España es uno de los pocos países del mundo donde se usan persianas. Oí una vez que, más que por nuestro clima, es por nuestro legado andalusí; que preferimos ser sociables y abiertos en la calle pero poner visillos y celosías que oculten la intimidad de nuestras casas. No sé si será cierto ese pudor por lo cotidiano, pero desde luego explicaría nuestra afición a soterrar infraestructuras a destajo.
El pasado 29 de enero, comenzaba en Montcada i Reixac el soterramiento de las vías de Rodalies que atraviesan el municipio, adjudicado con un importe de 540 millones de euros a cargo del Estado. Cerca de allí, en l’Hospitalet de Llobregat, el Ministerio de Transportes estudia hacer lo mismo desde hace años, con un coste previsto de 1000 millones.
Aunque ahora priorizados por motivos políticos, los soterramientos catalanes no son los únicos. Se pide esconder vías en municipios a lo largo y ancho del país, y muchos otros ya disfrutan de obras de estas características.
Si en tu infancia dedicabas las mañanas de los sábados a ver capítulos de Megaconstrucciones, dedicarte luego a la ingeniería civil puede suponer alguna decepción. Ni siquiera las obras más simples se terminan en 50 minutitos de episodio; son la culminación de un proceso técnico y administrativo que suele tardar años, y sus fases son bastante más complejas, largas y costosas de lo que parece desde fuera.
Aunque los vecinos de Montcada celebren el inicio de las obras, la realidad es que tienen por delante 6 años de polvo y molestias, por lo menos. A mí se me harían eternos, pero deben verse como un suspiro: según repite con orgullo el ayuntamiento, son el premio a 40 años de reivindicaciones.
Pero si yo viviera en Montcada y no me dedicara a lo que me dedico, esos números me harían arquear una ceja. ¿Por qué tanta historia para algo tan simple como esconder unas vías de Cercanías? ¿Cómo soterrar cuatro tristes kilómetros cuesta tantísimo dinero?
No son pocas las concepciones del averno en las religiones: Hades, Tártaro, Diyu, Sheol, Yahannam, Naraka, Infierno… No obstante, aún con las diferencias en sus descripciones, casi todas comparten un mismo emplazamiento: el inframundo, bajo tierra. Pese a venir de las cavernas —o quizás precisamente por ello—, los humanos recelamos un poco de lo subterráneo, incluso cuando es obra nuestra. En uno de sus libros de viajes, Luigi Barzini decía que la oscuridad de la noche abre y la de un túnel cierra; se suele bromear en el oficio con que la gente que se dedica a hacer túneles y obras subterráneas está un poco cucú.
Lo cierto es que hay algo de verdad en todo eso: hacer cosas bajo tierra es una movida.
Meter una obra bajo tierra añade infinidad de complicaciones a las ya inherentes a lo que se construye. Entrar a construir algo ahí abajo supone que una parte de tu seguridad pase a depender del terreno a tu alrededor, o mejor dicho, de la experiencia e instinto de los compañeros que predicen que la roca tendrá tal resistencia, las paredes necesitarán tal sostenimiento y el agua aparecerá en tal profundidad. La realidad es que, por muy cuidadosos que seamos, los sondeos son limitados y es imposible tener la certeza absoluta de qué se encontrará, por lo que los imprevistos son frecuentes, y caros.
Las dificultades también ocurren en cuestiones más prácticas: no es lo mismo excavar tranquilamente en un descampado que hacerlo en la angostura de una zanja o, peor, un túnel (eso si el terreno se deja y no toca hacer voladuras), y es por eso que existen versiones específicas para obras subterráneas de los equipos empleados en superficie, por no hablar de los medios adicionales para poder sacar lo excavado, hacer el aire mínimamente respirable o mantener el agua a raya. Todo esto se traduce en tiempo y dinero.
Más allá de las vicisitudes propias de construir una obra subterránea, soterrar una infraestructura también añade problemas a su fase de servicio, por lo que lo de Montcada, a la larga, no se quedará en esos 540 millones. La sensación de riesgo asociada a lo subterráneo no es infundada: si no fuera por las estrictas normativas de seguridad en túneles, un simple choque entre dos coches, que en superficie se quedaría en un atasco aparatoso y ya está, podría convertirse en un auténtico infierno.
Pero esa seguridad —salidas de emergencia, equipos contra incendios, expulsión de humos, simulacros, sistemas de control…— se paga. Además, está el tema del mantenimiento adicional: no sólo toca conservar la infraestructura que hemos escondido bajo tierra, también los muros que sostienen esa tierra, drenar el agua que inevitablemente se infiltrará, garantizar la ventilación…
Hay que pagar mil cosas que en superficie no hacen falta porque tenemos mil problemas que en superficie simplemente no hay, y ya ni nos planteemos la diferencia de facturas si lo que se plantea es ampliar o mejorar una infraestructura ya soterrada.
