Comprando historias (una defensa del comercio local)

No pretendo decir que haya que huir de multinacionales y fondos a la hora de consumir, faltaría más.

El otro día leí un tuit que me provocó una ternura especial: Scott Yoder, cantante glam de Seattle, solo había vendido cuatro entradas para el concierto que iba a dar esa noche en San Sebastián. Ante ese panorama, la sala decidió abrir sus puertas de manera gratuita, lo que hizo que ingresaran en ella unas 100 personas. Cuentan que al público le flipó el concierto, que cervezas fueron bebidas y que camisetas del grupo fueron compradas.

¿Qué es lo que le pasa a uno cuando lee historias como estas? A mí me parece que es emocionante porque todos tenemos dentro el valor de la cercanía humana, de una moral de corto alcance que nos hace sentir más compasión o más simpatía por lo que realmente podemos tocar, asir y ver. Es, en definitiva, un sentimiento emparentado con lo que se experimenta cuando cierra, para siempre, un comercio local que uno tuvo en estima.

Existe, no obstante, un interés económico y por tanto político en que nos veamos como consumidores (ciudadanos ya ni somos) que compran en un mercado global. Esto es bastante evidente: multinacionales que empiezan por A gozan de economías de escala e ingeniería financiera a todo meter; siempre van a ser más competitivas en precio que la ferretería o librería de enfrente (por no hablar de que permanecen abiertas en pandemias). Además, llevan el paquetito al felpudo, con lo que ahorran una engorrosa interacción humana (buenos días, cómo está el tiempo; un horror, en definitiva). Lo mismo ocurre con plataformas de streaming frente a otras opciones de ocio local, o con las trituradoras fast-fashion frente a marcas que producen prendas que a veces incluso resisten la implacable tortura de las lavadoras.

A nivel local, a pie de calle, la otra opción que se está quedando disponible es la de las cadenas o los establecimientos sospechosamente cuidados, como diseñados por power point. Un secreto, estos sitios suelen pertenecer a fondos de inversión. Siempre bromea un amigo con que se debería legislar para que estos sitios estuvieran obligados a identificarse un cartel en la fachada de “PE-owned”, es decir, empresa comprada y troceada y estirada como un chicle1. Esto - y el uso del data - es lo que explica las horrorosas modas gastronómicas que se copian unas a otras (la próxima tarta de queso bailonga que me sirvan, será lanzada de vuelta a la barra de cócteles). Eficiencia equivale a homogeneización.

No pretendo decir que haya que evitar a toda costa multinacionales y fondos a la hora de consumir, faltaría más. Pero entonces habrá que asumir las consecuencias de nuestras compras, que arrojan un par de contradicciones fundamentales:

  • Una, que el argumento económico cortoplacista no vale, es decir, que en realidad es más caro comprar barato, pues se acaba pagando el comprar más y con mayor frecuencia2
  • Dos, que no se puede ir llorando por las esquinas sobre la gentrificación de los barrios, y en cambio no haber entrado nunca en una mercería, hamburguesería o ferretería local3

Existe un mantra bastante cutre que de vez en cuando alguien regrazna en internet, y que trata de absolver al consumidor de toda culpa. Reza: “No hay consumo ético en el capitalismo”. Aunque el maniqueísmo se ve claro, cabe señalar que, el impacto ambiental y laboral de una cadena de suministro, aunque a veces opaco, es más o menos investigable, y por ende se pueden elegir unas opciones menos dañinas que otras. Y, más importante, tener en cuenta el factor de la cercanía humana, que vertebra las comunidades y los afectos de la gente que vive en un sitio. Al poner tu euro votas un modelo u otro, te guste o no. Porque comprar es votar, solo que con efectos mucho más tangibles.

Dado que resulta aconsejable comer y vestir y tragar nolotiles, no nos queda otra que tomar estas decisiones y uno debería, como consumidor, poner su euro donde pone su boca. Es tan absurdo y derrotista aquel mantra, que me pregunto si no será un meme-caballo de troya deslizado por las grandes corporaciones. O todavía más allá: mientras compremos las tesis de Fukuyama y demos por hecho que no vamos a solucionar, a corto plazo, el innegociable4 crecimiento de la calidad y cantidad de vida con otro sistema que no sea el capitalista, se le podría dar la vuelta a la frase y decir, precisamente, que “elegir qué se consume es el único acto ético disponible dentro del capitalismo”. A la manera sartriana, estamos condenados a no poder escurrir el bulto.

Jean-Sol Partre, siempre con dudas.

