Que desmonten el nuevo Bernabéu. En serio, que lo tiren abajo. Que vuelvan las grúas. Que las excavadoras ocupen nuevamente los márgenes de la Castellana. Que los corresponsales de obra improvisados que brotaron hace un par de años salgan de sus casas y vuelvan a visitar el estadio día sí y día también, pero esta vez con motivo de su demolición. No ha quedado bien, pero no pasa nada, aún hay una salida: que retiren las lamas de su manida fachada, que desmantelen el robusto armazón estructural que la sostiene y que fundan su acero. Y, si quieren, con las cosas un poco más claras, que lo intenten de nuevo. Si se quedan sin ideas estoy seguro de que entre todos sabremos encontrar un final más feliz para las veinte mil toneladas de acero que ahora revisten el antiguo templo blanco. Es probable que Buckminster Fuller —Bucky para los amigos— se refiriese precisamente a este tipo de cuestiones cuando le hizo a Foster —Sin Norman Foster, no lo olvidemos— su famosa pregunta: “How much does your building weigh, Mr. Foster?”. Yo hoy me dirigiría a los equipos de arquitectura de GMP y L35 y, en particular, a sus toscos equipos de diseño de estructuras, y les haría la misma pregunta: ¿Cuánto pesa su edificio, señores?
Admito que he necesitado que se rebaje la euforia que provocó su inauguración, que se calmen los ánimos y que solamente queden por finalizarse los últimos flecos de los trabajos de construcción para poder decir, desde la cobardía que me concede mi portátil y el oportunismo que me brinda mi más que modesta repercusión, que no me gusta nada el nuevo Bernabéu. Lo siento, pero es así. Y me encantaría poder juzgar aspectos menos inmediatos y evidentes que su apariencia exterior, pero es que el proyecto es precisamente eso: un trampantojo, un envoltorio que cubre el edificio existente hasta ocultarlo, sin reconocerlo a este ni a su entorno más inmediato; de modo que no me deja muchas alternativas. Pero lo voy a intentar.
Un día en la universidad, en clase de Proyectos 5, uno de estos profesores que se recuerdan de por vida —y cuyo nombre no revelaré—, estableció una comparativa entre los estadios de los tres equipos de fútbol más prestigiosos de la capital: el Madrid, el Atleti y el Rayo Vallecano. Su intención era demostrar, medio en serio medio en broma, la correspondencia entre la orientación de cada estadio desde el punto de vista del soleamiento y la popularidad y calidad futbolística de cada equipo en cuestión. Así, empezó por el que aquí nos ocupa, el Santiago Bernabéu, destacando cómo se encuentra perfectamente alineado con el eje que marca la Castellana para gozar de la mejor orientación posible: la norte-sur.1 En segundo lugar, mencionó a nuestro ya extinto Vicente Calderón, que aferrado a su curva del Manzanares, se encontraba ligeramente inclinado, unos treinta grados hacia el oeste. Situación que, por lo tanto, planteaba ciertos inconvenientes en comparación con el primero. Finalmente, el antiguo Teresa Rivero y actual Estadio de Vallecas —este sin reformas ni demoliciones recientes—, provoca todavía mayores desventajas respecto a sus hermanos mayores, al encontrarse inclinado unos sesenta grados, también hacia el oeste.2
Estaremos de acuerdo en que la buena o mala orientación de un estadio no tiene la importancia suficiente como para influir en los resultados de su conjunto local. Ya sabemos que las victorias de un equipo se producen como consecuencia de casuísticas mucho menos tangibles, sobre todo en encuentros importantes, como si se ha visto el partido en la misma casa que en la última ocasión que se ganó o si la ubicación de los asistentes en el sofá respetaba las posiciones que los años han ido estableciendo como norma.
Imagino que a mi profesor —como a todos— le resultaría más alentador pensar que el éxito del equipo merengue se debe a cuestiones menos triviales que al hecho de que su presupuesto para sueldos y fichajes sea claramente superior al de sus competidores. Ahora bien, siendo esta la realidad, teniendo todos los medios posibles y, además, estando tan dispuestos a hacer de su estadio un referente a nivel mundial como parecían estarlo, ¿por qué este resultado tan irrelevante? ¿Por qué el club blanco se ha conformado con ese quiero y no puedo? ¿En qué momento pensaron que cubrir al viejo Chamartín bajo la apariencia de un futurismo impostado elevaría a este a la cumbre de la excelencia arquitectónica?
Muy sencillo; porque el High Tech ya fue. Porque Richard Rogers nos dejó en 2021 y, con él, todo lo que representaba este movimiento. Porque, no sé cuándo, pero hubo un día en el que alguien creyó que el futuro ya estaba aquí, que lo habíamos alcanzado, y dejamos de imaginarlo. A partir de entonces dejamos un poco atrás nuestro afán de superación para dar paso a una idea mucho más raquítica: la innovación.
La innovación, el progreso o el desarrollo no son más que aplicaciones racionales de los avances de una época determinada. Desde este punto de vista, son absolutamente pragmáticos y eficaces —ingenieriles—, pues optimizan procesos para resolver problemas o necesidades con los medios disponibles. Yo creo que la arquitectura, en su caso, no es eso —o, al menos, no debiera serlo—. La arquitectura debería plantear preguntas que vayan más allá, mirar más lejos y desde más arriba, para después —y solo después— dar una respuesta que se traduzca en una solución técnica concreta que —esta sí— será consecuencia de los avances y medios disponibles de su tiempo.

