Ayer por la tarde el esquizofrénico del barrio entró en el parque con una pistola de juguete y se formó, como es natural, un tremendo revuelo de padres, niñeras y cuidadores de ancianos. Luego, al parecer, llegó la policía, lo desarmó y estuvo un rato intentando dialogar con él. Lo último que se sabe es que lo metieron en el coche y lo llevaron a su casa. La madre no sabe que hacer con él, la pobre.
No se hablaba de otra cosa esta mañana en la churrería. Las señoras esperaban de pie en la terraza a ver si alguna mesa quedaba libre. Hacían gestos exagerados de impaciencia, se cambiaban el bolso de hombro. Yo estaba en una de esas mesas y escuchaba, sin pretenderlo, todas las historias. Al fondo del salón interior, un televisor daba las noticias, pero nadie las miraba. Trump seguía disparando aranceles y los chinos contraatacaban. Paqui, en otro orden de cosas, llegaba tan contenta del campo con «fijate tú qué maravilla de espárragos, Carmela». Sí que eran lustrosos. Una cesta de espárragos recién traídos del campo. Con su tierra y sus bichos y ese olor de las cosas que ya no existen.
En la mesa de al lado había un hombre sentado con su perro. Un chuchillo negro maravilloso con los dientes pafuera. El señor mojó un trozo de churro en su taza de chocolate y se lo dio a comer. El perro estaba ciego, pero sabía perfectamente dónde estaba su compañero. Yo me levanté a pagar y el señor se excusó conmigo: «Se está muriendo, el pobre». Dentro, el bucle del canal 24 horas hablaba ahora de la caída mundial de las bolsas. Yo salí camino de la biblioteca pensando en ellos. A ese hombre ya solo le importaba la felicidad de su perro y al perro poder comerse otro churro. A los dos les daba igual el desplome del IBEX 35.
La primavera ya había tomado las calles. Yo caminaba ligero pese a tener la mañana libre. Temo haber olvidado las demás formas de caminar. A la altura del mercado vi a un mirlo intentando robar la comida que alguien le había puesto a los gatos del descampado. La acera estaba cubierta de naranjas y los parabrisas de pétalos blancos. El viento de la noche se había llevado lejos las nubes y el sol hacía brillar los charcos. Llegué al centro cívico y enfilé la escalera que sube hasta la biblioteca. El ambiente allí me pareció un poco agobiante. Olía a sudor y a exámenes. Preferí sentarme en el salón de abajo. Había varios puestos con ordenadores para conectarse a internet, unas cuantas mesas redondas con sillas rojas aparentemente cómodas y recién compradas y una estantería con los periódicos del día. Cuando llegué, solo había dos personas sentadas junto al ventanal. Saqué el ordenador y abrí este archivo. Otra vez la pantalla en blanco. Otra vez el cursor que viene y va. Otra vez la intermitencia que anuncia el cambio.
En la esquina más lejana, había un chico que parecía estar durmiendo escondido entre sus propios brazos. Como cuando le decías al profesor que te dolía la cabeza y te dejaba dormir un rato. Cerca de él, en otra mesa, otro chico parecía estar estudiando. Al verme llegar cruzó conmigo una mirada que bastaba como saludo. Respeté la soledad de ambos y me coloqué lo más lejos que pude. Todavía hacía un poco de fresco por las mañanas, pero allí dentro no estábamos del todo mal. Pronto el sol entraría por ese costado y daría calor al que dormía, aliento al que estudiaba y luz al que escribía. Olía a café de máquina expendedora y a tinta de bolígrafo. El silencio era aún una posibilidad. Como las palabras que aún no había escrito.
Pocos minutos después, media hora quizás, empezó a animarse el salón. Ya volvían de sus desayunos los viejos del barrio. Las señoras cogidas del brazo, de dos en dos, llegaban por el pasillo e iban ocupando sus sitios de siempre. Los señores solos e impostadamente solemnes hacían turnos para coger el periódico y leer la sección local. A cierta edad deja de importarle a uno la política exterior. El ruido empezaba a constituir una amenaza real. El estudiante y yo nos miramos con resignación. Éramos nosotros los que estábamos en territorio extranjero. Corrimiento de sillas, conversaciones distendidas, una señora enseñándole a otra los vídeos de su nieto en el móvil. Yo borraba y escribía todo el rato el mismo párrafo y luego miraba dormir al chico del fondo, completamente ajeno a la escena. Me preguntaba cuál sería su historia, pero no tuve que esperar mucho para saberlo. Justo en ese preciso instante llegó hasta su mesa un hombre vestido de negro con un portátil colgado del hombro y un legajo de folios en la mano izquierda. Intentó despertarlo con amabilidad tocándole el hombro. Lo llamó varias veces hasta que reaccionó y pudimos verle la cara. Parecía muy cansado, tenía la piel atezada y los ojos claros. El pelo como lo tienen los que fueron rubios de niños. Estaba adormilado, pero parecía comprender la situación. El hombre de negro se presentó, era el trabajador social. Había venido a ayudarlo. A esas alturas, me era imposible quitar de allí mi atención. Olvidé lo que llevaba un rato intentando escribir y empecé a imaginar este artículo. Me dejé llevar. A veces es tan sencillo como rellenar el folio con la historia que tenemos delante. La historia que realmente nos importa.
