26 de julio de 2001. Supón que eres un ciudadano británico que se sienta un rato a ver el Channel 4. En esto que el programa que emiten, una suerte de especial de Documentos TV o Informe Semanal que versa sobre la pedofilia y la pederastia, de repente muestra una toma nocturna de cámara de vigilancia en la que se ve un colegio a escala desplazándose de una manera impropia para los andares que se les supone a los colegios. El monitor que muestra la imagen en el plató de la emisión está custodiado por un presentador, el cual informa que ya va para doce años que ese pederasta disfrazado de colegio hace de las suyas por las calles de Sheffield. Con un tono de falsa preocupación, más encantado del registro de su propia voz que azorado por el peligro que acaba de mostrar, el presentador emplaza a los televidentes a que llamen si tienen pistas que aportar que puedan ayudar a detener a ese peligroso pederasta y peculiar cosplayer. El presentador en realidad es Chris Morris. Y en este sublime mini sketch de tan solo diez segundos, pese a mimetizar los códigos y maniobras persuasivas de la televisión de los 90, se le decía claramente al espectador que aquello era una sátira. Una sátira tan delirante y a la vez tan integrada en el lenguaje televisivo que tú, espectador, terminarás cabreándote con la cadena que lo emite y llamando a su centralita para poner de vuelta y media al programa y pedir la cabeza de Chris Morris.
La historia de Chris Morris es prácticamente desconocida en España, y está bien que así sea: si ya son décadas que las producciones televisivas de este país hacen mirar hacia otro lado de pura vergüenza ajena, si los humoristas aquí en boga en cada momento resultan ramplones y remando siempre a favor de los marcos ideológicos y morales que les garantizan exposición televisiva pese a creerse muy antisistema ellos y ellas, al contraponer lo uno y lo otro con las obra y vida de Chris Morris no queda más que negar con la cabeza y desistir de cualquier esperanza en que en España se hagan cosas que se aproximen un mínimo a la actitud kamikaze y de verdadera denuncia de Morris. Porque lo más cerca que ha estado este señor a una mínima popularidad en este país fue cuando en la serie The IT Crowd (aquí llamada Los Informáticos) se encargó de interpretar en los primeros episodios al gerifalte de la compañía Denholm Reynholm. Y, curiosamente, fue a través de la interpretación de un personaje ficticio, el antedicho Denholm, de la forma que Morris entregó la mejor autobiografía existente sobre su metodología a la hora de afrontar cualquier proyecto televisivo o cinematográfico en estas tres décadas que ha estado en activo: cuando Reynholm salta por la ventana sin que nadie pueda anticiparlo estamos asistiendo a, en última instancia, la maniobra suicida que define cada aproximación de Chris a un nuevo proyecto. Una acción que, en ese brinco para superar el alféizar que es la preproducción, si la caída de un octavo o un noveno piso en barrena supone la emisión, lo lógico sería que ahí acabase todo, que esa persona que decide saltar por la ventana no sobreviva para volver a saltar a futuros. Cada producción que acomete Morris parece ser en realidad una especie de apuesta contra sí mismo por ver hasta dónde se pueden estirar los límites de lo que se puede y no se puede emitir, o, al menos, una apuesta para verificar si es él quien tiene la última palabra en cuanto a poner fin a su trayectoria y futuro en los medios de tantos puentes que quema con cada proyecto que lanza.
La primera producción televisiva de Morris fue The Day Today, una translación de la radio al medio televisivo del programa de noticias falsas On The Hour. El formato en sí no era nada nuevo: Weekly World News, el archiconocido diario que diera a conocer al Niño Murciélago (homenajeado en Men In Black), existía desde finales de los 70, y The Onion, quizá el mejor y más famoso periódico dedicado a informar de la actualidad rigurosamente inventada (plagiado aquí tardísimo y mal por El Mundo Today), surgió a finales de los 80. Empero, sí que era novedoso llevar el formato a un medio como la televisión, donde igual sólo existían precedentes claros en las películas de Peter Watkins emulando las técnicas informativas en cuestiones ajenas y anacrónicas a dicho formato o en los bloques de noticias concebidos por Paul Verhoeven y Edgar Neumeier para exacerbar el Detroit ultraneoliberal de Robocop y posteriormente un marco ideológico y económico similar en Starship Troopers. Para acometer el salto de la radio a la tele Morris contó con otra leyenda viva de la TV británica (Armando Ianucci, luego creador de The Thick Of It, Alan Partridge, Veep y películas tales que In The Loop o La Muerte De Stalin) y un habitual a su vera en las tareas de escritura del que nadie se suele acordar y es esencial en la sátira moderna, Peter Baynham (que además luego sería el principal ideólogo y responsable de Borat y su continuación). El resultado fue un absoluto triunfo por el que, desde los códigos, dejes y manierismos televisivos de la época, desfilaban noticias (con sus pertinentes secuencias de archivo o en directo) acerca de los peligrosos perros bomba del IRA, el Príncipe Carlos recluyéndose en la cárcel de forma voluntaria a modo de ejemplo para un programa de concienciación social, una pena de muerte ejecutada a través del sacramento del matrimonio o un reportaje de investigación que indagaba en si era verdad aquello de que la policía británica se estaba comiendo a los presos. Y encima con pequeños bloques donde parodiaba a la MTV de la época (con una genial imitación de Jarvis Cocker y Pulp en un tema digno de su discografía) o a los segmentos deportivos de los noticiarios. En esto último fue donde se pudo ver por primera vez a Steve Coogan interpretando a Alan Partridge.