Pero todos estos argumentos palidecen frente al de la experiencia humana. Cuando tenía unos 14 años, vagando un día por mi ciudad natal, acabé entrando en una pequeña tienda de discos. La tienda se llamaba Discos Portobello y su dueño, Jaime Manso. Aunque ingresé de rebote, el arrollador carisma de Jaime ya no me permitiría largarme jamás: me interrogó sobre antecedentes familiares (punto de partida de cualquier conversación en ciudad de provincias), sobre mi estado de ánimo y sobre mi gusto musical. Como apenas acerté a musitar “bien, rap, violadores del verso”, me puso entre las manos “Late Registration” de Kanye West. Quemé el cd, y volví a por más unas semanas después. El cabronazo me recetó Guru’s Jazzmatazz vol. II, sólo con la idea de hacerme entrar en el jazz por la vía rápida, y por supuesto que dio en el clavo; a las dos semanas me vendió “Kind of blue” y yo dije amén y me fui a casa a ser un intenso a una edad seguramente demasiado temprana. Cuando descubrí Arctic Monkeys por mi cuenta, no me quiso vender el disco, y me dijo que primero hiciera los deberes con “Let it be”, de los Beatles. Más adelante me lo vendió pero, al mes siguiente, puso entre mis manos “OK Computer” de Radiohead. 

Tiempo después, cuando acudía a comprar vinilos en su tienda otra vez floreciente, siempre me decía que yo y otros pocos chavales habíamos mantenido el negocio a flote durante la travesía en el desierto de la “piratería” en Internet, previa al resurgimiento del LP. Jaime era un exagerado; cuando no tenía un disco decía automáticamente que “se lo estaban trayendo de Japón”. Referencia del barrio y de cientos de culturetas de la ciudad, mecenas de artistas y personaje irrepetible, murió en 2019, dejando tras de sí un recuerdo imborrable. Parece ser que en el pequeño local de su tienda ahora se imparten clases de piano, lo cual es bastante reconfortante.

Historias como esta se pueden escribir todos los días, en la sala de conciertos o en la panadería. Estamos a tiempo. 

1 Y sería clave para distinguirlos de la gente que, justo al revés, ha emprendido un negocio con ilusión y buen gusto.

2 La demostración de esto es la propia superioridad de la industria.

3 Obviando el complejo problema de acumulación de capital, inversiones extranjeras y demás factores que coexisten en paralelo.

4 Las posturas decrecionistas tienen un problema fundamental e irresoluble, a saber, quien decrece primero.

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Comprando historias (una defensa del comercio local)

No pretendo decir que haya que huir de multinacionales y fondos a la hora de consumir, faltaría más.

El otro día leí un tuit que me provocó una ternura especial: Scott Yoder, cantante glam de Seattle, solo había vendido cuatro entradas para el concierto que iba a dar esa noche en San Sebastián. Ante ese panorama, la sala decidió abrir sus puertas de manera gratuita, lo que hizo que ingresaran en ella unas 100 personas. Cuentan que al público le flipó el concierto, que cervezas fueron bebidas y que camisetas del grupo fueron compradas.

¿Qué es lo que le pasa a uno cuando lee historias como estas? A mí me parece que es emocionante porque todos tenemos dentro el valor de la cercanía humana, de una moral de corto alcance que nos hace sentir más compasión o más simpatía por lo que realmente podemos tocar, asir y ver. Es, en definitiva, un sentimiento emparentado con lo que se experimenta cuando cierra, para siempre, un comercio local que uno tuvo en estima.

Existe, no obstante, un interés económico y por tanto político en que nos veamos como consumidores (ciudadanos ya ni somos) que compran en un mercado global. Esto es bastante evidente: multinacionales que empiezan por A gozan de economías de escala e ingeniería financiera a todo meter; siempre van a ser más competitivas en precio que la ferretería o librería de enfrente (por no hablar de que permanecen abiertas en pandemias). Además, llevan el paquetito al felpudo, con lo que ahorran una engorrosa interacción humana (buenos días, cómo está el tiempo; un horror, en definitiva). Lo mismo ocurre con plataformas de streaming frente a otras opciones de ocio local, o con las trituradoras fast-fashion frente a marcas que producen prendas que a veces incluso resisten la implacable tortura de las lavadoras.

A nivel local, a pie de calle, la otra opción que se está quedando disponible es la de las cadenas o los establecimientos sospechosamente cuidados, como diseñados por power point. Un secreto, estos sitios suelen pertenecer a fondos de inversión. Siempre bromea un amigo con que se debería legislar para que estos sitios estuvieran obligados a identificarse un cartel en la fachada de “PE-owned”, es decir, empresa comprada y troceada y estirada como un chicle1. Esto - y el uso del data - es lo que explica las horrorosas modas gastronómicas que se copian unas a otras (la próxima tarta de queso bailonga que me sirvan, será lanzada de vuelta a la barra de cócteles). Eficiencia equivale a homogeneización.

