El enfisema de David Lynch

Hasta ahora, la salud no había sido un impedimento a la hora de hacer cine.

David Lynch ha anunciado que padece una enfermedad pulmonar, un enfisema causado por el tabaco. “Quiero decir que disfruté mucho fumando, y que amo el tabaco - su aroma, encender los cigarrillos, fumarlos - pero debe pagarse un precio por este placer” escribió en su cuenta de Twitter poco después de que saliera la noticia, desmintiendo también que se retiraba del mundo cinematográfico, como una noticia previa dio a entender. Parece ser que su estado de salud es delicado, pero podrá, remotamente o con mucha cautela, dirigir nuevas piezas audiovisuales. Hasta ahora, la salud no había sido un impedimento para David Lynch a la hora de hacer cine. La gran batalla que ha tenido que luchar no ha sido contra su cuerpo - que si ha empezado a fallar, ha sido recientemente - sino contra la propia industria. 

Sus desavenencias con productores, distribuidores e inversores son de sobra conocidas. Tras Dune, cuyo corte final fue muy diferente al que él quería, Lynch comprendió rápido que un director de cine no podía renunciar a ese derecho. Esta convicción bien pudo haber sido el punto de inflexión más importante de su carrera. Toda su obra posterior está marcada por esa decisión. Ha trabajado incansablemente en películas, series de televisión, cortometrajes, música, pintura y mil cosas más, pero solo ha podido filmar 7 largometrajes desde el estreno de Dune en 1984: Blue Velvet, Wild at Heart, Twin Peaks: Fire Walk with Me, Lost Highway, The Straight Story, Mulholland Drive e Inland Empire, además de las tres temporadas de Twin Peaks. Para alguien con un nivel de actividad como el suyo, una película de media cada siete años es una producción ciertamente modesta. Lynch sacrificó la posibilidad de tener una filmografía dos o tres veces mayor a cambio de poder considerarla casi enteramente propia. De no haber tomado esta decisión es probable que su carrera hubiera sido totalmente diferente y bastante más mediocre. Pero su rechazo a las intromisiones de productores e inversores preservó su obra, y lo convirtió en uno de los autores, en el término más puro de la palabra, más importantes de las últimas décadas - junto a cineastas como Hong Sangsoo o Pedro Costa -, aunque impidió la consecución de una obra mucho más extensa. Sabemos por entrevistas, declaraciones y libros que David Lynch ha trabajado con muchos más guiones y proyectos de los que ha podido llevar a cabo, algo que ha sido para él una fuente constante de frustración.

De todos estos proyectos, el más conocido es Ronnie Rocket, una película que planeó dirigir a finales de los años setenta pero que nunca pudo materializar. En ella, un detective intenta acceder a una dimensión alternativa utilizando su “habilidad para mantenerse de pie apoyado sobre una sola pierna” mientras que a la vez un adolescente enano llamado Ronnie Rocket se convierte en una estrella musical al utilizar la electricidad que mantiene vivo su cuerpo para crear música. Multitud de causas impidieron a Lynch materializar esta película - bancarrotas de productores, proyectos paralelos, escepticismo de inversores - pero parece ser que nunca ha cejado en su empeño de llevarla a cabo, al menos hasta 2013, cuando declaró que sería difícil filmarla entonces, puesto que él quería que estuviera ambientada en una zona industrial de los años 50 y los graffitis habían destruido la posibilidad de recuperar esos espacios tal y como existieron por entonces. “Los graffiti son una de las peores cosas que le han pasado al mundo”, dijo al respecto.

Entre otros de los numerosos proyectos inacabados, o directamente no empezados, están Venus Descending, un biopic de Marilyn Monroe donde se sugería que Kennedy había asesinado a la actriz; una proyecto para adaptar El Dragón Rojo de Thomas Harris, cuya extrema violencia no convenció a David Lynch y, tras rechazarlo, fue finalmente recuperado  por Michael Mann, dando lugar a la extraordinaria Manhunter; una adaptación de La Metamorfosis de Kafka, o One Saliva Bubble, donde una burbuja de saliva provoca un cortocircuito en el sistema electrónico de un proyecto secreto del gobierno que desencadena una catástrofe en un pueblo cercano, haciendo que todos sus habitantes intercambiaran sus personalidades entre sí. Sin embargo, de todos ellos, el que más lástima me da que nunca vaya a ver la luz es Antelope, Don’t Run No More. Es el guión más reciente conocido de David Lynch, escrito posteriormente a Inland Empire, y la poca información que tenemos sobre él revela que trata sobre “alienígenas, animales parlantes y un músico agobiado por sus problemas llamado Pinky”. Kristine McKenna, la biógrafa de Lynch, añadió además que estaba ambientada en Los Ángeles y sería un híbrido entre Mulholland Drive e Inland Empire. En LynchNet se puede encontrar una lista incompleta de los proyectos inacabados de David Lynch junto con algunos de los guiones.

