Napoli

Para un napolitano, su casa es su casa y la porción de calle que la precede.

¿Has estado en Nápoles? Si no lo has hecho, de verdad, ve. Es una locura de ciudad. He pasado allí varios días de mis vacaciones de verano y te prometo que a nadie le podría dejar indiferente (que no significa que a todo el mundo le vaya a gustar tanto como a mí). Si no tienes problema con el caos, con la suciedad de la mayoría de sus calles, con poder perder la vida cada vez que cruzas por un paso de cebra y, además, toleras temperaturas superiores a los cuarenta grados a la sombra, estás de suerte, podría ser tu destino.

Yo soy de los que piensa que en verano hay que pasar calor —y tanto—, y que para conocer bien una ciudad hay que "viajar sucio", como decía @jimirodriguez en su diario de Instagram el año pasado. Pues bien, Nápoles es la ocasión perfecta para cumplir con estos dos principios de vida. Tampoco quiero caer en el tópico de que es de estas ciudades que llegas siendo de una manera y vuelves siendo de otra. No, no es para tanto. Pero, si te pasa como a mí, y eres de los pocos de tus amigos que aún no se ha recorrido medio mundo, y además eres de los que les gusta imaginarse viviendo en los lugares que visitan —con todo lo que ello conlleva—, te aseguro que tu cabeza allí hace click.

Al menos para mí ha sido un tortazo de realidad. Si mis prejuicios de madrileño medio me llevaban a pensar que los españolitos teníamos este carácter pícaro, macarrilla e informal del que a veces nos enorgullecemos —y otras tantas nos avergonzamos—, ahora creo que somos unos puñeteros europeos de manual. Dudo mucho que el barrio más marronero de España pueda compararse con un barrio medio del sur de Italia. Y no lo digo tanto por los temas que mencionaba, como el orden, la limpieza de las calles o la seguridad vial; sino más bien por temas estructurales del funcionamiento de la vida social de la ciudad. Nápoles me ha dado una lección urbana de cómo se puede llegar a vivir, de nuevas alternativas, quizás no muy seductoras si se mira el resultado in situ y con cierto desdén, pero bastante prometedoras si se observan con los ojos frescos del que quiere ir más allá. Me apoyo en dos imágenes.

Nápoles. Cartel de acceso a Quartieri Spagnoli. Foto del autor.

La primera muestra cómo allí, en las vías principales de acceso a cada uno de los diferentes barrios de la ciudad, sobre todo en los más conocidos, se descuelga una pancarta con el nombre del barrio en cuestión. A modo de estandarte, ese pedazo de tela parece generar en sus habitantes un sentimiento de pertenencia a esa parcela de la ciudad, casi siempre perfectamente delimitada. Este modelo de ciudad como conjunto formado por unidades más pequeñas no es nada nuevo. Ocurre de un modo bastante similar en todo el mundo, y nuestro país no es una excepción. Por ejemplo, en el caso de Madrid, La Castellana parte literalmente la ciudad en dos mitades y produce una discontinuidad física más que evidente. El ejemplo de Barcelona es más llamativo todavía, porque en su caso La Diagonal, aunque su trazo no tiene tanto impacto en la continuidad física de la ciudad, sí lo tiene en su continuidad social; hasta tal punto que divide a sus habitantes en dos subgrupos: los Upper Diagonals y los Lower Diagonals.

En nuestras ciudades, estas grandes avenidas actúan como auténticas fronteras urbanas y generan estos fragmentos de ciudad —equivalentes a los quartieri napolitanos—, con sus correspondientes límites físicos y sociales, pero también administrativos. Y es precisamente en esta tercera categoría en la que me quería centrar, en la de la gestión de cada una de estas subunidades. En el caso de la capital de la Campania, hasta 2005 la ciudad se dividía en veintiún circoscrizioni, equivalentes a nuestros distritos. Esto provocaba que existiese una correspondencia bastante literal entre barrios y distritos, es decir, entre identidades sociales y entidades administrativas, cosa que no ocurre con tanta frecuencia en nuestro país —y sigo en la escala urbana, no entremos en la autonómica—. Pese a ello, a partir de ese año, el ayuntamiento centralizó la gestión y convirtieron los veintiún circoscrizioni en diez municipalità —que en este caso nada tienen que ver con nuestros municipios—, más homogéneas entre sí en cuanto a su número de habitantes. En resumidas cuentas, el pragmatismo de lo administrativo se impuso a la ambigüedad de lo social; y parece lo lógico, ya que probablemente un modelo centralizado en este caso tienda a una mayor eficiencia en cuanto a gestión se refiere, aunque se deje por el camino el reconocimiento de ciertas individualidades.