El chico era rumano, sus padres estaban separados y tenían una relación imposible. Hacía una semana que había salido de casa de su madre en Huelva. Antes de salir, le prometió que haría cualquier cosa para no volver a ver a su padre. La madre le dio cien euros y con ese dinero llevaba ya varios días intentando sobrevivir entre albergues y hostales. Tenía dieciséis años y estaba dispuesto a trabajar de cualquier cosa. El trabajador social le explicó la situación, le habló de todas las posibilidades y le aseguró que le iba a ayudar en todo lo que estuviese en su mano. Cosmin, que así se llamaba, se había incorporado completamente y asentía convencido a todo lo que su interlocutor le proponía. Hablaron de varias ofertas de trabajo y rellenaron juntos varias solicitudes. En un momento dado, dos empleados del centro cívico se acercaron discretamente hasta donde estaban y uno de ellos se acercó al trabajador social. Querían hablar con él sin que Cosmin pudiera oír la conversación. Se colocaron justo entre mi mesa y la del estudiante.
«Este muchacho no puede seguir aquí», le reprochaba la que parecía ser la directora del centro al hombre de negro. «Por qué, qué problema hay», se defendió él. «Pues miré, lleva dos mañanas aquí, se lava en los servicios y luego se echa a dormir. Como usted comprenderá, eso molesta a los demás usuarios». En ese momento ocurrió algo inesperado. Una de esas cosas que equilibran el mundo. El estudiante se levantó de su mesa y no pudo reprimir lo que pensaba: «Ese chaval es el único en este salón que no está molestando, señora». Los responsables del centro se quedaron helados. No supieron cómo reaccionar. El chico siguió diciendo. «Que digo yo que si esto es un centro cívico, habrá que ser comprensivo con historias como la suya. A mí no me molesta que esté ahí durmiendo». Yo no quise intervenir, pero la señora siguió elevando el tono y ya toda la sala estaba pendiente. «Ese muchacho está usando para dormir una localidad que podría estar utilizando otro usuario». El chico no aguantó más, cerró de golpe su ordenador y mientras recogía sus cosas respondió: «Estupendo, pues mi localidad se va a quedar libre ahora mismo, por si la necesitan ustedes». Agarró el abrigo, se echó la mochila al hombro y salió de allí como un resorte.
El silenció precedió a los cuchicheos. Yo me levanté y fui hasta la puerta para ver si conseguía alcanzarlo, pero ya había desaparecido. Me hubiese gustado hablar con él. Pensé entonces que la jornada de escritura debía terminar ahí. Entré de nuevo, solo para recoger mis cosas. El trabajador social parecía haber reconducido la situación y estaba explicándole a Cosmin cómo llegar a una calle cercana donde lo estaría esperando un hombre que lo llevaría a recoger remolachas y pepinos. Yo me fui de allí pensando en aquel hombre de negro. En el trabajo que hacía. En si él también tendría a alguien esperándolo en algún sitio. Alguien dispuesto a ayudarlo o incluso a quererlo. Ojalá que sí.
Eran las dos y me iba a casa por fin. Caminando de vuelta, miraba los patios vacíos de las casas del barrio, olía a puchero y a filetes empanados. La gente se preparaba para comer ajena a los problemas del mundo. Sumida en otro tipo de problemas o historias. Persiguiendo alguna alegría que llevarse a la boca, pensando en las vacaciones, en la mirada del vecino, en la compra de la semana. Una radio terminaba de vomitar el boletín, pero no llegué a oír lo que decía. Ya solo se oía el ruido de los cubiertos contra la loza, el correr de las persianas y alguna risa lejana. Fue al llegar a la esquina de mi calle cuando vi la pintada en el suelo. Una enorme pintada que con mayúsculas blancas decía: TE AMO 3 MILLONES. No pude evitar sonreír. Una sonrisa discreta de orgullo. Los seres humanos no tenemos remedio, pensé. Siempre intentando querernos mientras el mundo se cae a pedazos.