Naturalmente David Lynch no es el único director cuyos desacuerdos con los productores lo han llevado a abandonar proyectos, pero sí se trata de uno de los más perjudicados en su trato con la industria. Un caso semejante al suyo es el de Orson Welles, que tras las intervenciones que los productores hicieron en el montaje de sus primeras películas, terminó con una filmografía fascinante pero completamente irregular. Tras la llegada del Nuevo Hollywood en los años 70, el delirio colectivo de la época suscitó la producción de proyectos impensables años después: Heaven’s Gate de Michael Cimino, Sorcerer de William Friedkin, Apocalypse Now, de Francis Ford Coppola o, por qué no incluirla, Dune. El destino de estas películas en el juicio de la Historia ha sido desigual, pero el destino de sus directores - junto a otros como De Palma o George Lucas - ha sido más parecido. Por una razón u otra, no consiguieron encontrar su espacio y los que llegaron en activo al siglo XXI han visto cómo su carrera se ha transformado por completo. Ya poco queda del De Palma de los 80, de las megaproducciones de American Zoetrope - exceptuando Megalopolis, claro - y, en general, de proyectos masivos de discutible rentabilidad económica.

Jean Mitry advierte del sinsentido de considerar el cine separadamente como arte o como negocio. Para él es una mezcla de ambos, una suerte de relación simbiótica en la que los dos elementos se necesitan el uno al otro para sobrevivir: “El cine no se ha convertido en un arte sino gracias a – y en la medida de – su industrialización. Olvidar esto es perder de vista las realidades más evidentes. Pero tampoco hay que olvidar que no podría ser una industria si no fuese un arte”. Mitry escribió esto a principios de los años 60, cuando las vanguardias empezaron a despegar. Es probable que hubiera matizado su aseveración de haberla escrito años después, o tras la irrupción del cine digital, aquél que iba a democratizar la creación cinematográfica. Este formato ha expandido la frontera del consumo de imágenes desde la sala de cine y el aparato de televisión. Todo el mundo puede crear una película, y esto implica que hacer cine así es más barato - aunque no es gratis, pero la producción de casi ningún arte lo es -, y aunque la mayoría de los directores y productoras que pasaron del analógico al digital lo hicieron por cuestiones económicas, hubo aquellos que juzgaron el digital como un formato inexplorado y se interesaron por él desde un punto de vista más experimental. 

Hace muy poco revisé Inland Empire. David Lynch la filmó con una cámara baratísima - se pueden encontrar modelos a la venta por 300 euros -, prácticamente sin guión, grabando cuando podía. Exceptuando sus cortometrajes, esta es su película más guerrillera. Sorda a cualquier tendencia estética de su tiempo, sus imágenes desprenden una suerte de aura digital: los píxeles sustituyen al grano fotoquímico; su exagerada profundidad de campo, tan brutal como la del ojo humano, parece sin embargo totalmente artificial; el ruido en las imágenes de baja iluminación emborrona los espacios. Todo se organiza en una estética completamente ajena a la del cine convencional. Las imágenes que algunas de las cámaras de vídeo y digitales de principios de siglo producen contienen esa aura. No hay más que ver el otro gran hito del cine narrativo digital, Miami Vice, para darse cuenta de que allí nació y murió una estética, igual que lo hizo en Inland Empire. 

Lynch hizo de la necesidad virtud, y encontró en esta estética un espacio de experimentación pero también la posibilidad de desarrollar una producción industrial al margen de la industria - poniendo un poco en entredicho aquello que dijo Mitry. No es cuestión de ser cínico y claudicar ante la imposibilidad de escapar del sistema de producción neoliberal, justificándolo como inevitable, sino hacer de la necesidad virtud y encontrar en los recovecos del sistema nuevas formas de expresión. Estoy seguro de que Lynch podrá seguir creando y experimentando hasta el día de su muerte. Si Dino de Laurentiis no acabó con él, no lo va a hacer un enfisema.

