El otro día volví al Batán, al barrio de mis padres, a casa de mi abuela. De nuevo un domingo, de nuevo las seis de la tarde. Me había dormido. Salí de casa con prisa, cogí el coche y pasé a buscar a mi madre, exactamente igual que había hecho hace un año en mi última visita. Pero esta vez no éramos los mismos. Parecían ser otros quienes ocupaban los asientos de ese mismo coche aquel domingo de octubre. Se notaba en la conversación ligera, en los silencios entre temas, en el silbido del viento al colarse por la rendija de las ventanillas delanteras. Se reflejó incluso en la música que sonó aquella tarde en la radio, que daba la impresión de haber sido meticulosamente elegida para nuestra perfecta odisea.
Entramos al eterno entramado de túneles de la M-30, tomamos la A5 y llegamos al barrio. Aparcamos cerca. Esas pequeñas victorias hay que celebrarlas, y más allí, donde encontrar hueco puede ser una verdadera proeza. El sol se colaba de nuevo entre los bloques de viviendas, igual que la última vez. Pero aquel día el barrio tampoco aparentaba ser el mismo ahora que había perdido a una de sus vecinas más populares. En esta ocasión, el motivo de la visita no era precisamente festivo. Cualquiera diría que se trataba de la amarga e ineludible segunda parte de la visita anterior. Pero no lo fue. O, al menos, no para mí.
Cargados de grandes bolsas plastificadas, subimos los famosos tres escalones que dan acceso a la finca y encaramos el patio; el humilde patio delantero. Nunca me había fijado en que las ventanas del edificio que dan a este son realmente pequeñas. Tanto es así que las fachadas, compuestas por grandes paños desnudos de ladrillo, parecieran tener un peso mucho mayor de lo que debería corresponder a sus cinco plantas. Es de primero de arquitectura: si quieres conseguir que algo se vea pesado, hazle un hueco pequeño. Dudo que en este caso fuese intencionado. Recorrimos el camino adoquinado hasta el final, donde los tres escalones que subían desde la calle a la cota del jardín ahora se convierten en cinco que, muy tendidos, bajan de nuevo hasta la entrada del portal. Creo que es bonito tener que bajar para entrar a casa. Casi nunca ocurre, porque lo habitual es que el forjado de la planta baja se levante ligeramente sobre el nivel del terreno. Sin embargo, cuando sucede, se convierte en un guiño que hace el edificio, casi como una reverencia, invitando al visitante a descubrir su interior.
Llamamos al telefonillo y un chirrido abrió la pesada puerta de entrada. El portal es muy modesto, aunque se esfuerce en ocultarlo tras un aplacado de mármol rojizo, típico en tantos portales de Madrid. El espacio que queda desde el acceso hasta el arranque de las escaleras es tan escaso que al abrir la puerta esta se queda a escasos centímetros de golpear contra la tabica del primer escalón. No obstante, pese a sus escuetas dimensiones, nada se echa en falta. Todo parece medir lo justo y necesario.
Nos montamos en el ascensor y marcamos el quinto —yo siempre pienso que es el cuarto y, cargada de paciencia, mi madre me corrige cada vez que le pregunto para reafirmarme en mi pésima memoria—. Subimos. El núcleo que forman las escaleras y el ascensor dividen la planta del edificio en dos, produciéndose un pequeño espacio a cada uno de sus lados, previo a la entrada de las viviendas. Estas humildes antesalas, abiertas y a la vez recogidas, no parecen gran cosa, pero adquieren cierto protagonismo si se comparan con la mesura del portal, las escaleras y los descansillos previos. Es como si la espina de comunicaciones del edificio se hubiese reducido al máximo para poder regalar esos dos pequeños espacios que comparten los vecinos. Veo más dignidad en ese pequeño gesto en favor de la vida en comunidad que en todo el mármol de la entrada; aunque, dicho sea, también reconozco el esfuerzo material que hacían las casas cuando revestían sus portales de mármol de arriba abajo. Engalanar la parte más pública de nuestra vivienda decía mucho de nuestra cultura. No sé si estaremos renunciando a ella.
Llamamos al timbre. Reconozco que sentí cierta inquietud antes de entrar. Me considero especialmente torpe en este tipo de situaciones y me incomodaba no saber muy bien el ambiente que me esperaba en el interior. Al abatirse la puerta noté cómo el barullo de dentro de la casa se escapó a bocajarro hacia nosotros. Nos recibió una de mis tías. Para mi sorpresa, el gesto de su cara no era de nostalgia, sino de gentileza. Entramos.