Podría parecerle al lector, viendo los párrafos anteriores, que los ingenieros somos unos quejicas que no queremos trabajar en obras subterráneas porque son muy difíciles y peligrosas, pero qué va, nos pagan más por ellas y suelen ser proyectos bastante chulos. La cosa es que hacemos obra pública, y ese dinero adicional para soterrar sale de los bolsillos de todos.
Que se gaste la friolera de 540 millones para esconder unas vías en una población del tamaño de Montcada no pasa en ningún otro lugar del mundo, pero el consistorio tiene sus argumentos: según ellos, las vías parten la localidad en dos y sus pasos a nivel ya han causado 180 muertes. Lo que el ayuntamiento de Montcada no menciona es que esas 180 pérdidas se deben a la lacra del suicidio y a personas cruzando con las barreras bajadas, no a ningún peligro; y sobretodo tampoco explica por qué no han estado reivindicando todos estos años proyectos de cohesión urbana racionales y mucho más asequibles que un soterramiento que cuesta diez veces más que todo su presupuesto municipal, además de años de obras molestas. Si yo viviera ahí estaría bastante enfadado: con 540 millones no sólo podría haber ya cruces sin barreras ni peligros en todas las calles del municipio, habría sobrado suficiente como para que el Ministerio nos invitara a todos los habitantes a irnos de crucero, o a Marina d’Or por lo menos.
Hacer túneles puede tener sentido, tampoco nos engañemos. Si para construir una nueva infraestructura se debe cruzar una población ya existente, lo lógico es ir por debajo, no ponerse a hacer derribos. Sin embargo, cuando la infraestructura ya está ahí y su trazado no es problemático, hay maneras perfectamente válidas de integrarla en la ciudad sin gastar tantísimo dinero, y es lo que se hace en el resto del mundo. Londres, París, Berlín, Roma, Viena, Ámsterdam… No hay capital europea que no tenga vías en superficie atravesándola alegremente, y en algunos casos, son hasta parte de su encanto.
Salvo algunas excepciones, la solución a que las vías dejen de ser una barrera no es eliminar las vías, sino eliminar la barrera permeabilizando, y es lo que se hace en las sociedades que los mismos que piden soterramientos miran con envidia.
Y es que en esos países se usa el dinero en cosas más útiles. Sin salir de Cataluña, esos 540 millones son más del triple del presupuesto anual de operación de Rodalies y quizás se podrían haber canalizado el populismo a reducir incidencias y mejorar el servicio para todos los catalanes en vez de esconderle las vías a unos pocos —dan para 50 trenes, por ejemplo—; o, siendo dinero del Ministerio, hasta podrían haber ido a infraestructuras que sí contribuyeran algo al conjunto del país, como el Corredor Mediterráneo. Me pregunto cuántas líneas a Cuenca se podrían no haber cerrado con esa suma, cuántas líneas a Burgos se podrían recuperar, cuántos kilómetros de la Teruel-Sagunto se podrían haber electrificado ya. Irónicamente, hacer pasante Puerta de Atocha, que sí nos beneficiará a todos al hacer posible cruzar el país en alta velocidad sin transbordar en Madrid, costará 100 millones de euros menos que el soterramiento de Montcada.
Priorizadas por la política y las ganas de pelotazo, las obras de Montcada y sus 540 millones por suprimir dos (2) pasos a nivel sólo son una parte de los 28 000 millones que costaría hacer todos los soterramientos que se piden en España, según el ministro de turno en su primera intervención en la Comisión de Infraestructuras del Congreso, hace un mes. Es suficiente dinero para terminar la Sagrada Família 75 veces, construir el nuevo colisionador de hadrones que quiere el CERN o invitar a todos los españoles a los martes locos de Telepizza durante año y medio; el coste de oportunidad que supone emplear dicha cantidad en el equivalente ingenieril a unas persianas es simplemente prohibitivo.
Porque, en el fondo, lo que habitualmente se persigue con estos soterramientos, siempre bajo la idea difusa de la «cohesión urbana» es ocultar los problemas, dejar de ver una infraestructura que se percibe como fea y molesta —y si de paso se puede vender suelo en el proceso, mejor que mejor—, sin pararse a pensar mucho en qué se está haciendo. Pero si ya es malo supeditar para la satisfacción estética de unos pocos el buen servicio que presta una infraestructura a la sociedad, todavía es peor soterrar para ocultar cosas de más enjundia que la fealdad.
