La avenida más fea de Córdoba

Parece estar esperándola un chico con un ramo de flores. El chico parece nervioso. Yo modero mi entusiasmo.

Vivo en la avenida más fea de Córdoba y aunque ya me la sé de memoria, sigo esperando un milagro cuando salgo a fumar a la ventana de la cocina. Estiro mi mirada hasta sus límites como si fuese posible un cambio. Algún negocio nuevo, quizás, otra farola fundida o el último desdén del ayuntamiento.

En ella, los edificios son grises e iguales. Diseñados para albergar gente que nunca sintió el deseo de habitarlos. Gente obligada y con prioridades acuciantes entre las que no se encuentra la estética urbanística.

Los árboles, pese a ser viejos, son irremediablemente bajos y raquíticos. No consiguen disimular la fealdad que, sin esfuerzo, los circunda y sobrevuela.

La carretera tiene muchos carriles, pero muy pocos coches (hace tiempo que dejó de ser una arteria principal). El asfalto, aclarado por el sol y agrietado por el uso, nunca ha sido renovado. La pintura se ha borrado. Hay que intuir las líneas.

Los semáforos son previsibles y demasiados. Si se apagasen, el poco tráfico fluiría mejor y los conductores conseguirían pasar menos tiempo en ella.

Hay dos paradas de autobús. Una en cada sentido de la marcha. Ambas sin asientos. Ambas sin anuncios. Ninguna marca comercial querría asociar su imagen de producto a ella.

Los peatones la atraviesan de camino a otras calles en las que malgastarán el día trabajando. Mientras lo hacen, escuchan música, consultan Instagram o mandan audios a su madre.

Antes de apagar el cigarro, me fijo en uno en concreto. Una chica que acaba de salir del último portal impar y camina en dirección al centro. Va distraída y no se percata de que a la vuelta de la esquina, ya en la calle contigua, parece estar esperándola un chico con un ramo de flores. El chico parece nervioso. Yo modero mi entusiasmo. En un momento dado, entra en nuestra avenida con el florido regalo, pero ella va mirando al suelo y no se da cuenta. Él entonces duda, retrocede y vuelve a su posición original. La chica avanza, sale definitivamente de nuestra avenida y se adentra en la calle colindante. El chico, por fin, la sorprende por la espalda, ella se asusta, pero enseguida lo reconoce y lo abraza y lo besa y ocurre el amor, pero ocurre ya en otra calle. Una calle que imagino cuajada de balcones con macetas y perfectamente adoquinada. Una de esas otras calles donde ocurren siempre las cosas. Lejos de esta ventana. A salvo, por fin, de la maldición de mi mirada.

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Parece estar esperándola un chico con un ramo de flores. El chico parece nervioso. Yo modero mi entusiasmo.

Vivo en la avenida más fea de Córdoba y aunque ya me la sé de memoria, sigo esperando un milagro cuando salgo a fumar a la ventana de la cocina. Estiro mi mirada hasta sus límites como si fuese posible un cambio. Algún negocio nuevo, quizás, otra farola fundida o el último desdén del ayuntamiento.

En ella, los edificios son grises e iguales. Diseñados para albergar gente que nunca sintió el deseo de habitarlos. Gente obligada y con prioridades acuciantes entre las que no se encuentra la estética urbanística.

Los árboles, pese a ser viejos, son irremediablemente bajos y raquíticos. No consiguen disimular la fealdad que, sin esfuerzo, los circunda y sobrevuela.

La carretera tiene muchos carriles, pero muy pocos coches (hace tiempo que dejó de ser una arteria principal). El asfalto, aclarado por el sol y agrietado por el uso, nunca ha sido renovado. La pintura se ha borrado. Hay que intuir las líneas.

Los semáforos son previsibles y demasiados. Si se apagasen, el poco tráfico fluiría mejor y los conductores conseguirían pasar menos tiempo en ella.

Hay dos paradas de autobús. Una en cada sentido de la marcha. Ambas sin asientos. Ambas sin anuncios. Ninguna marca comercial querría asociar su imagen de producto a ella.

Los peatones la atraviesan de camino a otras calles en las que malgastarán el día trabajando. Mientras lo hacen, escuchan música, consultan Instagram o mandan audios a su madre.

Antes de apagar el cigarro, me fijo en uno en concreto. Una chica que acaba de salir del último portal impar y camina en dirección al centro. Va distraída y no se percata de que a la vuelta de la esquina, ya en la calle contigua, parece estar esperándola un chico con un ramo de flores. El chico parece nervioso. Yo modero mi entusiasmo. En un momento dado, entra en nuestra avenida con el florido regalo, pero ella va mirando al suelo y no se da cuenta. Él entonces duda, retrocede y vuelve a su posición original. La chica avanza, sale definitivamente de nuestra avenida y se adentra en la calle colindante. El chico, por fin, la sorprende por la espalda, ella se asusta, pero enseguida lo reconoce y lo abraza y lo besa y ocurre el amor, pero ocurre ya en otra calle. Una calle que imagino cuajada de balcones con macetas y perfectamente adoquinada. Una de esas otras calles donde ocurren siempre las cosas. Lejos de esta ventana. A salvo, por fin, de la maldición de mi mirada.

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