No pretendo decir que haya que evitar a toda costa multinacionales y fondos a la hora de consumir, faltaría más. Pero entonces habrá que asumir las consecuencias de nuestras compras, que arrojan un par de contradicciones fundamentales:

  • Una, que el argumento económico cortoplacista no vale, es decir, que en realidad es más caro comprar barato, pues se acaba pagando el comprar más y con mayor frecuencia2
  • Dos, que no se puede ir llorando por las esquinas sobre la gentrificación de los barrios, y en cambio no haber entrado nunca en una mercería, hamburguesería o ferretería local3

Existe un mantra bastante cutre que de vez en cuando alguien regrazna en internet, y que trata de absolver al consumidor de toda culpa. Reza: “No hay consumo ético en el capitalismo”. Aunque el maniqueísmo se ve claro, cabe señalar que, el impacto ambiental y laboral de una cadena de suministro, aunque a veces opaco, es más o menos investigable, y por ende se pueden elegir unas opciones menos dañinas que otras. Y, más importante, tener en cuenta el factor de la cercanía humana, que vertebra las comunidades y los afectos de la gente que vive en un sitio. Al poner tu euro votas un modelo u otro, te guste o no. Porque comprar es votar, solo que con efectos mucho más tangibles.

Dado que resulta aconsejable comer y vestir y tragar nolotiles, no nos queda otra que tomar estas decisiones y uno debería, como consumidor, poner su euro donde pone su boca. Es tan absurdo y derrotista aquel mantra, que me pregunto si no será un meme-caballo de troya deslizado por las grandes corporaciones. O todavía más allá: mientras compremos las tesis de Fukuyama y demos por hecho que no vamos a solucionar, a corto plazo, el innegociable4 crecimiento de la calidad y cantidad de vida con otro sistema que no sea el capitalista, se le podría dar la vuelta a la frase y decir, precisamente, que “elegir qué se consume es el único acto ético disponible dentro del capitalismo”. A la manera sartriana, estamos condenados a no poder escurrir el bulto.

Jean-Sol Partre, siempre con dudas.

Pero todos estos argumentos palidecen frente al de la experiencia humana. Cuando tenía unos 14 años, vagando un día por mi ciudad natal, acabé entrando en una pequeña tienda de discos. La tienda se llamaba Discos Portobello y su dueño, Jaime Manso. Aunque ingresé de rebote, el arrollador carisma de Jaime ya no me permitiría largarme jamás: me interrogó sobre antecedentes familiares (punto de partida de cualquier conversación en ciudad de provincias), sobre mi estado de ánimo y sobre mi gusto musical. Como apenas acerté a musitar “bien, rap, violadores del verso”, me puso entre las manos “Late Registration” de Kanye West. Quemé el cd, y volví a por más unas semanas después. El cabronazo me recetó Guru’s Jazzmatazz vol. II, sólo con la idea de hacerme entrar en el jazz por la vía rápida, y por supuesto que dio en el clavo; a las dos semanas me vendió “Kind of blue” y yo dije amén y me fui a casa a ser un intenso a una edad seguramente demasiado temprana. Cuando descubrí Arctic Monkeys por mi cuenta, no me quiso vender el disco, y me dijo que primero hiciera los deberes con “Let it be”, de los Beatles. Más adelante me lo vendió pero, al mes siguiente, puso entre mis manos “OK Computer” de Radiohead. 

Tiempo después, cuando acudía a comprar vinilos en su tienda otra vez floreciente, siempre me decía que yo y otros pocos chavales habíamos mantenido el negocio a flote durante la travesía en el desierto de la “piratería” en Internet, previa al resurgimiento del LP. Jaime era un exagerado; cuando no tenía un disco decía automáticamente que “se lo estaban trayendo de Japón”. Referencia del barrio y de cientos de culturetas de la ciudad, mecenas de artistas y personaje irrepetible, murió en 2019, dejando tras de sí un recuerdo imborrable. Parece ser que en el pequeño local de su tienda ahora se imparten clases de piano, lo cual es bastante reconfortante.

Historias como esta se pueden escribir todos los días, en la sala de conciertos o en la panadería. Estamos a tiempo. 

1 Y sería clave para distinguirlos de la gente que, justo al revés, ha emprendido un negocio con ilusión y buen gusto.

2 La demostración de esto es la propia superioridad de la industria.

3 Obviando el complejo problema de acumulación de capital, inversiones extranjeras y demás factores que coexisten en paralelo.

4 Las posturas decrecionistas tienen un problema fundamental e irresoluble, a saber, quien decrece primero.

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