Escribo desde un tren de Cercanías de camino a la ciudad. Amanece, y, a mi alrededor, la gente de los pueblos acepta somnolienta la realidad de la vuelta a la rutina.
Me pregunto si, ahora que ha terminado el 2024, alguno de ellos considera alguna de las clásicas proposiciones de año nuevo: «voy a dejar de fumar», «voy a volver al gimnasio», «voy a apuntarme a inglés»; ésas que según el tópico todos nos hacemos y ninguno cumplimos.
El nuevo año es un tiempo de comienzos, y aunque yo nunca he sido alguien de propósitos, creo como ingeniero que este 2025 debemos hacer una excepción.
Porque para parte de los pasajeros que se están subiendo, hacerse promesas tontas tras este año de excepción resulta hasta insultante.
Y es que, mientras los viajeros bostezamos y miramos nuestros móviles, a los lados de la vía sigue habiendo coches volcados como si fueran juguetes, los soldados siguen limpiando escombros, las paredes de las estaciones siguen manchadas donde llegó el agua en aquellos días aciagos. Hasta hace unas pocas semanas, las vías por las que el tren circula ni siquiera existían.
Desde la línea C-1 de Cercanías València, pienso que quizás los propósitos que debamos hacernos sean más importantes.
Ya ha pasado un tiempo. Ya han pasado dos meses desde que la lluvia, el fango y la desgracia dieron un mazazo a la cotidianeidad en la que estábamos tan cómodamente instalados. Pero en ese tiempo que ha pasado, el barro continúa.
Me refiero al mediático, al de tertulianos necios y «expertos» en pandemias, guerras e inundaciones; al de falsos Quijotes que adornan sus verdades en canales de Telegram; al de políticos buscando rédito para su patético juego de la oca.
Mientras todavía máquinas y personas siguen trabajando para que vuelva la tranquilidad, muchos otros trabajan para traer el ruido, bajando al lodo para monetizar la desgracia, conseguir un titular o rascar un puñado más de votos. Así, lo que se embarra es el debate.
Y ante el barro, creo que un primer propósito para este año nuevo es que podamos reflexionar con serenidad.
Es normal que queramos acusar. Yo también tengo mi opinión sobre nuestros gobernantes, adalid de la competencia y la buena gestión, pero la indignación no debe dispersarnos: es de justicia buscar culpables; mas la justicia, sin la reparación del daño, no es más que un castigo estéril.
Tumbar a este o al otro gobierno no resolverá nada mientras el debate no se centre en buscar soluciones, en evitar que una tragedia así se repita. De eso han de ir nuestros primeros deseos para el año nuevo.
Con soluciones no me refiero a los supuestos remedios definitivos que muchos agitan como arma política. Es fácil vender una medicina milagrosa después de haber padecido la enfermedad, el «nada de esto habría pasado si hubieran hecho lo que yo digo», el matar moscas con los cañones que venden los señores de la guerra.
Si hace falta un debate para hablar de las soluciones es porque estas no son fáciles, en absoluto. Necesitan reflexión, gente formada y llegar a compromisos que permitan salvar vidas bajo unos costes socioeconómicos tolerables. Son conversaciones complejas, de las que no interesan a quienes embarran desde sus tribunas y sillones, pero es nuestra responsabilidad como sociedad asumirlas.
No van a encontrar aquí, por tanto, ningún listado de mis soluciones definitivas. Pese a mi formación, aún tengo mucho que estudiar sobre hidráulica y ordenación del territorio para ofrecer panaceas vehementes, y, en las cosas del territorio, los antídotos generalistas no existen.
Hoy, mi propósito como ingeniero es invitar a quien me lea a reflexionar un poco, porque nos va la vida en ello.
En primer lugar, debemos tener claro que esto va a volver a ocurrir, y no podemos permitirnos que nos vuelva a encontrar indefensos. Es imprescindible hacernos unas cuantas preguntas acerca de la reconstrucción.
En la ingeniería de caminos, usamos un concepto estadístico llamado periodo de retorno para tener en cuenta riesgos naturales al diseñar infraestructuras. Básicamente, un periodo de retorno es el tiempo promedio estimado que se espera que transcurra entre dos sucesos de igual magnitud. Por ejemplo, en las crecidas de un río: las avenidas correspondientes a un periodo de retorno de 100 años sólo deberían ocurrir una vez cada 100 años, en promedio.
