Con pies de plomo, extremando el cuidado, midiendo cada palabra. Así procede uno cuando se dispone a criticar las costumbres de la chavalada, a señalar que algo de lo que hacen es una mierda objetiva, que no les conviene ni les hace ningún favor. Porque no hay nada más risible que aquel señor enfadado gritando a las nubes, ni atajo más rápido hacia la obsolescencia vital que vilipendiar lo nuevo por el mero hecho de serlo. Ni por supuesto mayor cliché. Pero al mismo tiempo, como dijo Chesterton, nada requiere más valor que subirse a una torre y decirle a la gente que dos más dos son cuatro. Explicar obviedades: que algunas costumbres son más deseables que otras, que no siempre lo último es lo bueno; que decir que todo lo nuevo es inevitable es una necedad de igual calibre que afirmar que todo tiempo pasado fue mejor.
Digamos que el emperador va desnudo y además ha plantado un elefante en la habitación. El elefante se llama bro. Bro. Bro, una palabra que nuestra chavalada pronuncia tres veces por minuto, en promedio. Casi siempre acompañada de atroces adverbios (“literalmente”, “en plan”). Pero centrémonos en el bro.
Resulta el bro una palabra clave para el devenir lingüístico de un país por su naturaleza de índole gregaria. Evidentemente, procede del inglés “brother”, hermano. Bro, en origen quizá una forma de llamarse hermano sin decirlo abiertamente (siempre es más llevadero un I love you que un te quiero; parece que uno se esconde un poco al usar una lengua ajena o no materna), ha acabado, tras tanto manoseo, por perder cualquier indicio de significado fraternal.
El adolescente, animal grupal y emulador por antonomasia, interpela sin cesar a sus compañeros, para sentirse parte del grupo y para notar que sus colegas están ahí en todo momento. Por ello, la elección de la palabra con la que interpelar al otro es clave; sobre ella pivota todo un imaginario grupal y hasta comunitario. Configura, por tanto, la reserva espiritual y cultural de los pueblos. Me consta que existen los defensores del bro, aquellos que piensan que juzgar a los jóvenes es siempre pillarse los dedos y caer en el cliché sin remedio; supongo que serán los mismos que instaban a los académicos de la lengua a rendirse ante lo inevitable y aceptar y hasta adoptar el lenguaje abreviado sms, engendro felizmente difunto y casi olvidado.
El otro día leí esta pieza de Javier Becerra en La Voz de Galicia sobre el caso coruñés, el que yo conozco bien. Denunciaba Javier el desplazamiento de las voces koruñas (dialecto local) para interpelar a los amigos: neno, chorbo; fórmulas unívocamente coruñesas, musicales, cargadas de significado, ahora sometidas al bro. Es tan local, el chorbo, que ni tan siquiera lo practican en el sur de Galicia, donde prefieren el meu. Estas voces bastaban para situar a los adolescentes gallegos en el mapa. Ahora, esta localización es una tarea harto complicada por mor de la bromnipresencia; desplazamiento que me consta también se ha producido en Madrid (tronco), Andalucía (illo, pisha), Cataluña (noi, noia) o Canarias (muchacho, chacho). El siguiente episodio lógico sería la desaparición de los diferentes acentos íbericos. Muchos creadores de contenido, diseminadores del bro, ya empiezan a utilizar un español neutro, indefinido, diseñado para interpelar a 500 millones de hispanohablantes a la vez, como ensayara Disney en su día. Un gran exponente de esta tendencia acentil es esa distópica, hipnótica figura llamada Amadeo Llados. No se saben cuales son las raíces de Llados, solo su destino: Miami. El bro avanza, invisible, inevitable, como avanzaba la nada en la historia interminable, una ola gigantesca y silenciosa que borra la riqueza lingüística, es decir, la imaginación aplicada al habla.
El problema no es tanto el extranjerismo en sí - entiendo que si una voz foránea aporta concreción y economía al lenguaje acabe por imponerse (feedback, delicatessen; incluso la simpática estoy en mi prime) -, sino el espectáculo de una cultura adolescente aplanada y homogeneizada ante nuestros ojos. España, para bien o para mal, había preservado sus localismos, se había erigido en ese país del que tanto presumimos a veces: “el acento y aun la lengua cambia cada pocos kilómetros”, decimos orgullosos cuando estamos lejos del mediterráneo. Internet y la vertiginosa cultura de masas del contenido online, lejos de crear nichos y potenciar individualidades, parece que fumiga (nos fumigan, bro) las diferencias culturales a base de difuminar la tradicional jerarquía abajo-arriba del neno-chorbo: colegio, plaza, barrio, ciudad para, horizontalmente, generar ubicuas células de bros, degradados y north-faces, desde Vigo a Murcia; de Glasgow a Nápoles. Parece que no guarda relación, pero si el bro ha penetrado como cuchillo en mantequilla en la lengua adolescente, me figuro que la siguiente amenaza global tendrá, si cabe, el terreno un poco más fértil para, análogamente, homogeneizar el miedo. Hablando todos igual, es más difícil pensar diferente.
En Galicia, de donde provengo (pero estoy seguro de que ocurre lo mismo en Cataluña o el País Vasco), decenas de comités y observatorios se devanan los sesos a diario para preservar la lengua local, para presentarla como guay a los potenciales hablantes adolescentes. Estas provechosas reuniones suelen culminar con la producción de una campaña trimestral, que interpela a los adolescentes mediante pósters de rabiosa actualidad y dinámicas actividades; los comités más duchos en lo digital incluso colocarán alguna story en instagram. Mostrarán a chavales haciendo skate o chicas metiendo goles por la escuadra, mientras hablan en gallego, catalán o euskera. La imagen es la siguiente: cuando estos comités se congratulen y estrechen sus hacendosas manos, satisfechos de sus reuniones y pósters informativos, compuestos por una paleta de colores rompedora y roles de géneros actualizados, y más tarde se dirijan a festejar la victoria con un pincho tortilla (y quien sabe si cañita), se cruzarán por el camino con un grupo de chavales, chavales que practicarán el bro a razón de tres veces por minuto. Los miembros del comité no los escucharán, enfrascados como estarán en hablar de fútbol o del polémico nombramiento del nuevo consejero de educación. Los dos grupos, los adolescentes y los adultos. El bro y la nada.