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El enfisema de David Lynch

Hasta ahora, la salud no había sido un impedimento a la hora de hacer cine.

David Lynch ha anunciado que padece una enfermedad pulmonar, un enfisema causado por el tabaco. “Quiero decir que disfruté mucho fumando, y que amo el tabaco - su aroma, encender los cigarrillos, fumarlos - pero debe pagarse un precio por este placer” escribió en su cuenta de Twitter poco después de que saliera la noticia, desmintiendo también que se retiraba del mundo cinematográfico, como una noticia previa dio a entender. Parece ser que su estado de salud es delicado, pero podrá, remotamente o con mucha cautela, dirigir nuevas piezas audiovisuales. Hasta ahora, la salud no había sido un impedimento para David Lynch a la hora de hacer cine. La gran batalla que ha tenido que luchar no ha sido contra su cuerpo - que si ha empezado a fallar, ha sido recientemente - sino contra la propia industria. 

Sus desavenencias con productores, distribuidores e inversores son de sobra conocidas. Tras Dune, cuyo corte final fue muy diferente al que él quería, Lynch comprendió rápido que un director de cine no podía renunciar a ese derecho. Esta convicción bien pudo haber sido el punto de inflexión más importante de su carrera. Toda su obra posterior está marcada por esa decisión. Ha trabajado incansablemente en películas, series de televisión, cortometrajes, música, pintura y mil cosas más, pero solo ha podido filmar 7 largometrajes desde el estreno de Dune en 1984: Blue Velvet, Wild at Heart, Twin Peaks: Fire Walk with Me, Lost Highway, The Straight Story, Mulholland Drive e Inland Empire, además de las tres temporadas de Twin Peaks. Para alguien con un nivel de actividad como el suyo, una película de media cada siete años es una producción ciertamente modesta. Lynch sacrificó la posibilidad de tener una filmografía dos o tres veces mayor a cambio de poder considerarla casi enteramente propia. De no haber tomado esta decisión es probable que su carrera hubiera sido totalmente diferente y bastante más mediocre. Pero su rechazo a las intromisiones de productores e inversores preservó su obra, y lo convirtió en uno de los autores, en el término más puro de la palabra, más importantes de las últimas décadas - junto a cineastas como Hong Sangsoo o Pedro Costa -, aunque impidió la consecución de una obra mucho más extensa. Sabemos por entrevistas, declaraciones y libros que David Lynch ha trabajado con muchos más guiones y proyectos de los que ha podido llevar a cabo, algo que ha sido para él una fuente constante de frustración.

De todos estos proyectos, el más conocido es Ronnie Rocket, una película que planeó dirigir a finales de los años setenta pero que nunca pudo materializar. En ella, un detective intenta acceder a una dimensión alternativa utilizando su “habilidad para mantenerse de pie apoyado sobre una sola pierna” mientras que a la vez un adolescente enano llamado Ronnie Rocket se convierte en una estrella musical al utilizar la electricidad que mantiene vivo su cuerpo para crear música. Multitud de causas impidieron a Lynch materializar esta película - bancarrotas de productores, proyectos paralelos, escepticismo de inversores - pero parece ser que nunca ha cejado en su empeño de llevarla a cabo, al menos hasta 2013, cuando declaró que sería difícil filmarla entonces, puesto que él quería que estuviera ambientada en una zona industrial de los años 50 y los graffitis habían destruido la posibilidad de recuperar esos espacios tal y como existieron por entonces. “Los graffiti son una de las peores cosas que le han pasado al mundo”, dijo al respecto.

Entre otros de los numerosos proyectos inacabados, o directamente no empezados, están Venus Descending, un biopic de Marilyn Monroe donde se sugería que Kennedy había asesinado a la actriz; una proyecto para adaptar El Dragón Rojo de Thomas Harris, cuya extrema violencia no convenció a David Lynch y, tras rechazarlo, fue finalmente recuperado  por Michael Mann, dando lugar a la extraordinaria Manhunter; una adaptación de La Metamorfosis de Kafka, o One Saliva Bubble, donde una burbuja de saliva provoca un cortocircuito en el sistema electrónico de un proyecto secreto del gobierno que desencadena una catástrofe en un pueblo cercano, haciendo que todos sus habitantes intercambiaran sus personalidades entre sí. Sin embargo, de todos ellos, el que más lástima me da que nunca vaya a ver la luz es Antelope, Don’t Run No More. Es el guión más reciente conocido de David Lynch, escrito posteriormente a Inland Empire, y la poca información que tenemos sobre él revela que trata sobre “alienígenas, animales parlantes y un músico agobiado por sus problemas llamado Pinky”. Kristine McKenna, la biógrafa de Lynch, añadió además que estaba ambientada en Los Ángeles y sería un híbrido entre Mulholland Drive e Inland Empire. En LynchNet se puede encontrar una lista incompleta de los proyectos inacabados de David Lynch junto con algunos de los guiones.