Uno de los usos de los periodos de retorno es determinar cuáles zonas son inundables, y la peligrosidad asociada a ellas. En el caso de la Comunitat Valenciana, desde 2003 se dispone del PATRICOVA, que además de determinar la cartografía de estas zonas, establece una normativa con limitaciones de usos y requisitos constructivos; y a éste se sumó en 2013 el Sistema Nacional de Cartografía de Zonas Inundables (SNZCI).
Bastan unos segundos en cualquier visor cartográfico para percatarse de que buena parte de los municipios afectados por la gota fría del pasado octubre se encuentra sobre zonas inundables, y eso plantea un gran interrogante: ¿cómo puede ser?
Este es el aspecto del mapa de las zonas de peligrosidad por inundación de acuerdo con el PATRICOVA y el SNCZI para el periodo de retorno más extremo, T=500 años, incluyendo las zonas de peligrosidad geomorfológica, superpuesto con las zonas inundadas por la DANA:

Las inundaciones no son, sin embargo, algo excepcional para València. Todo lo contrario: son su razón de ser. El rico suelo fértil que propició el establecimiento de la ciudad hace milenios no es más que el resultado de millones de años de inundaciones, millones de años de ríos y barrancos desbordando y depositando los sedimentos que arrastraban sus avenidas.
En toda el área del bajo Turia hay casi un centenar de inundaciones documentadas a lo largo de la Historia, y en prácticamente cualquier municipio ribereño pueden encontrarse azulejos y placas en las fachadas recordando el nivel que alcanzaron las aguas en catástrofes pasadas.
Pero mientras la geología y la memoria de los mayores avisan del riesgo, no lo hace el agua: el clima mediterráneo propicia que las crecidas sean súbitas y violentas; es lo que se conoce como avenidas relámpago.
En zonas como València, los ríos circulan normalmente con poca agua, alimentados por barrancos casi siempre secos, y sus cuencas tienen su inicio en terrenos montañosos que les dan una pendiente pronunciada. Sin embargo, cuando llueve, las precipitaciones pueden ser muy rápidas e intensas, y ello resulta en una mezcla explosiva: una tromba de agua que arrastra todo a su paso, acelerada por la pendiente, desbordando un cauce demasiado angosto para poder darle cabida. Ante estos sucesos, el tiempo de respuesta es escaso y los primeros minutos son clave.
Este fenómeno no es algo exclusivo de las zonas castigadas por la DANA este octubre. Hay cuencas de esas características por toda España, especialmente en el litoral mediterráneo, y también en el extranjero. Precisamente, la virulencia de las crecidas de nuestros ríos es uno de los motivos por los cuales tenemos tantísimas presas regulándolos en comparación a otros países, presas que rutinariamente evitan (o minimizan) catástrofes como la que hemos vivido. No obstante, eso también significa que la mayoría de presas construibles ya están en pie: los ríos aguas abajo y las miríadas de barrancos normalmente secos no son tan controlables.
A ello, se suma que la mayoría de cuencas propensas a estos fenómenos se encuentran completamente antropizadas. Los ríos y torrentes que antes se desbordaban sin muchos impedimentos sobre los campos ahora se encuentran rodeados de viviendas, infraestructuras y polígonos industriales; y sus cauces han sido reducidos y desviados a conveniencia.
En consecuencia, para determinar las zonas inundables, los planes como el PATRICOVA no sólo se actualizan según se estudian testimonios históricos de inundaciones o se analizan sedimentos del suelo para determinar aquéllas sin documentar; también tienen en cuenta la creciente peligrosidad derivada de esos usos inadecuados del suelo.
Y aún así, pese a conocer todo eso, hoy cerca de tres millones de personas en España viven en zonas en alto riesgo de inundación, y los ejemplos para otras ciudades no son alentadores. ¿Por qué?
El problema viene de lejos. Como recordábamos unas líneas más arriba, la primera versión de la cartografía del PATRICOVA se publicó en 2003 —en otras comunidades autónomas, las cartografías tardaron mucho más en elaborarse—; es decir, que cuando el Plan entró en vigor, la mayor parte de esas zonas inundables se encontraban ya construidas, y naturalmente, ninguna de esas edificaciones se hizo siguiendo los preceptos constructivos que se establecen para dichas zonas. Son anteriores.
Desde la segunda mitad del pasado siglo, las ciudades españolas han experimentado un crecimiento poblacional sin precedentes, y en sólo las últimas dos décadas la Comunitat Valenciana ganó un millón de habitantes. El éxodo rural y el desarrollo económico suscitaron que lo que antes eran cultivos y pequeños pueblos dedicados a la agricultura pasaran a ser extensos nuevos desarrollos urbanos.
