido con precisión dónde está todo y cómo se llama, se produce una sensación de pérdida. Quizás sea esta cuestión la que justifique la fascinación que despiertan lugares como estos en nuestra conciencia; lugares que, aunque aparecen dispersos y deslocalizados formando pequeñas islas en el territorio, se distinguen por su capacidad para sugerir nuevas realidades y su poder para provocar, desorientar y sugestionar. Esta es la historia del fracaso de una utopía olvidada, enterrada en un lugar recóndito, testigo de nuestros errores, pero también de nuestra capacidad para superarnos, para soñar fuera del mapa.
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1 Lemaur, en lugar de seguir el modelo habitual de presas de gravedad de entonces, basadas en la formación de un gran muro casi vertical en su cara aguas arriba y un talud aguas abajo escalonado y de menor pendiente, optó por un diseño prácticamente opuesto. Debido a las grandes dimensiones de la presa y la cantidad de mampostería necesaria, propuso una estructura basada en dos muros longitudinales, cosidos mediante una serie de muros transversales, sin necesidad de contrafuertes ni escalonamiento en el muro aguas abajo, con el consiguiente ahorro de material. Sin embargo, lo insólito de su propuesta no sería su necesaria economía de medios, sino el hecho de que se invirtiesen las pendientes de sus caras. Es decir, su muro aguas arriba, destinado a soportar directamente los empujes del agua del futuro embalse, sería el de menor pendiente, mientras que el de aguas abajo, que quedaría visto y salvaría el desnivel, sería prácticamente vertical. Puede que no parezca para tanto, pero pensar en una pared vertical de más de noventa metros de altura a finales del siglo XVIII es un completo disparate.
2 Stan Allen, Points + Lines: Diagrams and Projects for the City, 1999
3 Alastair Bonnett, Off the Map: Lost Spaces, Invisible Cities, Forgotten Islands, Feral Places and What They Tell Us About the World, 2015