Estas líneas se han centrado hasta ahora en ferrocarriles, porque son las infraestructuras que más se ha pedido soterrar en nuestro país, pero también se ha hecho con las carreteras, y no sólo por que se las considere poco estéticas. Mientras el ministerio planeaba o adjudicaba soterramientos de vías estos últimos meses, el ayuntamiento de Madrid ha hecho lo propio con otros dedicados al automóvil: el tramo final de la Castellana, la entrada de la A-5 o la M-30 en el entorno de Las Ventas. También para estas cubriciones de asfalto se han empleado los clásicos argumentos de la cohesión urbana y la seguridad, pero en el caso de las carreteras más que esconder su aspecto se intenta ocultar algo muy distinto: el tráfico.
Si hay un soterramiento por excelencia en España, son los famosos túneles de la M-30, inaugurados en 2007. Hoy, el mayor beneficio que se le asocia al proyecto es la renaturalización del Manzanares, pero un vistazo a las presentaciones del mismo en prensa (1 o 2), allá por 2003, hace ver que ese nunca fue el objetivo principal. La mayoría de actuaciones son ampliaciones de capacidad o remodelaciones para facilitar «la descongestión del tráfico», y así lo reivindicaba el entonces candidato en los periódicos.
No voy a negar el evidente impacto positivo que supuso poder recuperar el río para los ciudadanos, y desde luego a mi lado carretero le encanta todo eso de hacer carreteras chulísimas, pero tampoco se puede negar que en este caso el soterramiento no redujo el tráfico en absoluto, más bien lo facilitó. Y es que a la M-30 no sólo le crecieron los árboles, también los carriles.
Este no es artículo para explicar con detalle el concepto de demanda inducida, pero podemos resumirlo en que si en una vía que antes estaba siempre congestionada amplías la capacidad y le quitas apreturas al tráfico, inducirás a que la gente la utilice más, y con ello que a la larga acabarán circulando más coches, hasta que de nuevo quede congestionada.
¿Valieron la pena los más de 7000 millones de euros que costó enterrar la M-30 para terminar con más coches en lugar de con menos? Yo creo que sí, por permitir recuperar el río y porque, honestamente, la vía había cambiado de función y necesitaba servir a Madrid de otra manera que el trazado anterior era incapaz de asumir. Pero, a la vez, ante cuestiones así cabe preguntarse si, sabiendo cuánto cuesta hacer esos túneles tan enormes, no habría sido interesante considerar qué le supondría esa capacidad añadida a la ciudad a la larga, qué uso podría habérsele dado a esa barbaridad de dinero —o a parte de él— para que los madrileños tuvieran una alternativa más racional a meterse en la hora punta de cada mañana.
Por desgracia, para algunos sigue siendo más sencillo enterrar los problemas con caros soterramientos antes que preguntarse por qué tanta gente necesita coger el coche. En Palma, partidos supuestamente progresistas y a favor del transporte público impulsan alegremente soterrar un tramo de la autopista de circunvalación con las excusas de siempre. Cuando la circunvalación de una ciudad que no llega ni a medio millón de habitantes tiene más tráfico que cualquier vía de la Red de Carreteras del Estado, lo lógico sería plantearse qué se está haciendo mal, no meter la cabeza —o los coches en este caso— bajo la tierra.
Y es que en vez de malgastar un dineral en ese disparate se podría comenzar a reducir ese tráfico convirtiéndolo en viajes en transporte público, en bicicleta o a pie. Puestos a invertir en infraestructuras, que sea en las que permitan a la gente depender menos del coche y ser libres para moverse en su día a día como prefieran. Y desde luego, pacificar una vía con un tráfico moderado es mucho más barato que ponerse a soterrar.
Porque todos —por mucho que intentemos taparlo con nuestras carísimas persianas— tendremos que movernos de alguna manera; no podemos hacer desaparecer las infraestructuras mágicamente.
Leyendo sobre soterramientos aquí y allá, parece casi ritual en esa clase de proyectos repetir que «se recupera un espacio para la gente», pero ¿acaso no va gente dentro de esos trenes y esos coches?
Tal vez, en este país donde ocultar la intimidad de nuestros hogares es tradición, deberíamos asumir que no pasa nada por ver las infraestructuras que nos mueven, que no son tan feas como creemos y que hasta podemos apañarlas un poco para que dejen de ser la barrera de unos y pasen a ser un camino de todos.
Viendo lo caras que están las persianas, invertir en hacer nuestro hogar más bonito parece una decisión mucho más inteligente, ya no sólo porque le causará buena impresión al vecino que mire, sino porque al fin y al cabo es la casa donde vivimos nosotros.
Después de todo, el único lugar donde enterrar dinero funciona es el Animal Crossing.