En mi familia siempre se ha dicho que la distribución de esa casa era muy mala, pero a mí siempre me ha fascinado, sobre todo su entrada. Cualquiera te diría que es lo peor de la casa, pero mi percepción enajenada de arquitecto chalado me suele llevar en dirección contraria. La entrada es un pasillo, así de simple. Parece inútil, incluso absurdo, tener que atravesar los casi cinco metros que mide de largo. Dicho así no parece tanto, pero la realidad es que su longitud está completamente desproporcionada si se compara con el resto de estancias de la casa. Para muchos podría convertirse una penitencia tener que cruzarlo. Pero es que a mí me gusta precisamente por todo eso, porque no tiene un uso definido. Porque no vale para nada, pero podría valer para todo. En ese pasillo, por ejemplo, se podría montar una pequeña galería de arte. Sería emocionante tener que atravesar todos los días al llegar a casa un corredor tan largo y estrecho repleto de cuadros. O, por qué no, se podría colocar una mesa corrida. Cinco metros de mesa. Qué bonito sería trabajar en ella y poder rodar con la silla de un lado al otro como si no tuviera final. En ese pasillo se podría, incluso, jugar al fútbol. Una portería en cada puerta y habría partido para rato. O mejor aún, puestos a echarle imaginación, por qué no celebrar una carrera de velocidad. Los cinco metros lisos; la meta sería llegar al salón.
Aunque exagerada, creo que esta actitud de poder entender la casa casi como un juego es un buen medidor, ya que, si esta lo admite con tanta facilidad, probablemente se trate de una buena casa —o, al menos, de una diferente, que viene a ser lo mismo—. Si el romanticismo que desborda del párrafo anterior no convence demasiado, tengo una segunda defensa para ese pasillo surrealista. Y es que, si se abre la puerta que lo conecta con el salón —la portería del fondo oeste— y se mide con una cinta métrica la distancia que queda desde la puerta de la entrada hasta la próxima pared —la fachada de la sala de estar— nos saldrían casi once metros de longitud. Once metros diáfanos, sin obstáculos, completamente abiertos. No conozco ningún piso de ningún barrio que se haya construido últimamente en Madrid en el que ocurra esto y, sin embargo, sucede en casa de mi abuela, en un edificio de los años setenta de un barrio obrero de la periferia madrileña. Da que pensar. A lo mejor no somos tan modernos.
Mi prima me recibió con un tercio de Mahou en la mano y me ofreció otro. Había ido a comprarlos específicamente para la ocasión. Definitivamente no era el ambiente que me esperaba al entrar. Saludé a mi hermana y a mi otra tía. Y allí me quedé un buen rato, entre mujeres —como pasé buena parte de mi infancia—, en un salón repleto de objetos, de álbumes de fotos y de recuerdos. Aquella sala de estar tiene algo que me encanta, y es que, verdaderamente, es una sala para estar. No es un gran espacio en el que sentarse a ver la televisión. Es un pequeño rincón formado por un sofá que tiene el ancho justo que le permiten las dos paredes que lo contienen, una mesita baja de café y dos butacas colocadas enfrente, que terminan de acotar el espacio. Más que un salón es un lugar de reunión en el que las personas simplemente charlan y pasan algo de tiempo unas con las otras. Casi nada.
Por lo tanto, en casa de mi abuela televisor y sofá no conviven en la misma habitación, sino que este se encuentra desligado en una salita que aparece al fondo, que hace las veces de pequeño comedor. Es como si la casa quisiera decirnos que el que quiera ver la televisión que la vea, pero en la sala del fondo, sin molestar a los demás. Quizás llamarla comedor sea algo ambicioso, ya que apenas caben dos butacas y una mesita cuadrada con sus cuatro sillas. Este reducido espacio también tiene miga, y es que, aunque está a continuación del anterior, se puede independizar mediante dos puertas correderas. Sirve, además, de acceso alternativo a la cocina, por lo que termina funcionando como espacio de transición entre la vida más pública de la sala de estar y el entorno más privado de la cocina. Este pequeño detalle de conectar separando —o separar conectando— tiene algo de vivienda burguesa. Además de que evita una relación demasiado directa entre dos espacios —no siempre tan compatibles como presumen las cocinas americanas—, ofrece posibilidades de uso que no cualquier vivienda admite. Por ejemplo, en su versión independiente, uno podría dar un gran cóctel en la sala de estar y que esa salita funcionase como pequeño office de apoyo a la cocina donde dejar toda la comida preparada, sin interferir con lo que ocurra en el estar. O, por el contrario, si se decide abrir sus puertas, directamente es un espacio que pasa a formar parte del salón. Así lo hacíamos en las cenas de navidad, cuando gracias a esta flexibilidad cenábamos hasta dieciséis personas en una gran mesa que atravesaba los seis metros que quedan desde el pasillo hasta la fachada. Al final resulta que la compartimentación no esclaviza tanto como muchos se empeñan en defender.