Prefiriendo desoír la memoria de los mayores y el consejo de algunos técnicos prudentes, en demasiados municipios el aumento de la población provocó el aprovechamiento de suelos junto a los cauces por donde «nunca» pasaba el agua, espoleado por el dinero rápido, y hasta la reducción o el desvío de los propios cauces para que estorbaran menos al «progreso». Inevitablemente, el agua, por donde pasó, vuelve a pasar, y se lleva lo que encuentra por su camino. No es casualidad que una parte importante de las estructuras dañadas por la DANA date del boom urbanístico de los 80-90.
Está claro que no podemos hacernos propósitos de año nuevo para un pasado que no podemos cambiar, pero sí podemos prometernos no fallarnos de nuevo a nosotros mismos.
Porque si bien buena parte de esas construcciones anegadas son anteriores al PATRICOVA, también hay una fracción notable de edificaciones damnificadas posteriores. Y en ésas ya no puede alegarse ningún falso desconocimiento del riesgo.
Ahora que los partidos políticos se enzarzan en tantas discusiones sobre responsabilidades, quizás algunos podrían aplicarse el cuento y recordar qué ordenación del territorio han estado haciendo desde las diferentes administraciones donde han medrado en las dos últimas décadas. Porque la realidad es que, en demasiadas ocasiones, los preceptos de seguridad que quizás habrían salvado vidas se trataron como una molestia de la que el promotor tenía que intentar escaquearse.
Las administraciones —a varios niveles— no sólo han ignorado deliberadamente las zonas inundables, sino que algunas hasta han tratado repetidamente de redibujarlas a conveniencia con tal de vender más suelo: varios municipios de los hoy afectados litigaron en 2017 con la Confederación Hidrográfica del Júcar para que relajara la normativa de áreas inundables y recortara su extensión.
Por supuesto, es complicado para un ayuntamiento asumir la realidad de que no tiene espacio para nuevos desarollos urbanos, pero son peores las consecuencias de hacernos trampas al solitario. Ojalá este 2025 podamos dejar atrás esta estrategia de la avestruz, que prefiere ignorar los riesgos si ello supone poder vender suelo.
Este octubre, las normas que algunos ayuntamientos consideraban «excesivas» se han demostrado no sólo necesarias, sino insuficientes. Si el lector vuelve a examinar el mapa unas líneas más arriba, verá que junto a las grandes extensiones de zonas azul oscuro, también hay otras, en rojo, que corresponden a áreas anegadas no declaradas como zonas de peligrosidad por inundación; ni siquiera para el periodo de retorno más improbable del Plan.
Y es que es importante recalcar que las inundaciones relámpago provocadas por las enormes precipitaciones de la pasada DANA en el levante español tuvieron una magnitud extrema, mucho mayor que la habitualmente prevista en la planificación territorial.
La tristemente célebre rambla del Poio, por ejemplo, tiene un caudal entre Paiporta y Silla de en torno a 1200 m^3/s para su periodo de retorno de 500 años, siendo los 500 años el valor que suele emplearse como «conservador» para diseñar obras sobre cauces.
Según detectaron los sensores del sistema de monitorización automático de la Confederación Hidrográfica del Júcar, a las 18:05 del 29 de octubre su caudal era de 1000 m^3/s, y sólo 45 minutos más tarde, ya del doble. La última medición antes de que el agua destruyera los aforos, a las 18:55, alcanza 2282 m^3/s, aunque los técnicos de la CHJ estiman que en ese punto se alcanzaron los 2800 m^3/s. El caudal era el doble de lo previsto para lo que se consideraba como peor escenario (uno que cabe esperar cada 500 años) en los estudios realizados hasta entonces.
Para que se haga una idea, eso son ocho ríos Ebro (333 m^3/s en Amposta) bajando furiosos por un cauce minúsculo que ni siquiera estaba preparado para el periodo de retorno de 500 años:

Según declaró a El País el ingeniero de caminos Félix Francés, catedrático de hidráulica en la UPV y estudioso de la rambla del Poio, lo ocurrido el pasado octubre correspondería a un periodo de retorno «de entre 1000 y 3000 años». Es decir, que, estadísticamente, no debería repetirse en milenios. Es por eso que se han inundado áreas que el PATRICOVA no había llegado a contemplar.