Esto me lleva a pensar si no se podría aplicar esta misma lógica en una escala más local como la escala comunitaria —la de las comunidades de vecinos—. Es decir, si parece que la centralización optimiza la gestión, ¿no podría centralizarse la producción de algunos de los recursos más básicos que nos proporcionan nuestras comunidades? ¿No podríamos generar, por ejemplo, agua caliente a escala barrio para repartirla entre las distintas comunidades y que cada vivienda pague su cuota proporcional? Esto puede parecer insólito —o sonar a idea feliz de arquitecto soñador—, pero en realidad no lo es tanto; de hecho, hay bastantes precedentes de modelos de gestión a esta escala intermedia, a escala quartieri. Sin ir más lejos, sucede con frecuencia en comunidades de viviendas unifamiliares, que pagan una pequeña cuota en concepto de seguridad privada y servicios de jardinería. Pero no hace falta buscar justificaciones en casos de viviendas de alto standing, basta con mirar a las primeras centrales eléctricas que se instalaron en muchos de nuestros barrios a mediados del siglo pasado. Aunque en éstas la gestión no era comunitaria, ya que se realizaba a nivel estatal, la producción y el suministro eléctrico sí que lo eran, y daban respuesta a la demanda de electricidad de cada barrio. El caso más demostrativo que tenemos en Madrid de esta posibilidad es el del Ecobarrio de Puente de Vallecas, lanzado a concurso público hace más de una década. Diseñado para contar con recogida neumática de residuos y producción centralizada de agua caliente y calefacción, su central térmica consigue reducir hasta ocho veces su consumo respecto a un modelo individualizado, como recoge Carlos Guisasola en su artículo de este año en El Mundo.¹ 

En resumen, parece que gestión y producción centralizadas se traducen en mayor eficiencia energética, mayor aprovechamiento de recursos y, probablemente, en menores cuotas comunitarias. No sé si en Quartieri Spagnoli se podrán permitir la instalación de una central térmica común, pero creo que a cualquiera de nuestros PAUs les entraban una o dos.

Nápoles. Cualquiera de sus calles. Foto de Pedro José Saavedra

La segunda imagen se adentra en el interior de los quartieri para mostrar cómo funcionan sus calles. Para un napolitano, su casa es su casa y la porción de calle que la precede. La calle no es una vía rodada acompañada de dos franjas laterales por las que transitan peatones. La calle es una extensión de la casa, y como tal, por supuesto, se puede utilizar con esos fines. La puerta de una vivienda napolitana es entrada, aparcamiento, jardín, tendedero, puede llegar a ser comedor y, si me apuras, también sala de estar. Esto no nos toca de tan lejos, porque inmediatamente nuestro imaginario rural y mediterráneo recupera la escena de los corros de señoras sentadas en los pueblos —casi siempre con la silla monoblock de mi compañero Javier Goez—. Ahora bien, por mucha fascinación que nos provoque, los más metropolitanos no podemos evitar mirar esa escena con cierta altivez, como algo romántico y poco compatible con nuestra vida en la ciudad.

Hasta cierto punto es lógico; en nuestras ciudades la transición entre lo público y lo privado no se produce de forma gradual desde la calle, sino de forma repentina en la puerta de nuestra vivienda. Ya no hay lugar para esos espacios indeterminados. Menos aún en nuestras queridas periferias, en las que sus colosales urbanizaciones interponen un nivel extra de intimidad y, por lo tanto, de distancia respecto a la calle. En sus impresionantes accesos pasamos de lo público a lo privado de un modo tan rotundo que estas comunidades terminan funcionando como auténticas fortalezas urbanas. Encerradas en sí mismas y a modo de matrioska, en su interior existe de nuevo una profunda división entre el espacio privado de la urbanización y el espacio superprivado de nuestra vivienda.

