Como ya he comentado anteriormente, cojo el metro en hora punta. Las grandes ciudades siempre me han fascinado por la masa de gente que mueven. Parece una obviedad, pero en comparación con municipios más pequeños, donde hay comercios que fallan estrepitosamente por falta de público, en una urbe como Madrid uno puede abrir una tienda de etiquetas usadas de botellines de cerveza y tiene una cola kilométrica en su puerta. Estadísticamente, a alguien interesará.
Esta marabunta -en Sevilla conocidas como bullas- encuentra su expresión más pura en la hora punta del metro y, más en particular, en la Línea 5 -que, para los profanos, atraviesa Madrid de suroeste a noreste y pasa por todo el meollo-. Un tren a punto de reventar, en el que sientes en la nuca el aliento del de atrás -y no en el buen sentido- y puedes ver hasta los subtítulos del TikTok que mira la de enfrente. Sin duda, ahí se condensan las historias que mejor definen la esencia humana en situaciones límite.
Los usuarios del Metro de Madrid no cuentan con espacio vital, por lo que está permitido empujar, rozarse incómodamente y, en situaciones extremas, hasta posicionarse cara a cara con un desconocido como si fuera un primer beso. Aquí no hay reglas, ni pactos tácitos, ni constituciones. A esta ciudad sin ley, húmeda, subterránea y diversa; nos lanzamos de lunes a jueves entre las 8.00 y las 9.00.
Aclaración: todas las historias que leerá a continuación son estrictamente verídicas y han sido literalizadas para facilitar la lectura, siendo riguroso con la realidad.
Hoy es un gran día
La felicidad es un concepto relativo, depende del espacio-tiempo. Hoy no es un día cualquiera, ya que suple la Línea 5 uno de los trenes más modernos de la flota. Nada de esas anticuadas máquinas compartimentadas en vagones, que provocan un apelotonamiento masivo en los espacios más cercanos a las puertas del andén y evitan que corra el aire. No. Este es bien moderno, la gente puede repartirse y, con algo de suerte, igual hasta puedes ir sentado. Nada mal para un lunes por la mañana, el universo me está queriendo decir algo.
Entro y me acomodo apoyando mi hombro en una de las barras centrales. Aún no hay hueco y seguimos demasiado apelotonados como para encontrar sitio, pero gracias a mis habilidades de subterfugio dignas de un Navy Seal creo que seré capaz de planchar mis posaderas en alguno de los tronos reales de plasticorro que me rodean.
Mientras que rebusco con la mirada algún mínimo espasmo que señale a alguien que baje en esta parada, el universo me volvió a mandar una señal que no supe interpretar. El tipo que compartía hombro en barra conmigo se tiró un señor eructo en mi puta cara. El caballero tenía pinta de no estar en sus cabales, pero en ningún caso parecía el prototipo de hombre que compartiría su chorizo con el vagón.
Recogí los pedazos de mi orgullo e hice lo que cualquier usuario del Metro de Madrid haría en mi lugar: tragué saliva, aguante la respiración y recé para que se bajara en la siguiente parada. No obstante, la tormenta no amainó y se mantuvo con categoría 5 durante unas eternas tres paradas. La única victoria que conseguí fue la de alejarme escasos dos metros de la zona cero.
De pronto, llegamos a una de esas paradas en las que confluyen varias líneas. En términos netos, el metro queda igual: entra la misma bulla que sale. No obstante, en ese trasiego se genera una reorganización de los espacios mediante la que uno puede aprovechar para buscar una posición estratégica, como una esquina o el quicio de las puertas. No dudé y tomé mi oportunidad para zambullirme entre otro grupo de personas que me espachurraba contra la pared.
Vista de pájaro
Dios me ha dado una altura considerable, perdonen mi falta de modestia. Mis 1'80pico me permiten estar literalmente por encima de la mayoría de los habitantes del metro, así que tengo una visión panorámica de las más íntimas intimidades de los pasajeros a través de las pantallas de sus móviles.