Naturalmente David Lynch no es el único director cuyos desacuerdos con los productores lo han llevado a abandonar proyectos, pero sí se trata de uno de los más perjudicados en su trato con la industria. Un caso semejante al suyo es el de Orson Welles, que tras las intervenciones que los productores hicieron en el montaje de sus primeras películas, terminó con una filmografía fascinante pero completamente irregular. Tras la llegada del Nuevo Hollywood en los años 70, el delirio colectivo de la época suscitó la producción de proyectos impensables años después: Heaven’s Gate de Michael Cimino, Sorcerer de William Friedkin, Apocalypse Now, de Francis Ford Coppola o, por qué no incluirla, Dune. El destino de estas películas en el juicio de la Historia ha sido desigual, pero el destino de sus directores - junto a otros como De Palma o George Lucas - ha sido más parecido. Por una razón u otra, no consiguieron encontrar su espacio y los que llegaron en activo al siglo XXI han visto cómo su carrera se ha transformado por completo. Ya poco queda del De Palma de los 80, de las megaproducciones de American Zoetrope - exceptuando Megalopolis, claro - y, en general, de proyectos masivos de discutible rentabilidad económica.

Jean Mitry advierte del sinsentido de considerar el cine separadamente como arte o como negocio. Para él es una mezcla de ambos, una suerte de relación simbiótica en la que los dos elementos se necesitan el uno al otro para sobrevivir: “El cine no se ha convertido en un arte sino gracias a – y en la medida de – su industrialización. Olvidar esto es perder de vista las realidades más evidentes. Pero tampoco hay que olvidar que no podría ser una industria si no fuese un arte”. Mitry escribió esto a principios de los años 60, cuando las vanguardias empezaron a despegar. Es probable que hubiera matizado su aseveración de haberla escrito años después, o tras la irrupción del cine digital, aquél que iba a democratizar la creación cinematográfica. Este formato ha expandido la frontera del consumo de imágenes desde la sala de cine y el aparato de televisión. Todo el mundo puede crear una película, y esto implica que hacer cine así es más barato - aunque no es gratis, pero la producción de casi ningún arte lo es -, y aunque la mayoría de los directores y productoras que pasaron del analógico al digital lo hicieron por cuestiones económicas, hubo aquellos que juzgaron el digital como un formato inexplorado y se interesaron por él desde un punto de vista más experimental. 

Hace muy poco revisé Inland Empire. David Lynch la filmó con una cámara baratísima - se pueden encontrar modelos a la venta por 300 euros -, prácticamente sin guión, grabando cuando podía. Exceptuando sus cortometrajes, esta es su película más guerrillera. Sorda a cualquier tendencia estética de su tiempo, sus imágenes desprenden una suerte de aura digital: los píxeles sustituyen al grano fotoquímico; su exagerada profundidad de campo, tan brutal como la del ojo humano, parece sin embargo totalmente artificial; el ruido en las imágenes de baja iluminación emborrona los espacios. Todo se organiza en una estética completamente ajena a la del cine convencional. Las imágenes que algunas de las cámaras de vídeo y digitales de principios de siglo producen contienen esa aura. No hay más que ver el otro gran hito del cine narrativo digital, Miami Vice, para darse cuenta de que allí nació y murió una estética, igual que lo hizo en Inland Empire. 

Lynch hizo de la necesidad virtud, y encontró en esta estética un espacio de experimentación pero también la posibilidad de desarrollar una producción industrial al margen de la industria - poniendo un poco en entredicho aquello que dijo Mitry. No es cuestión de ser cínico y claudicar ante la imposibilidad de escapar del sistema de producción neoliberal, justificándolo como inevitable, sino hacer de la necesidad virtud y encontrar en los recovecos del sistema nuevas formas de expresión. Estoy seguro de que Lynch podrá seguir creando y experimentando hasta el día de su muerte. Si Dino de Laurentiis no acabó con él, no lo va a hacer un enfisema.

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