Esta dicotomía Nápoles-Montecarmelo, completamente falaz e interesada, me lleva de nuevo a pensar en la posibilidad de otras alternativas, de nuevos modelos —o no tanto—. Seguro que todos conocéis la Muralla Roja de Calpe y, si no, es porque habéis cumplido con éxito vuestro objetivo de despegaros del móvil durante los últimos cuatro veranos. Diseñada por Ricardo Bofill, es uno de los edificios en los que más se ha postureado en nuestro país en Instagram. Como ya es costumbre, su mérito no es tanto su capacidad fotogénica en este caso, sino, de nuevo, su apuesta por la vida en comunidad. Aunque a escala urbana funciona como un auténtico bastión, al igual que nuestras urbanizaciones de periferia, en su interior, sin ninguna duda, los protagonistas son los espacios comunes. Sus escaleras laberínticas que dan acceso a las viviendas, sus generosos patios o su piscina de la cubierta son un ejemplo de cómo nuestra comunidad puede acabar funcionando como la extensión de nuestra vivienda. Hace un par de años me invitaron a visitarla y pude ver cómo era la vida de sus vecinos, y la verdad es que funcionaba realmente bien. Recuerdo que algunos habían sacado una pequeña mesa al patio delantero de su vivienda, y la utilizaban como lugar para leer o desayunar. Los menos presumidos aprovechaban ese espacio para tender las sábanas y los bañadores, y los que más lo eran habían desplegado su colección de plantas y alardeaban de su mano para la jardinería. Los niños dejaban los juguetes en las zonas infantiles, listos para ser utilizados de nuevo al día siguiente. En definitiva, la gente mantenía su privacidad, pero con un mínimo sentimiento de vida en comunidad, de pertenencia a un lugar. A la napolitana.

Probablemente Goethe exageró cuando dijo aquello de vedi Napoli e poi muori. Como dije al principio, no es para tanto, pero tiene ese nosequé que comparten muchos de los lugares que visitamos. En las cafeterías napolitanas es tradición que, cuando un cliente no tiene el dinero justo para pagar lo que ha pedido, en lugar de reclamar su cambio, deja un café pagado. Un café para el siguiente, por si no tiene suficiente para pedirse uno o por si, por lo que sea, simplemente no lleva suelto. Para mí Nápoles es eso. La ciudad será un caos, sus aceras estarán sucias, las motos harán que sea imposible cruzar un paso de cebra y hará un calor inhumano; pero está repleta de vida en comunidad. En la ciudad, en los barrios y en las calles. Vida en comunidad.

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1 Carlos Guisasola, “La central térmica que despertó tras una década en coma y hoy articula el ‘ecobarrio’ de Vallecas”, El Mundo, 15 de abril de 2024.

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Para un napolitano, su casa es su casa y la porción de calle que la precede.

¿Has estado en Nápoles? Si no lo has hecho, de verdad, ve. Es una locura de ciudad. He pasado allí varios días de mis vacaciones de verano y te prometo que a nadie le podría dejar indiferente (que no significa que a todo el mundo le vaya a gustar tanto como a mí). Si no tienes problema con el caos, con la suciedad de la mayoría de sus calles, con poder perder la vida cada vez que cruzas por un paso de cebra y, además, toleras temperaturas superiores a los cuarenta grados a la sombra, estás de suerte, podría ser tu destino.

Yo soy de los que piensa que en verano hay que pasar calor —y tanto—, y que para conocer bien una ciudad hay que "viajar sucio", como decía @jimirodriguez en su diario de Instagram el año pasado. Pues bien, Nápoles es la ocasión perfecta para cumplir con estos dos principios de vida. Tampoco quiero caer en el tópico de que es de estas ciudades que llegas siendo de una manera y vuelves siendo de otra. No, no es para tanto. Pero, si te pasa como a mí, y eres de los pocos de tus amigos que aún no se ha recorrido medio mundo, y además eres de los que les gusta imaginarse viviendo en los lugares que visitan —con todo lo que ello conlleva—, te aseguro que tu cabeza allí hace click.

Al menos para mí ha sido un tortazo de realidad. Si mis prejuicios de madrileño medio me llevaban a pensar que los españolitos teníamos este carácter pícaro, macarrilla e informal del que a veces nos enorgullecemos —y otras tantas nos avergonzamos—, ahora creo que somos unos puñeteros europeos de manual. Dudo mucho que el barrio más marronero de España pueda compararse con un barrio medio del sur de Italia. Y no lo digo tanto por los temas que mencionaba, como el orden, la limpieza de las calles o la seguridad vial; sino más bien por temas estructurales del funcionamiento de la vida social de la ciudad. Nápoles me ha dado una lección urbana de cómo se puede llegar a vivir, de nuevas alternativas, quizás no muy seductoras si se mira el resultado in situ y con cierto desdén, pero bastante prometedoras si se observan con los ojos frescos del que quiere ir más allá. Me apoyo en dos imágenes.