Evidentemente, nuestros modelos no son perfectos: se basan en datos históricos que antes del siglo XX son fragmentarios y muy limitados —no es sencillo inferir cifras de caudal de crónicas medievales—, estudios geológicos que tampoco son fácilmente extrapolables y en el caso de barrancos la información disponible es todavía menor. Ante algo así, es necesario que los ingenieros también nos pongamos como propósito analizar mejor los periodos de retorno porque quizás, y más aún en el contexto actual de cambio climático, una inundación de tamaña magnitud sea menos improbable de lo que creíamos1.
Porque cuando hablamos de cambio climático no es para decir con vehemencia que en el 2087 Albacete tendrá playa como le gusta hacer a los tabloides, sino para considerar esos cambios sutiles que ya nos pueden estar afectando. Llover ha llovido siempre, y lleva habiendo inundaciones catastróficas en el litoral valenciano desde hace millones de años; mas todo parece indicar que cada vez habrá más y con más fuerza. Es el deber de los ingenieros prepararnos.
Independientemente de la excepcionalidad del suceso, es innegable que con una adecuada ordenación territorial, los daños y, sobretodo, las víctimas, no habrían alcanzado la magnitud de la desgracia que vivimos este octubre. Otro deseo para el 2025 que comienza ha de ser que España, como país, asuma el difícil debate de qué hacer con lo ya construido en zonas inundables y demás áreas de riesgo. Ese debate no es tan sencillo como señalar con el dedo, pero es mucho más importante.
Una vez se ha permitido construir donde nunca se debió hacerlo, la conversación se complica: una pequeña reducción del riesgo en esa zona —siempre será imposible eliminarlo del todo— puede requerir la ejecución de actuaciones costosísimas, mientras que la alternativa es forzar a la gente a abandonar sus hogares y negocios, una decisión también muy difícil.
En algunos casos, pese al enorme coste social, es imprescindible que nos planteemos si resulta razonable tener casas, centros productivos o infraestructuras en según qué lugares.
En Ontinyent, las inundaciones de otra DANA en 2019 arrasaron el barrio de la Cantereria, junto al río Clariano. Ante la magnitud de los daños, se decidió no reconstruir las viviendas y reubicar a sus habitantes a una zona segura, construyendo un parque inundable en su lugar. Hoy, el lugar es disfrutado por la ciudadanía y no ha habido que lamentar más desgracias.
No tiene sentido reconstruir en el mismo sitio, por tanto, edificios completamente destruidos en la reciente gota fría, porque es exponerlos a una nueva desgracia. Aunque sea difícil, es necesario ser valientes y trasladar edificios y usos, o reformarlos sustancialmente. Además, un lienzo en blanco también puede ser una oportunidad para actualizar o mejorar infraestructuras y negocios; un potencial que las administraciones deberían considerar en su reparto de ayudas y planes de reconstrucción.
Sin embargo, no es razonable para las construcciones más alejadas de los barrancos y ríos, pero también en riesgo, proponer medidas tan drásticas. Una vez se construyó donde no se debía, mover a 300 000 personas tiene un coste social y económico inasumible.
Es ahí donde entran los requisitos de seguridad que el PATRICOVA llevaba años tratando de extender, y que evidentemente habría que endurecer: medidas como evitar la existencia de plantas bajas sin escapatoria a zonas superiores, limitar los aparcamientos subterráneos o garantizar la estanqueidad de las edificaciones; y, por supuesto, un buen sistema de información y alarma. No estaría de más que, además de imponer prescripciones a nuevas edificaciones, las administraciones otorgaran financiación para su implementación en los miles de viviendas y centros de trabajo existentes en zonas de peligrosidad, porque lo que ocurrió en València este 2024 puede repetirse en muchos otros lugares de España. Ése sería otro buen propósito.

Con todo, recordemos que lo más provechoso siempre es no ponerse en peligro. Porque desde las ventanas del tren donde escribo, puede verse que las máquinas que limpian el barro no son las únicas trabajando. Muchas obras que quedaron interrumpidas por la DANA han reiniciado su actividad, y en algunas de ellas es evidente que la nueva edificación no estará adecuadamente preparada para cuando vuelvan las aguas. Es inaceptable seguir urbanizando sin reflexionar en zonas con riesgos ya constatados.
Porque como se introdujo anteriormente, cuando la ordenación del territorio falla y se debe reducir el riesgo sobre lo ya construido, hay que recurrir a las costosas obras hidráulicas.
En el caso de la DANA de este octubre, algunas de esas obras sí estaban planificadas. Distintas administraciones llevaban haciendo estudios y proyectos para los barrancos desbordados desde finales de los 90, y el ministerio tenía desde 2009 obras sin ejecutar en los mismos. En nuestro país, en obras hidráulicas, eso es algo habitual.