Es curioso lo que ve la gente en el metro. Un día me sorprendió el chat de WhatsApp de una chica joven. Parecía guay, había un niño dando por saco a sus pies y consiguió que se calmara con una mirada y una sonrisa. Además era mona, se parecía a la protagonista de Los Años Nuevos de Sorogoyen. La miopía me impidió distinguir qué decían en el chat, pero sí alcancé a ver el nombre del grupo: Vámonos a Puy Du Fou.
Las disonancias son el pan de cada día del metro en hora punta. El mismo día del eructo, una mujer mira de la forma en que se observan los funerales la pantalla de su móvil. Estamos junto a la puerta y ella está frente a ella, por lo que en el reflejo de la puerta veo su rictus mortis al mismo tiempo que puedo observar una hilera infinita de vídeos de TikTok con gente bailando, específicamente en fiestas de pueblo con charangas. Eso sí que es un algoritmo bien entrenado.
Poca gente lee y, menos aún, lee prensa. Salvo algún héroe de la mañana, habitualmente jubilado que ojea el ABC o El Mundo, nadie revisa las noticias del día durante su periplo matutino.
¿Nadie? No. Un épico jovenzuelo, sin pintas de intelectual, ni ínfulas de nada; ojea algún que otro periódico en español en su móvil. De repente, se mete en el Wall Street Journal, un gesto de flipado que paso por alto porque lo encuadra en un paseo por distintas cabeceras, tratando de formarse una opinión sobre el mundo que no sea sectaria. Una vez ha terminado, vuelve a la pantalla de inicio del Chrome. Allí, donde aparecen los iconos de las páginas que se visitan de manera más habitual, aparece como un cometa el logo de Xvideos.
Candy Crush
Vivimos rodeados de droga y no nos damos cuenta. No uso TikTok habitualmente, perdonad si digo algo obvio, pero me parece motivo de demanda judicial que cuando presionas el botón ATRÁS en tu móvil para salir del bucle infinito de vídeos que te ponen por delante, la aplicación te reproduce automáticamente otro contenido más. Por lo que tienes que presionar dos veces ATRÁS para salir de la espiral. Claramente, un instrumento hecho por el mismísimo Mefistófeles.
Otra de esas drogas es el Candy Crush y sus sucedáneos. Una chica tiene interiorizados los automatismos del videojuego al más puro estilo de un obrero en una línea de producción: nuevo nivel. Movimiento de fichas con los que se pasa el nivel. Presiona tres botones que le dan una vida extra, un bonus y monedas. Nuevo nivel. Es hipnótico ver durante diez minutos como prácticamente sin mirar pasa pantalla tras pantalla, siempre pulsando con precisión los tres puntos donde se encuentra el botón de la vida extra, el bonus y las monedas.
Es una visión un poco horrenda, y al mirar a mi alrededor no es que mejore. Todo el mundo se come sus pantallas de móvil. Todos salvo una chica, que lee un libro con fruición. En un vagón de yonkis, esta chica parece ser la única cuerda del lugar. Su apariencia es de culta, pero no muy culta. Normal, digamos. Igual que su belleza, podríamos decir mona, aunque como leía -y leía mucho- me empezó a parecer más atractiva. Comienzo a fijarme en ella con curiosidad.
El metro para y se baja en la misma estación que yo. Entre el trasiego de gente, me escurro para poder ponerme lo más cerca posible de ella -sin parecer un loco-. Subiendo la escalera trato de fijarme en algún detalle que me dé algo más de información sobre ella: ¿De qué marca es su camiseta? ¿Hacia qué línea se dirige? ¿Qué libro lee?
No alcancé a responder casi ninguna de las preguntas. Fijándome bien, veo una portada hecha con Canva con el siguiente titular: “Lo que el dinero no puede comprar”. Me fue imposible ver más, pero me imagino que el autor o autora tendrá un podcast de neurociencia y las reseñas de la contraportada dirán algo así como “me cambió la vida”. Adiós curiosidad, adiós atractivo, adiós desconocida. Nuestros caminos se separan, yo hago transbordo en esta estación y aún me quedan más de 10 paradas hasta el curro.
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La foto del artículo es de Daniel Alonso Viña