Contra todo pronóstico, tras poner de vuelta y media el enfoque sensacionalista de los informativos y su falta de rigor, a Chris Morris le produjeron otro nuevo programa. ¿Y él qué hizo? Pues The Day Today pero a lo bestia, una hipérbole llamada Brass Eye. Esta vez el enfoque de cada uno de los seis episodios (el séptimo, Paedoggedon, fue una especie de extensión cuatro años después de emitidos los capítulos originales) era conceptual, ocupándose de temáticas concretas que iban de la ciencia al sexo pasando por las drogas o el crimen. Llegados a este punto, a la hora de analizar la semiótica televisiva en cuanto a las noticias, lo noticiable y el enfoque que se les da, siempre recomiendo dos cosas: leer cualquier libro o ensayo de Román Gubern sobre la cuestión (a poder ser complementándolo con Crítica De La Seducción Mediática, de José Luis Sánchez Noriega) y atender a cómo Brass Eye parodiaba en perfecta mímesis el género a finales de los noventa y a la vez sentaba una especie de espejo en el que mirarse esas mismas emisiones en la actualidad. En el tridente que ejerce, en ese “parodia-mímesis-ideal en el que reflejarse”, resulta increíble ver el nivel predictivo alcanzado (y no desde el encomendarse tareas proféticas, puesto que Morris siempre abogaba por resolver cualquier disyuntiva por la vía de elegir la opción más subnormal o absurda de las que hubiesen concebido en todo el abanico de posibles opciones) y cómo esos gráficos de Brass Eye fundamentados en elegir siempre de variables tocino y velocidad, cuestiones jamás relacionadas, a día de hoy son parte de la infografía que cualquier informativo que se precie de serlo nunca prescindirá de ello so pena de sacrificar su presunto rigor informativo. Un desiderátum de gente leyendo teleprompters que ni siquiera entienden de qué coño hablan pero con el tono de quien desciende un monte con tablas de ley dictadas por Dios bajo el brazo, unas escenografías en plató, unas muecas, un todo en general lo de Brass Eye que es que es el perfecto espejo del frenopático actual de las noticias solo que visto hace ya casi treinta años. Y luego, encima, lo de ponerse en evidencia varios diputados británicos a santo de una nueva droga inventada por Morris y sus delirantes efectos: al gustarle de siempre a los miembros de un parlamento más una cámara y pontificar de lo que no saben frente a ella que pensarse dos veces lo de comparecer poniéndose en evidencia a varios niveles, pues fue notorio en el Reino Unido lo de primeras figuras políticas alertando de una nueva droga llamada Pastel que era “una peligrosa bala amarilla” y patochadas del palo*.
Ahora saltamos a 2006. Tras Jam y el especial de Brass Eye denominado Paedoggedon, Morris se unió a Charlie Brooker para concebir una mini serie llamada Nathan Barley. Brooker, años después, se haría inmensamente popular gracias a esa especie de vuelta de tuerca a The Twilight Zone que es Black Mirror. De hecho, uno de sus episodios, el infravaloradísimo El Momento Waldo, procede de una idea descartada para Nathan Barley, la de la política como meme y la representación parlamentaria digital: no llegaron a incorporarlo en su momento, pero en su concepción original la cosa iba a ser un poco especulación política respecto a qué pasaría si se creaba un partido político bajo los planteamientos de la banda Gorillaz, es decir, reemplazar a las personas por dibujos o gifs para facilitar a los asesores y equipos de comunicación aquello de no siempre rendir un ser humano acorde a lo que se espera sea su rendimiento. En su momento la serie se consideró un fracaso y ahora, casi dos décadas después de su emisión original, no queda más que asistir impresionados a la manera en la que Morris y Brooker clavaron mientras sucedía todo lo asociado el mundo hipster y de las tendencias: Nathan Barley es una especie de Idiocracia a lo bestia y en tiempo presente, nada de involucionar la raza humana a nivel cognitivo durante cientos de años para un nuevo amanecer mongolo. Los paralelismos con Idiocracia no acaban ahí, puesto que el principal dilema del protagonista es semejante al que ocupa al de la película de Mike Judge en cuanto a si realmente es mejor que todos aquellos que considera disminuídos mentales y estéticos y qué grado de culpa tiene él en que la gente use chanclas como pendientes, se gaste dinerales en gadgets tales que dos platos de vinilo tamaño llavero para pinchar mp3s o en los albores de la burbuja de los medios digitales, aquello que luego vino en llamarse “contenido”, fuesen registros en vez de cosas de interés más bien de testimonios de lesiones cerebrales irreversibles. Igual el problema en su consideración fue que Morris y Brooker tuvieron el arrojo de lanzar Nathan Barley justo mientras estaba sucediendo todo lo que criticaban y siendo la audiencia a priori más interesada en un nuevo proyecto de Morris precisamente toda aquella gente a la que ponía de vuelta y media sin dorarles la píldora. Aquí en España, estas cosas ya vemos cómo se hacen: una persona involucrada en calidad de generador de contenido de una web como de las que se ríen Brooker y Morris, Carlo Padial, primero se pasa unos añitos facturando tan ricamente a cuenta de subir sus mierdas a Playground y años después de quebrada la web y pinchada la burbuja de los medios de tendencias digitales pues llega el tío y saca un libro quejándose de todo aquello y fingiendo sorpresa post facto ante toda la locura que le rodeaba. Es decir, coge y hace una crítica extemporánea para volver a facturar varios años después. Pues un poco de toda esa gentuza sin la más mínima vergüenza es de quien se reían Morris y Brooker.
