“Pero tú, dime, por favor
si dices algo de lo que aquel día pasó.”
(Dispositivo, La Costa Brava)
Hace años, en una entrevista con Jean-Claude Carriere, el fiel escudero al guión de Luis Buñuel y quien le ayudaba a organizar y estructurar sus ideas, decía que no le interesaban nada las historias donde los lectores y/o espectadores pudieran asentir satisfechos ante la plena congruencia y coherencia de los protagonistas en todos sus actos y las interrelaciones entre dichas acciones. Que para qué iban a hacer él y Buñuel nada enfocado a que quien lee y/u observa o bien se congratulase por el protagonista no incurrir jamás en decisiones que chirriasen (y, encima, usar esto como baremo último de “historia bien construida”, una de las mayores lacras en cuanto a validar e invalidar ficciones) o montase en cólera por atreverse a escapar el protagonista de una especie de determinismo auto-inducido con las tres o cuatro primeras decisiones que decide encadenar en la ficción a defenestrar. A Jean-Claude Carriere esto le interesaba porque, de nuevo, como la persona que mejor ha conocido a Buñuel, se le intuye un interés idéntico por “el misterio”. Entendiendo por “el misterio” tanto aquello que no tiene una explicación última (sea esta satisfactoria o decepcionante) como, principalmente, los impulsos que operan tras las decisiones del ser humano. Esas fuerzas invisibles e incuantificables. Ese perímetro invisible e imposible de traspasar para los protagonistas de El Ángel Exterminador.
Así con todo, no es para nada extraño que Buñuel y Carriere adaptasen décadas después de publicado este sublime Belle De Jour. Es fácil imaginar a ambos, cada uno con su respectivo ejemplar, leyendo todo panchos en el porche de una casita de campo sin cruzar palabra, probablemente Buñuel aprovechando para leer simultáneamente otro libro gracias a ese ojo bailongo suyo. E igual de probable es visualizarles absolutamente fascinados con las innumerables manifestaciones del “misterio” sobre los cuatro personajes que sostienen la novela y hasta qué punto condiciona unos actos que ni entienden de dónde surgen ni por qué no les ponen freno pero que nada pueden hacer ellos por abstraerse... y mucho menos por contemplar la más remota posibilidad de dominarlos. De hecho, el desenlace de acontecimientos, uno de los finales más trágicos* que recuerdo haber leído jamás (encima concentrados en cuatro últimos párrafos brevísimos, tan prodigiosos en su capacidad de síntesis que hasta incorporan unas elipsis de tres años con mudanza y cambio de localización), es tocante a eso que tanto fascinaba a la famosa pareja cinematográfica: Severine, la mujer protagonista, tras más de doscientas páginas perfilando un determinismo para consigo misma en base a querer por encima de nada en el mundo evitar que ocurra cierta cosa, justo tras mover cielo y tierra y conseguir evitarlo, es ella quien retrocede al punto previo a ese anhelo desvelando el secreto que hace que suceda lo que quería evitar. Un final que a cualquier persona ajena a Buñuel y Carriere a buen seguro le supondría un cabreo monumental y la invalidación instantánea de la obra pero que, para ellos, es lo que termina de enhebrar una tragedia perfecta. Porque esto es una tragedia inmensa, en el sentido clásico de la palabra y en su aplicación sobre los propios personajes y sus luchas internas (ellos son en todo momento autoconscientes de esa fricción constante, de esa imposibilidad de luchar contra una fuerza mayor que les impele a realizar acciones y desear cosas que de antemano saben que les complicarán la vida) y, también, de las relaciones entre cada uno de los personajes con los demás: Belle De Jour es una novela de esas que todo personaje termina mucho, muchísimo peor de lo que comienza. El peor escenario en teoría de juegos.
Belle de Jour es un libro sensacional, que se lee en dos patadas y que a la vez cuesta avanzar en su lectura conforme en ciertos pasajes se asiste al inmenso drama de Severine, a ese conflicto entre amor y deseo, a la naturaleza dual alma y carne; un drama que se ve en 1928 la gente no se apercibió de ello y tuvo que entrar Joseph Kessel a indicar que por ahí iba el asunto en un prefacio a su obra de esos que se escriben cuando ves que nadie da pie con bola en cuanto a oír campanas y saber señalar dónde está el campanario. Curioso es, sin embargo, que se hable muy poco de ese subtexto que Kessel introduce para enarbolar una teoría sobre que las perversiones que atañen a sofisticaciones en lo sexual (entendamos “sofisticación” no a la manera de pedirle a tu pareja que te arranque uñas con tenazas para así obtener placer, sino como ese acto vil consistente en dominar a otra persona contra su voluntad para obtener satisfacción) son inherentes a las clases ociosas y pudientes. El autor es tan astuto en ese sentido que se permite trenzar su teoría pero no cerrarla con aspecto de Tabla De Ley: deja aquí y allá esos detalles de los que se infiere que según se asciende en el sistema de clases más probable es que a uno no le baste con echar un polvo con su pareja, girarse a dormir y a lo mejor cagarse un pedo, sino que esa persona, para un placer semejante, probablemente precisará de toda una tramoya que ponga a bailar a su son a otra persona, preferiblemente de su misma clase social u otra superior. Pero jamás se puede concluir que sea extrapolable a cualquier persona, y hasta el propio Kessel admite en su prólogo que construye una situación extraordinaria e improbable, casi hiperbólica, para poder servirse de ella en cuanto al discurso que quiere plasmar.
* Este final ha sido homenajeado en no pocas ocasiones, siendo quizá las más destacadas el desenlace de la genial comedia macabra Very Bad Things (Peter Berg, 1998) o el tirabuzón y vuelta a empezar que acontece al terminar Gone Girl (David Fincher. 2014), donde sirve de inicio a una situación más aberrante y malsana si cabe.