Las infraestructuras de esta tipología, aunque nos dan de beber y nos salvan de inundaciones, siempre han sido un patito feo para nuestra ingeniería. No son baratas ni vistosas, están lejos de los ojos de los votantes y suelen requerir largos plazos de ejecución.
Cuando nos referimos a actuaciones hidráulicas, es un error pensar que nos referimos a ponerle a cada barranco una presa y encauzarlo con un enorme lecho de hormigón, como le gusta vociferar a según qué partes interesadas. Como decíamos, poco margen queda para hacer nuevas grandes presas en España, sobretodo considerando lo caras de construir y mantener que son; mientras que los encauzamientos no son una solución generalista y pueden terminar empeorando la situación.
No; en vez de plantear los cauces como tubos de agua que vehiculan las riadas extraordinarias sin más, podemos realizar obras que permitan a los cauces laminar parte de la avenida, reduciendo los caudales que llegan aguas abajo.
Se trata de actuaciones como renaturalizaciones fluviales, que con vegetación específica aumentan la capacidad del cauce y reducen la velocidad del agua, y que también incluyen corredores verdes hacia zonas seguras donde enviarla en lugar de a los núcleos urbanos. Así, una buena parte de la riada puede ser desviada a áreas sí preparadas para inundarse sin tanto impacto: humedales, zonas agrícolas, jardines… Por otro lado, además de las evidentes mejoras en alcantarillado, también se pueden plantear similarmente áreas esponja ya dentro de las poblaciones, que absorban el agua que los sistemas de drenaje son incapaces de procesar.
Esos corredores y áreas esponja, el resto del tiempo, pueden tener uso para la ciudadanía como parques, vías verdes o huertos. En Alacant, por ejemplo, se construyó a tal efecto el parque urbano de La Marjal, compuesto por zonas de humedal y un tanque de tormentas; ahora, ante lluvias históricas, se inunda como está previsto y salva a la ciudad de desgracias como la vivida en octubre.
A todo ello, debe sumarse una adecuada gestión forestal, para que los árboles en las montañas en cabeza de cuenca eviten escorrentías excesivas, y obras como micropresas en lugares clave que permitan ganar tiempo ante inundaciones relámpago.
Precisamente, actuaciones como las listadas eran las previstas allá por 2009 para la zona hoy damnificada, y si las administraciones hubieran sido más ágiles quizás habrían podido reducir los efectos de la DANA. Está claro que las obras hidráulicas han de dejar de ser las grandes olvidadas de nuestras inversiones en infraestructuras, pero eso no debe menoscabar los procesos de evaluación ambiental y protección del territorio.
Antes de ponernos a escribir sin pensar en nuestra lista de propósitos, debemos recordar que toda infraestructura requiere un análisis coste-beneficio riguroso y multidisciplinar, y ser acorde con su contexto territorial; la decisión ideal para una situación concreta puede ser inútil o hasta contraproducente en otro punto del territorio.
Sin duda, tampoco puede olvidarse que estas actuaciones no son soluciones definitivas; por sí mismas sólo reducen el riesgo, nada más. Sin enmarcar la obra en un planeamiento urbano coherente, la falsa seguridad que hacen sentir puede ser peligrosa. De nuevo, se pasa por la ordenación territorial.
Otra actuación hidráulica son las tan cacareadas —y mal llamadas— «limpiezas» de cauces. Está muy extendida la creencia de que arrasar ríos y barrancos para dejarlos como si fueran canales elimina el riesgo de inundación, y eso no es verdad.
Es verdad que las cañas obstruyen los puentes, pero las «limpiezas» no son el camino. Al destruir el ecosistema de un cauce, la caña se encuentra sin plantas autóctonas competidoras, y como especie invasora que es, en menos de dos meses puede haberlo ocupado por completo. Que se prohíban estas «limpiezas» no es cosa de ninguna «dictadura ecologista» como excretan ciertos difusores de mentiras —de bulos hablaremos más adelante— sino de sentido común.