Volvamos ahora al pasado, al año 2000. Teniendo de nuevo su antecedente en la radio, Morris decide adaptar aquel Blue Jam radiofónico a los parámetros televisivos. Pero no a unos parámetros conocidos en el medio: a la hora de concebir Jam exige al Channel 4 que le permitan emitir el programa sin bloques publicitarios para no romper la ambientación y que le busquen primero un hueco en la parrilla nocturna para la emisión normal y un segundo hueco de madrugada para dar cabida a la versión remezclada, Jaaaam. Este programa es una suerte de sucesión de sketches cuyas premisas suelen partir de temáticas difíciles (locura, incesto, violaciones, muertes infantiles) y el desarrollo de las situaciones aproximan lo que nace como deconstrucción de chistes y humor negro con cierto poso popular (sin ir más lejos, el clásico chiste de una persona que en vez de suicidarse desde un piso cuarenta se lanza muchísimas veces desde un primer piso) a territorios anclados directamente en el terror o el horror, consiguiendo no pocas veces llegar a una especie de limbos rarísimos que transmiten una extraña paz o alivio. Para pulsar estas nuevas emociones hasta ahora desconocidas en el humor lo que hace es servirse de técnicas audiovisuales nunca antes usadas en la televisión en el campo de hacer reír a la gente, especialmente a través del diseño de sonido (la banda sonora abarca gran parte del catálogo del sello de electrónica vanguardista WARP Records, sello en el que en su día se publicase un cuádruple CD recopilando On The Hour y se terminase editando también una selección de los mejores momentos de Blue Jam) y los desenfoques y usos de cámaras de seguridad u otras tomas no englobadas en los estándares de la producción de corte humorístico, todavía dependientes del formato sitcom tan en boga de aquellas. A título personal considero Jam la emisión televisiva más arriesgada de lo que llevamos de siglo, y además de tener piezas como la del coma asintomático, la de la madre iracunda peleando en el juego de las sillas contra niños de cinco años para vengar a su hija, la de los padres cuya hija ha sido raptada y sorprenden en rueda de prensa con una canción a casiotone para pedir se la devuelvan o la del doctor tocón a cámara lenta con el An Ending de Brian Eno sonando (piezas excepcionales todas y cada una de ellas aisladas del todo que es Jam) es imposible negar que la cadena AdultSwim y sus principales triunfos en los infocomerciales de madrugada, esas piezas que son vanguardia audiovisual pura a cargo de Alan Resnick (Unedited Footage Of A Bear, This House Has People In It), Casper Kelly (Too Many Cooks, Final Deployment 4) o Tim & Eric (de quienes muchos sketches con inicio en el humor para desembocar en el horror puro de su Tim & Eric Awesome Show es innegable que sin Jam jamás habrían existido, como aquel mítico Not Jackie Chan totalmente pesadillesco), beben sin excepción de una u otra manera de todo lo logrado por Chris Morris al momento de concebir Jam y exigir se programase en televisión de la forma que se terminó emitiendo.
Otro día, si eso, hablaremos de las dos películas de Morris: 4 Lions y The Day Shall Come.
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* Lo del hoax de la inexistente droga Cake al final conculcaba ciertas normativas sobre las emisiones televisivas y derivó en una reforma de las mismas. A su vez le supuso a Michael Grade (principal ejecutivo del Channel 4) no pocos quebraderos de cabeza que añadir a todas las ediciones que le sugería u obligaba hacer a Morris, el cual, al final, se vengó a su manera colocando un fotograma subliminal en el último programa de Brass Eye en el que se leía Grade Is A Cunt. Este gesto también dice mucho del lado cabezón, irascible e irracional de Morris, algo que se suele pasar por alto y si bien se entiende su cabreo por la constante censura de Grade no menos cierto es que puso en peligro con esa chiquillada la continuidad laboral en el medio televisivo de todo el equipo del programa.