Nápoles. Cartel de acceso a Quartieri Spagnoli. Foto del autor.

La primera muestra cómo allí, en las vías principales de acceso a cada uno de los diferentes barrios de la ciudad, sobre todo en los más conocidos, se descuelga una pancarta con el nombre del barrio en cuestión. A modo de estandarte, ese pedazo de tela parece generar en sus habitantes un sentimiento de pertenencia a esa parcela de la ciudad, casi siempre perfectamente delimitada. Este modelo de ciudad como conjunto formado por unidades más pequeñas no es nada nuevo. Ocurre de un modo bastante similar en todo el mundo, y nuestro país no es una excepción. Por ejemplo, en el caso de Madrid, La Castellana parte literalmente la ciudad en dos mitades y produce una discontinuidad física más que evidente. El ejemplo de Barcelona es más llamativo todavía, porque en su caso La Diagonal, aunque su trazo no tiene tanto impacto en la continuidad física de la ciudad, sí lo tiene en su continuidad social; hasta tal punto que divide a sus habitantes en dos subgrupos: los Upper Diagonals y los Lower Diagonals.

En nuestras ciudades, estas grandes avenidas actúan como auténticas fronteras urbanas y generan estos fragmentos de ciudad —equivalentes a los quartieri napolitanos—, con sus correspondientes límites físicos y sociales, pero también administrativos. Y es precisamente en esta tercera categoría en la que me quería centrar, en la de la gestión de cada una de estas subunidades. En el caso de la capital de la Campania, hasta 2005 la ciudad se dividía en veintiún circoscrizioni, equivalentes a nuestros distritos. Esto provocaba que existiese una correspondencia bastante literal entre barrios y distritos, es decir, entre identidades sociales y entidades administrativas, cosa que no ocurre con tanta frecuencia en nuestro país —y sigo en la escala urbana, no entremos en la autonómica—. Pese a ello, a partir de ese año, el ayuntamiento centralizó la gestión y convirtieron los veintiún circoscrizioni en diez municipalità —que en este caso nada tienen que ver con nuestros municipios—, más homogéneas entre sí en cuanto a su número de habitantes. En resumidas cuentas, el pragmatismo de lo administrativo se impuso a la ambigüedad de lo social; y parece lo lógico, ya que probablemente un modelo centralizado en este caso tienda a una mayor eficiencia en cuanto a gestión se refiere, aunque se deje por el camino el reconocimiento de ciertas individualidades.

Esto me lleva a pensar si no se podría aplicar esta misma lógica en una escala más local como la escala comunitaria —la de las comunidades de vecinos—. Es decir, si parece que la centralización optimiza la gestión, ¿no podría centralizarse la producción de algunos de los recursos más básicos que nos proporcionan nuestras comunidades? ¿No podríamos generar, por ejemplo, agua caliente a escala barrio para repartirla entre las distintas comunidades y que cada vivienda pague su cuota proporcional? Esto puede parecer insólito —o sonar a idea feliz de arquitecto soñador—, pero en realidad no lo es tanto; de hecho, hay bastantes precedentes de modelos de gestión a esta escala intermedia, a escala quartieri. Sin ir más lejos, sucede con frecuencia en comunidades de viviendas unifamiliares, que pagan una pequeña cuota en concepto de seguridad privada y servicios de jardinería. Pero no hace falta buscar justificaciones en casos de viviendas de alto standing, basta con mirar a las primeras centrales eléctricas que se instalaron en muchos de nuestros barrios a mediados del siglo pasado. Aunque en éstas la gestión no era comunitaria, ya que se realizaba a nivel estatal, la producción y el suministro eléctrico sí que lo eran, y daban respuesta a la demanda de electricidad de cada barrio. El caso más demostrativo que tenemos en Madrid de esta posibilidad es el del Ecobarrio de Puente de Vallecas, lanzado a concurso público hace más de una década. Diseñado para contar con recogida neumática de residuos y producción centralizada de agua caliente y calefacción, su central térmica consigue reducir hasta ocho veces su consumo respecto a un modelo individualizado, como recoge Carlos Guisasola en su artículo de este año en El Mundo.¹ 

En resumen, parece que gestión y producción centralizadas se traducen en mayor eficiencia energética, mayor aprovechamiento de recursos y, probablemente, en menores cuotas comunitarias. No sé si en Quartieri Spagnoli se podrán permitir la instalación de una central térmica común, pero creo que a cualquiera de nuestros PAUs les entraban una o dos.