Si un puente tiene problemas de obstrucciones, es más rápido y barato rediseñarlo; en cuanto a las cañas, hay formas de lidiar con ellas, como las solarizaciones con láminas de plástico o la extracción del rizoma. Sin embargo, además de muy lentas y costosas, no son perfectas y ante la magnitud de la invasión, la guerra es interminable. Es también por eso por lo que son positivas las renaturalizaciones fluviales: como la caña es muy sensible a la sombra, si plantamos vegetación autóctona no sólo reducimos las velocidades del agua y ganamos en biodiversidad; también podemos privar a la caña del sol y así evitar su rebrote. Un buen lugar para comenzar con la recuperación de esos bosques de ribera podría ser allá donde la urbanización desbocada los cambió por casas y naves industriales, ésas que hoy desgraciadamente son sólo barro y escombros.
Las actuaciones hidráulicas y la ordenación del territorio se plantean en base a los periodos de retorno que mencionábamos antes, pero ante catástrofes que los sobrepasan, como ha ocurrido este pasado octubre, no son suficiente; hay que ir más allá.
Un buen deseo que sumar a la lista para este año nuevo es plantearnos no sólo dónde reconstruimos sino también el cómo.
Porque no debemos limitarnos a evitar las zonas inundables con mayor riesgo y garantizar el cumplimiento de las normas constructivas en aquéllas con menos, la ordenación del territorio ha de anticiparse a las catástrofes del mañana.
Aunque una zona tenga prevista una probabilidad baja de inundación, no deberían emplazarse en ella o sus proximidades infraestructuras y equipamientos críticos; y mucho menos con sólo una planta. Sin salir de la Comunitat, es posible encontrar varios ejemplos de hospitales, cuarteles de bomberos o centros de salud que quedarían aislados de las poblaciones a las que auxiliarían en caso de riada, o directamente arrasados.
Naturalmente, no siempre puede encontrarse un emplazamiento ideal que case también con el resto de factores, pero estaría bien proponerse evitar problemas como el sucedido con Metrovalencia: por haberse inundado en la DANA su centro de circulación (con partes sobre zona inundable) ningún metro pudo operar hasta diciembre en toda la red, ni siquiera en las líneas intactas tras la gota fría, contrastando con la red de Cercanías —con varias líneas arrasadas, entre ellas desde donde escribo— que sí abrió las líneas no afectadas pocos días después de la catástrofe.
Otra cosa a considerar en la ordenación territorial es también el comportamiento de las áreas urbanas e infraestructuras dentro de las zonas inundables ante una riada si por su fisionomía pueden acabar actuando como diques que impidan la evacuación de las aguas, como ha ocurrido durante la DANA, donde el continuo urbano València-Silla y particularmente los ferrocarriles y las autovías V-30 y V-31 ejercieron de barrera para el desagüe de la inundación en la Albufera. Estas situaciones deben tratar de evitarse en las fases de diseño garantizando una adecuada permeabilidad, pero también deben revisarse en su fase de uso según cambien los usos del suelo. Así, las motas del nuevo cauce del Túria impidieron el paso a las aguas; pero porque así fueron diseñadas: cuando se proyectó el Plan Sur, esas zonas eran agrícolas y podían absorber las inundaciones; hoy, convertidas a extensos núcleos urbanos, es necesario adaptar esta gran obra a los nuevos usos.
Más allá de las zonas inundables, también en aquéllas que no se consideran como tales merece la pena reflexionar, sea por prepararlas ante catástrofes como esta DANA o simplemente porque tales medidas también las harán espacios mejores donde vivir.
Un buen ejemplo de ello es la dependencia del coche. Los que se preocupan por las cañas deberían hacerlo por el vehículo privado: además de provocar obstrucciones aún peores en los ríos, son causa de muchísimas muertes durante las inundaciones, tanto de personas atrapadas en su interior como arrolladas por los mismos dada la facilidad que tienen para ser arrastrados por las aguas. Reducir la presencia de vehículos privados en calles y aparcamientos no sólo haría a las poblaciones más seguras ante futuras DANAs; también devolvería espacio y salud a los ciudadanos que las habitan. Todo ello, por supuesto, debería ir precedido por mejoras sustanciales en el transporte público.
Otro buen propósito podría ser densificar las poblaciones: construir en más alturas, por ejemplo, tiene una miríada de beneficios adicionales a la reducción de peligro ante inundaciones: también permite aumentar la oferta de vivienda —tan necesaria hoy en día—, induce que las calles sean más vivas y seguras, reduce el impacto sobre el territorio, aprovecha mejor los recursos públicos… y de paso también disminuye la dependencia en el coche que mencionábamos antes.