Cerveza en mano, nos dedicamos a rescatar pequeños tesoros, a contar anécdotas, a revolverlo todo. Mis tías y mi madre se repartieron algunas joyas y algo de ropa, mientras que mi prima, mi hermana y yo competíamos por encontrar la foto más ridícula en alguno de los álbumes que habíamos desperdigado por la casa. A ratos juntos y a ratos separados, recorrimos el resto de habitaciones en busca de recuerdos, mientras llenábamos las grandes bolsas de todo lo inservible. Las llamo habitaciones y no dormitorios porque creo que tienen más de lugar para vivir que de lugar para dormir. Esto sucede porque ninguna tiene unas dimensiones demasiado específicas, y esto me parece fundamental. En las viviendas actuales casi siempre se pueden identificar con bastante facilidad las distintas piezas que la componen, incluso cuando están sin amueblar: el dormitorio principal, uno a varios dormitorios secundarios, el salón, la cocina y los baños o aseos. En la casa de mi abuela esto no ocurre. Salvando el baño y la cocina por cuestiones evidentes, las demás estancias serían susceptibles de intercambiar sus usos. Esto sucede debido a que en ninguna de ellas responde a medidas tan específicas como el largo de una cama o el fondo de un armario. De hecho, así ha ocurrido con el paso del tiempo y, por lo tanto, con la evolución de las necesidades de la familia. Una de las habitaciones pasó de ser un dormitorio a un comedor, aunque perfectamente podría haber sido una segunda sala de estar; y otra, pese a ser la más pequeña de la casa, ha servido como dormitorio, después como despacho para mi abuelo, pasando por cuarto de pintura para mi abuela para, de nuevo, convertirse en el dormitorio de la persona que cuidaba de ella. Creo que es necesario que la casa se pueda adaptar a los diferentes momentos de nuestra vida y resolver unas necesidades que, por supuesto, varían con los años.
La visita terminó en el cuarto de mi abuela, el lugar de mayor privacidad de la casa. Al entrar encontré a mis tías y a mi madre dentro, compitiendo por el poco espacio que quedaba libre en torno a la cama repleta de ropa. Fue extraño ver así la habitación. Recuerdo que, de pequeño, la distancia que producía el pasillo con el resto de la casa me imponía cierto respeto, hasta el punto de que atravesar su puerta se convertía en un acto que requería cierta valentía. Es curioso pensar en cómo perciben los niños los espacios. Un metro más de pasillo, a sus ojos, provoca que una puerta se llene de secretos. Creo que la mirada adulta no es tan distinta de la de un niño. Simplemente es menos afectiva, quizás menos atenta. El niño realmente observa, y después, interpreta, lo que se traduce en ciertas distorsiones que no se corresponden de manera fidedigna con la realidad, pero que le ayudan a comprenderla e interiorizarla. Su realidad. Después de todo, el adulto es un niño que se ha cansado de aprender y que termina por aplastarlo todo con su imparcial objetividad. Supongo que la costumbre es, en definitiva, la culpable de todo esto. Quizás deberíamos acostumbrarnos a todo un poco menos.
El otro día realmente disfruté la casa de mi abuela. Y probablemente fuese por eso, porque, en el fondo, ya no éramos los mismos. Hasta aquel domingo esa casa había sido un escenario que pasaba casi desapercibido para mí, que permanecía inmóvil mientras era la vida de todos la que pasaba por ella. Sin embargo, ese día, al cruzar el patio, al entrar en el portal, al subir por su ascensor y acceder a la casa, al atravesar el no tan ridículo pasillo y al recorrer sus habitaciones; al descubrirla de nuevo, fui verdaderamente consciente de que la casa estaba tan cambiada como nosotros. La casa había seguido creciendo, como uno más de la familia. Con la cerveza en la mano y una bolsa llena de recuerdos en la otra sonreí, y pensé en la suerte que tuve de poder verla una vez más.