Nápoles. Cualquiera de sus calles. Foto de Pedro José Saavedra

La segunda imagen se adentra en el interior de los quartieri para mostrar cómo funcionan sus calles. Para un napolitano, su casa es su casa y la porción de calle que la precede. La calle no es una vía rodada acompañada de dos franjas laterales por las que transitan peatones. La calle es una extensión de la casa, y como tal, por supuesto, se puede utilizar con esos fines. La puerta de una vivienda napolitana es entrada, aparcamiento, jardín, tendedero, puede llegar a ser comedor y, si me apuras, también sala de estar. Esto no nos toca de tan lejos, porque inmediatamente nuestro imaginario rural y mediterráneo recupera la escena de los corros de señoras sentadas en los pueblos —casi siempre con la silla monoblock de mi compañero Javier Goez—. Ahora bien, por mucha fascinación que nos provoque, los más metropolitanos no podemos evitar mirar esa escena con cierta altivez, como algo romántico y poco compatible con nuestra vida en la ciudad.

Hasta cierto punto es lógico; en nuestras ciudades la transición entre lo público y lo privado no se produce de forma gradual desde la calle, sino de forma repentina en la puerta de nuestra vivienda. Ya no hay lugar para esos espacios indeterminados. Menos aún en nuestras queridas periferias, en las que sus colosales urbanizaciones interponen un nivel extra de intimidad y, por lo tanto, de distancia respecto a la calle. En sus impresionantes accesos pasamos de lo público a lo privado de un modo tan rotundo que estas comunidades terminan funcionando como auténticas fortalezas urbanas. Encerradas en sí mismas y a modo de matrioska, en su interior existe de nuevo una profunda división entre el espacio privado de la urbanización y el espacio superprivado de nuestra vivienda.

Esta dicotomía Nápoles-Montecarmelo, completamente falaz e interesada, me lleva de nuevo a pensar en la posibilidad de otras alternativas, de nuevos modelos —o no tanto—. Seguro que todos conocéis la Muralla Roja de Calpe y, si no, es porque habéis cumplido con éxito vuestro objetivo de despegaros del móvil durante los últimos cuatro veranos. Diseñada por Ricardo Bofill, es uno de los edificios en los que más se ha postureado en nuestro país en Instagram. Como ya es costumbre, su mérito no es tanto su capacidad fotogénica en este caso, sino, de nuevo, su apuesta por la vida en comunidad. Aunque a escala urbana funciona como un auténtico bastión, al igual que nuestras urbanizaciones de periferia, en su interior, sin ninguna duda, los protagonistas son los espacios comunes. Sus escaleras laberínticas que dan acceso a las viviendas, sus generosos patios o su piscina de la cubierta son un ejemplo de cómo nuestra comunidad puede acabar funcionando como la extensión de nuestra vivienda. Hace un par de años me invitaron a visitarla y pude ver cómo era la vida de sus vecinos, y la verdad es que funcionaba realmente bien. Recuerdo que algunos habían sacado una pequeña mesa al patio delantero de su vivienda, y la utilizaban como lugar para leer o desayunar. Los menos presumidos aprovechaban ese espacio para tender las sábanas y los bañadores, y los que más lo eran habían desplegado su colección de plantas y alardeaban de su mano para la jardinería. Los niños dejaban los juguetes en las zonas infantiles, listos para ser utilizados de nuevo al día siguiente. En definitiva, la gente mantenía su privacidad, pero con un mínimo sentimiento de vida en comunidad, de pertenencia a un lugar. A la napolitana.

Probablemente Goethe exageró cuando dijo aquello de vedi Napoli e poi muori. Como dije al principio, no es para tanto, pero tiene ese nosequé que comparten muchos de los lugares que visitamos. En las cafeterías napolitanas es tradición que, cuando un cliente no tiene el dinero justo para pagar lo que ha pedido, en lugar de reclamar su cambio, deja un café pagado. Un café para el siguiente, por si no tiene suficiente para pedirse uno o por si, por lo que sea, simplemente no lleva suelto. Para mí Nápoles es eso. La ciudad será un caos, sus aceras estarán sucias, las motos harán que sea imposible cruzar un paso de cebra y hará un calor inhumano; pero está repleta de vida en comunidad. En la ciudad, en los barrios y en las calles. Vida en comunidad.

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1 Carlos Guisasola, “La central térmica que despertó tras una década en coma y hoy articula el ‘ecobarrio’ de Vallecas”, El Mundo, 15 de abril de 2024.

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