Por contra, el modelo hasta ahora ha sido el contrario, extendiendo las poblaciones con desarrollos de baja densidad y urbanizaciones aisladas que ocupan mucho más territorio, y sus consecuencias se han hecho patentes cuando sus habitantes se han encontrado aún más desamparados que aquéllos en núcleos urbanos consolidados, y sobretodo cuando se ha evidenciado el imprescindible papel de las áreas agrícolas en la laminación de inundaciones.
Las zonas de huerta, con su red de acequias conectadas a la Albufera, han servido en esta DANA como una enorme esponja que ha evitado una calamidad todavía mayor, y de ahí el importante papel que tienen durante el proyecto de infraestructuras hidráulicas de protección contra inundaciones. Proteger los usos agrícolas no es sólo cosa de soberanía alimentaria o patrimonio paisajístico; también es una cuestión de seguridad ante inundaciones. Del mismo modo, también se ha demostrado la importancia de los marjales y humedales de la Albufera que han absorbido el agua de la mayoría de cauces en octubre desbordados; tras un servicio tan loable, es de justicia trabajar por limpiarla de basuras y escombros para que pueda recuperarse antes de que volvamos a necesitarla.
No obstante, para que la ordenación territorial funcione, el planeamiento ha de plantearse en la escala adecuada.
La situación postcatástrofe ha puesto en evidencia la falta de estructuras administrativas y organismos que articulen a València como la metrópolis que es: si algo tan básico como los autobuses que ahora comunican la capital con los pueblos arrasados mientras se reconstruyen las infraestructuras funciona tan rematadamente mal, ¿cómo podemos esperar una coordinación que permita la planificación a escala metropolitana?
No podemos culpar a los pueblos de buscar espacios de expansión a toda costa en sus limitados términos municipales sin tener en cuenta el contexto de competencia entre los mismos: si una población no coloca la nueva urbanización o polígono industrial, el promotor se marchará a la de al lado. En lugar de remar todos hacia adelante, liderados por una València que los apoye y articule, en el área metropolitana nos encontramos con una realidad de competición, descoordinación y exposición a riesgos innecesarios, todo ello bajo la indiferencia de una capital que prefiere desentenderse de sus alrededores.
Resulta ridículo que pueblos tan cercanos entre sí tengan que tener servicios específicos e independientes para asuntos como la recogida de basuras o la policía local. El único servicio verdaderamente metropolitano a día de hoy es el prestado por Metrovalencia, y no es ejemplo de nada, con su red estancada e insuficiente para la población que sirve.
La falta de administraciones y estructuras legales que puedan coordinar la realidad metropolitana es algo endémico de nuestro país y sin embargo anómalo en toda Europa. Este hilo poniendo a Madrid como ejemplo explica muy bien el asunto. Sin embargo, no fue siempre así: València tuvo hasta el 2000 el Consell Metropolità de l’Horta, y antes, durante la dictadura, la Corporación Administrativa Gran Valencia; ambas interesantes administraciones pero enterradas por los municipios que no querían ver mermadas sus competencias.
Podríamos proponernos este 2025, donde tanto se habla de la vivienda, volver a tener una visión a escala metropolitana de la realidad económica, social, residencial y urbanística; una ordenación del territorio coordinada, que sea coherente y que no nos exponga a riesgos evitables. De eso podría ir el debate.
Por otro lado, necesitamos acompañar el proceso con una enseñanza más rigurosa del urbanismo en las escuelas de ingeniería de caminos y de arquitectura, para que los graduados aprendan a diseñar lugares vivibles y seguros ante catástrofes, no simples ejercicios de maximización de suelo vendible.
Al principio de este artículo hablábamos de quienes embarran con mentiras; y ya que se ha hablado tanto de responsabilidades estos meses, quizás podríamos hacer un ejercicio de autoconocimiento y pensar en nuestra responsabilidad individual a la hora de propagarlas.
Hemos leído desde que se escondían cadáveres en aparcamientos a que la tormenta fue una artimaña artificial «creada con radares de las élites climáticas» (sic), todo oportunamente difundido por bots indios, medios que se las dan de rigurosos y personas que de buena fe creyeron tales mentiras como otra más de las muchas vergüenzas reales que se vieron esos días.
De entre la riada de bulos, me han dolido especialmente aquéllos sobre infraestructuras hidráulicas porque me tocan como ingeniero. La vieja mentira sobre supuestas presas demolidas «por la dictadura ecologista de la UE» que en verano circulaba como origen de la sequía ha pasado a ser ahora origen de riadas. Y duele porque, como ya hemos explicado, restaurar ríos salva vidas.