Es por ello que el futurismo inicialmente se concibió desde el arte y no desde la ciencia. En las ilustraciones de Robida de finales del XIX los pasajeros de sus coches voladores van a la ópera con chistera y mostacho y, medio siglo después, Wright en sus dibujos de ciudades futuristas sigue incluyendo carreteras tradicionales, aunque represente artefactos voladores a los que no les harían ninguna falta. El arte y la cultura siempre pensaron el futuro desde el presente de su tiempo como algo utópico, como un reflejo lejano y difícil de alcanzar, pero con el optimismo de que algún día se llegaría hasta él. Hoy el futuro —o una buena parte de él— lo creemos superado, lo que nos lleva a mirarlo de reojo con cierto desdén, pero a la vez con el respeto distópico que nos ha infundido la ciencia ficción desde el siglo pasado.

Pero no nos engañemos, siempre hubo un futuro conquistado, desde la rueda a la electricidad, desde el átomo a la inteligencia artificial. De lo que creo que nunca hubo tanto es de la actual soberbia tecnológica. Ese dar todo por hecho, ese creer haber terminado cuando aún nos queda tanto por hacer. Si tuviera que señalar a alguien como culpable de todo esto, sería a Steve Jobs. Él sentenció el futuro el día que presentó al mundo su primer iPhone, en enero de 2007, para ser más exactos. Ese día nos dijo a todos que el futuro estaba aquí. Y no lo niego, el primer smartphone fue la línea de salida de una carrera tecnológica de la que somos testigos desde entonces hasta hoy. Pero Apple no es el futuro —sobre todo desde el fallecimiento de su fundador—, igual que no lo es el Bernabéu. Son solo reflejos, apariencias. Emulan el futuro, captan su apariencia, la adoptan y nos la colocan delante.
Y esta apariencia neofuturista no es otra que la estética de lo pulido. En palabras de Byul Chun Han, lo pulido es la seña de identidad de nuestra época porque encarna la sociedad positiva: no daña, se limita a sonsacar los “me gusta” a base de reproducir lo que lo rodea. Para él, el artista contemporáneo que más se ha apropiado de esta idea es Jeff Koons, cuyos infantiles aunque impecables volúmenes, libres de juntas ni costuras, quedan vacíos de toda profundidad.3 La obra de Koons no invita a interpretaciones, ni siquiera a la reflexión o al pensamiento, sino que tiene una finalidad mucho más efectista. Sus obras buscan ser del agrado del espectador, quien consume fascinado su banalidad, hasta que termina por verse reflejado a sí mismo en su pulida carcasa.

¿Es entonces el nuevo Bernabéu un reflejo de nuestra sociedad actual? Si en el Pompidou, en los años 70, Rogers y Piano eliminaron la repercusión de la fachada para sustituirla por la estructura, las instalaciones y las comunicaciones en favor de un espacio en planta completamente diáfano, el nuevo estadio blanco plantea casi lo opuesto. Una arquitectura cuya estructura, instalaciones y circulaciones se retuercen, adaptan y realizan auténticas proezas para lograr una envolvente continua, aparente y formalista, aunque ello implique un absoluto derroche material y una evidente falta de elegancia estructural. Las comparaciones son odiosas, pero si miramos en paralelo la cercha que proyectó Lamela sobre el lateral este y la malla estructural de la reforma actual nadie diría que las separan nada menos que veinte años.

Dicho todo esto, probablemente mi reacción sea desmedida y, en realidad, nada sea para tanto. En proyectos de esta envergadura hay miles de profesionales implicados y, evidentemente, alguno acertará de vez en cuando. De verdad creo que el resultado habrá desarrollado la idea inicial de la mejor manera posible desde un punto de vista técnico, tanto estructural como constructivo, y habrá terminado por dar una solución eficaz al resto de condicionantes que están ahí y que nadie ve, como son el cumplimiento de normativas urbanísticas, de accesibilidad o de incendios. De verdad que lo creo. Simplemente, en mi opinión, el problema está precisamente en ese punto de partida, en ese posicionamiento crítico frente al programa que es un estadio de fútbol, con todo lo que ello significa.
A estas alturas se entenderá que no se trata de una cuestión técnica, sino de un conflicto puramente simbólico. Las debilidades del proyecto no residen en la resolución de sus detalles constructivos o en el funcionamiento de su estructura, sino la lógica de los mismos, en su significado, en lo que nos quieren decir cuando son así y no de otra manera. No tiene nada de malo proponer una fachada basada en lamas de acero; podría ser una propuesta preciosa. El error es que estas no den respuesta a la escala de su entorno, que tengan un buen lejos y un pésimo cerca, que no conozcan el impacto que van a provocar en alguien que llegue por primera vez a sus pies. Como digo, su mayor defecto quizás sea su falta de coherencia, su escaso entendimiento de cómo la arquitectura tiene la capacidad para representar una idea y, a la vez, de hacerla trizas.
El Bernabéu quiso ser el estadio del futuro. Hoy se conforma con parecerlo.
---
1El motivo por el que la orientación norte-sur sea la idónea para los estadios de fútbol es evidente: si a lo largo del día el sol se desplaza, de forma simplificada, a lo largo del eje este-oeste, la dirección perpendicular a esta se convierte en la que evita con mayor éxito posibles deslumbramientos durante el partido, especialmente para los porteros.
2Lo del Estadio de Vallecas es para hacérselo mirar. Incluso Butarque y el Coliseum están mejor norteados que el estadio vallecano.
3Byul Chun-Han, La salvación de lo bello, 2015