Cuando era niño, mis padres cargaban conmigo a la inmensa mayoría de planes que hacían, a no ser que fuesen a tomar copas a horas muy intempestivas. Nunca fui uno de esos niños que se quedaba en casa con los abuelos o la canguro ni de esos que empezaron a comer fuera de casa pasada la mayoría de edad. Muchos días de mi vida he cenado en bares, sidrerías o restaurantes: uno de los mayores placeres, porque normalmente siempre se hace en compañía de gente que queremos y nos quiere. Fui bebé, niño, adolescente y ahora adulto de barra de bar y mesa con mantel. Hay establecimientos a los que llevo yendo desde que tengo uso de razón, que la primera vez que pasé sus puertas iba en carrito y ahora lo hago con unas incipientes canas.
Mis padres me enseñaron a comportarme, a saber estar, a conocer cuándo tenía que hablar o no, a no dar mucho por el culo y a irme a la calle a jugar con otros chavales que encontraba y estaban en mi misma situación: peña que no nos conocíamos de nada y en diez minutos éramos mejores amigos efímeros, pero lo éramos.
Si era un bebe y lloraba, uno de los dos salía conmigo. Si me daba por lanzar bolas de pan en la mesa o hacer potingues con los posos de café y los restos de las bebidas, una sola mirada bastaba para que parase. Si era muy tarde y estaba cansado, se jodían, aunque estuviesen pasándolo genial, y nos marchábamos para casa. Alguna he liado, todos lo hemos hecho, casi me muero por precipitarme por el puerto de Puerto de Vega: les jodí la sobremesa de un gran día de agosto. Pero en general sabía cómo debía de actuar, supieron enseñarme.
Ahora se ha puesto muy de moda que no admitan a los niños en muchos restaurantes, también pasa en hoteles, y me parece un error garrafal: el problema siempre es de los padres, no tanto del niño. En una sociedad donde cada vez se cocina menos en casa, donde la gastronomía se ve sólo como un evento y no como un elemento vertebrador de la sociedad y la cultura, limitar a los niños el acceso es tirar piedras contra su propio tejado. Los niños, aunque a muchos les sorprenda, no son tontos: son niños, nada más. Hay que enseñarles a comer, a estar en la mesa, a apreciar el producto, a tratar a los camareros, a escanciar o a disfrutar de lo sencillo y de lo elevado. Y si se quedan en casa, si no salen, jamás podrán aprender y querer a la cocina.
No hagan de sus hijos unos analfabetos gastronómicos, no les nieguen la posibilidad de ser felices.