Todos podemos tener nuestras reservas con el gobierno de turno, la Unión Europea o el Papa, pero afirmar rotundamente que una medida ha sido causante de muertes, simplemente por el populismo de dañar a quien la ha impulsado, es muy miserable.
Embarrar el discurso con falsedades así sólo sirve para añadir más negatividad a personas que ya están sufriendo suficiente y dar alas a la conspiranoia ridícula. Sin embargo, demasiados personajes y panfletos que podrían usar su repercusión en algo útil prefieren instrumentalizar la mentira en pro de intereses espurios:

Me he detenido con este tema porque me toca, pero es un ejemplo de tantos. Las mentiras no reparan la incompetencia, sólo embarran el debate y empantanan la discusión en temas estériles.
Como otro propósito: igual que tantos voluntarios han hecho lo correcto con sus palas y botas, hagamos lo correcto y parémonos un momento antes de propagar algo cuya veracidad desconocemos.
Mi lista de propósitos está llegando a su fin, y releerla plantea demasiadas preguntas:
¿Cómo encontrar el equilibrio entre protegernos y pasarnos de frenada?, ¿cómo adaptar nuestras infraestructuras a un territorio bajo crecientes amenazas?, ¿cómo aprovechar el lienzo en blanco para reconstruir algo mejor?, ¿cómo tener un marco administrativo y legal que garantice el cumplimiento y la coordinación?
Esas discusiones son las que interesan, y ya los dejo a mentes más preclaras. Como ingeniero y como hijo de valencianos, mi responsabilidad era usar esta modesta plataforma para plantearlas.
Es por eso que mi penúltimo propósito para el año nuevo es que estas ideas sirvan como pequeña aportación a un debate fecundo, que busque soluciones para que esto no se repita, ni en València, ni en cualquier otro lugar de España.
Aunque requieran de medidas distintas, buena parte de este artículo es también aplicable para otro tipo de catástrofes de las que asolan nuestor país, como terremotos, incendios forestales o erupciones volcánicas; que tampoco pueden pillarnos desprevenidos.
Es especialmente interesante que se hagan esas preguntas mis compañeros de profesión, que somos los responsables de que efectivamente las desgracias no se repitan: tenemos vidas en nuestras manos y en nuestra conciencia quedará nuestra incompetencia.
Cuando construimos o proyectamos obras estamos literalmente cambiando el mundo a nuestro alrededor. ¡Qué menos que tratar de dejarlo algo mejor!
Y mi último deseo: que verdaderamente las administraciones se vuelquen con el apoyo a los damnificados en València, Castilla-La Mancha y Andalucía, que las ayudas no se queden en promesas vacías o tengamos a personas viviendo en contenedores, como ha ocurrido en La Palma y tantos otros rincones de España azotados por la desgracia.
El tren cruza el Túria, entra en València y va frenando según se acerca a la Estación del Norte. La ciudad está ajetreada por el frío, y nadie diría que pocos kilómetros más abajo, la guerra contra el barro continúa.
Una vez el cielo me aplasta al salir a la calle Xàtiva y la capital me recibe con su habitual indiferencia, recuerdo que lo habitual es no cumplir los propósitos del nuevo año. Pero no. Unos pocos sí se quedan en el gimnasio tras la fiebre de estos meses; nosotros también debemos, aunque sea, intentarlo; perseverar.
Porque necesitamos, en este barro que nos azota, dejar de gritarnos y ponernos manos a la obra con lo que nos hemos propuesto. Y nunca dejar de aspirar con entusiasmo a lo que una vez, ingenuamente, nos prometimos.
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1 En lo de hacer mejores estudios de inundabilidad, la precariedad laboral que impera en el sector también juega: el 23 de diciembre de 2024, escasos meses después de la desgracia, la Junta de Extremadura sacó a licitación la realización de modelos hidraúlicos para 24 zonas urbanas en riesgo de inundación, entre ellas las mayores ciudades de la comunidad. Sin embargo, a la Junta le basta que el equipo que realice una labor así de laboriosa y trascendental se limite a tres personas: un ingeniero de caminos o arquitecto (sic) con sólo 2 años de experiencia, un graduado con ídem y un técnico de cálculo, valorando el trabajo completo en la ganga de 88 696,68 €. La ocurrencia está cofinanciada por el gobierno central y la UE.
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Algunas iniciativas de ayuda a los afectados son
- Donaciones económicas a Cáritas València
- Compra online en comercios locales afectados por la DANA
- Red Suport Mutu DANA València
La fotografía de portada es cortesía de Miriam Morell, enfermera y voluntaria