Caffè San Eustachio

Llegué por primera vez al lugar una tarde soleada de junio. En tres rápidos sorbos, que parecían no terminar nunca, acabé el café, pagué en metálico y me fui.

Con esta proliferación de cafeterías de especialidad que envuelve todos los rincones de España desde hace unos años, donde uno se siente raro y, en cierto modo, discriminado si lo único que quiere es tomarse un café sin más para seguir el día con energía y no asistir a una liturgia con más pompa y ceremonia que el funeral del Papa Francisco, no paro de acordarme del lugar donde tomé mi mejor café, quizá el sitio donde mejor lo preparan de todo el planeta: Caffè San Eustachio, en la Piazza de San Eustachio.

Descubrí este lugar gracias a Enric González y su libro ‘Historias de Roma’, un libro que sin ser una guía turística es lo que hay que leer para tratar de empezar a entender Roma, esa gran ciudad que lo es todo, y a sus ciudadanos, que en palabras de Jep Gambardella, los turistas son los mejores. EG escribió: “Lo suyo es tomar el mejor café del mundo. Lo preparan en el Caffè San Eustachio, tostando los granos con leña cada mañana y moliéndolos sobre la enorme cafetera, que está de espaldas al público para no divulgar los secretos del negocio (…) un gran caffe, el sensacionalmente cremoso café doble del San Eustachio”.

Llegué por primera vez al lugar una tarde soleada de junio tras extasiarme con Caravaggio, seguir las huellas de ‘La Gran Belleza’, soñar la nieve en el Coliseo y sentirme lo más cerca que me voy a sentir nunca de ser cardenal tras comprarme unos calcetines rojos en Gammarelli. Había mucha gente en la terraza, pero yo que me había empapado de suficientes lecturas, películas y observación del paisanaje romano, por nada del mundo quería pecar de la fiebre turística de la mesa en plena calle. Tirándomelas de romano de toda la vida, pasé al interior, olí, miré, y me acerqué a la barra, como manda la costumbre, para pedir el café doble, al que jamás hay que mancillar con azúcar. En tres rápidos sorbos, que parecían no terminar nunca, acabé el café, pagué en metálico y me fui. Un instante repleto de sabor, aroma y sensaciones que guardo intactas. No sé que tenía ese café, quizá fuera gran culpa de la sugestión todas esas impresiones, pero guardo un recuerdo tan nítido y bonito. Lo que sí que no había era popes del café mirando por encima del hombro, ni gente con sus Macs encima de la mesa, ni nadie detrás de la barra que no fuese eficiente y con un punto de amabilidad.

No es tan difícil, no nos volvamos locos, lo único que se necesita es buen café bien tratado. Todo lo demás sobra y empobrece. 

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Gastronomía

Caffè San Eustachio

Llegué por primera vez al lugar una tarde soleada de junio. En tres rápidos sorbos, que parecían no terminar nunca, acabé el café, pagué en metálico y me fui.

Con esta proliferación de cafeterías de especialidad que envuelve todos los rincones de España desde hace unos años, donde uno se siente raro y, en cierto modo, discriminado si lo único que quiere es tomarse un café sin más para seguir el día con energía y no asistir a una liturgia con más pompa y ceremonia que el funeral del Papa Francisco, no paro de acordarme del lugar donde tomé mi mejor café, quizá el sitio donde mejor lo preparan de todo el planeta: Caffè San Eustachio, en la Piazza de San Eustachio.

Descubrí este lugar gracias a Enric González y su libro ‘Historias de Roma’, un libro que sin ser una guía turística es lo que hay que leer para tratar de empezar a entender Roma, esa gran ciudad que lo es todo, y a sus ciudadanos, que en palabras de Jep Gambardella, los turistas son los mejores. EG escribió: “Lo suyo es tomar el mejor café del mundo. Lo preparan en el Caffè San Eustachio, tostando los granos con leña cada mañana y moliéndolos sobre la enorme cafetera, que está de espaldas al público para no divulgar los secretos del negocio (…) un gran caffe, el sensacionalmente cremoso café doble del San Eustachio”.

Llegué por primera vez al lugar una tarde soleada de junio tras extasiarme con Caravaggio, seguir las huellas de ‘La Gran Belleza’, soñar la nieve en el Coliseo y sentirme lo más cerca que me voy a sentir nunca de ser cardenal tras comprarme unos calcetines rojos en Gammarelli. Había mucha gente en la terraza, pero yo que me había empapado de suficientes lecturas, películas y observación del paisanaje romano, por nada del mundo quería pecar de la fiebre turística de la mesa en plena calle. Tirándomelas de romano de toda la vida, pasé al interior, olí, miré, y me acerqué a la barra, como manda la costumbre, para pedir el café doble, al que jamás hay que mancillar con azúcar. En tres rápidos sorbos, que parecían no terminar nunca, acabé el café, pagué en metálico y me fui. Un instante repleto de sabor, aroma y sensaciones que guardo intactas. No sé que tenía ese café, quizá fuera gran culpa de la sugestión todas esas impresiones, pero guardo un recuerdo tan nítido y bonito. Lo que sí que no había era popes del café mirando por encima del hombro, ni gente con sus Macs encima de la mesa, ni nadie detrás de la barra que no fuese eficiente y con un punto de amabilidad.

No es tan difícil, no nos volvamos locos, lo único que se necesita es buen café bien tratado. Todo lo demás sobra y empobrece. 

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