La muerte del imperio

Gladiator II es fascinante precisamente por lo poco fascinante que resulta ser. El cine ya no necesita pretender que es un arte.

En su serie de pinturas La vida del Imperio, el paisajista estadounidense Thomas Cole representó los cinco estados evolutivos de una civilización, desde su génesis a su colapso. Inspiradas estética e históricamente en la evolución del imperio romano, estas obras se consideraron una moraleja del hipotético futuro que podía esperar a la jovencísima nación estadounidense. Los paisajistas de su tiempo, muchos de ellos pertenecientes a la escuela del Río Hudson - fundada, precisamente, por Thomas Cole - se ocuparon de crear una estética del paisaje acorde a las incipientes pretensiones imperialistas de Estados Unidos. Esta estética ya era por entonces un refrito de referencias grecorromanas y cristianas que intentaba conciliar la voluntad expansionista con un virtuoso ideal democrático, conjugando lo pastoral con lo civilizatorio. La arquitectura federal estadounidense es buen ejemplo de este pastiche de referencias, con sus frontones, capiteles y columnas; sus mármoles y sus pinturas épicas al estilo europeo.

Hollywood se dio prisa por plasmar estas tendencias sublimes de esta pintura de paisajes y también por popularizar el cine histórico-épico como ejemplo máximo del espectáculo, donde las mayores estrellas de su tiempo se trasladaban al antiguo Egipto, Roma o Grecia. En estas tragedias de singular épica se narraban las historias de los grandes héroes y villanos del pasado, pero, al igual que con las obras pictóricas de décadas atrás, lo que realmente se contaba - de forma más o menos consciente - era la propia historia de Estados Unidos. Historia en un sentido total, abarcando del pasado al futuro, de lo que fue - o lo que no fue, más precisamente - a lo que todo el mundo esperaba que pudiera ser. Estas épicas grandiosas eran una representación de la voluntad y del poder económico y propagandístico de la nación. Obras inconmensurables, espectáculos cinematográficos totales que se exportaban por todo el mundo de la misma forma que ahora se exportan las armas más avanzadas como símbolos de poder y permanencia.

Cuando se estrenó Gladiator cuarenta o cincuenta años después de algunos de estos peplum, el cine americano había cambiado dramáticamente, pero aún le quedaba algún imaginario por construir. En el albor del siglo XXI y del segundo milenio, y con el Fin de la Historia de Fukuyama todavía no totalmente refutado, el espacio de posibilidades infinito que el mundo globalizado post-soviético ofrecía permitió la gestación de obras como Gladiator. Su atmósfera New Age, con su banda sonora medio cósmica medio étnica; su relato épico introspectivo y su estética, influenciada por ese limbo que existió entre la aparición del cine digital y el - aparente - fin del celuloide, constituyeron un éxito sin precedentes en el cine popular. Poco después llegaría El Señor de Los Anillos, que haría suya también esa estética esotérica enfrentando el idilio pastoral de elfos y hobbits a la pesadilla industrializante y contaminante de Mordor.

Estos imaginarios inscritos en el cine popular que Hollywood pudo construir en la primera década del siglo XXI fueron tal vez los últimos que mantenían algo de fe en el futuro, y miraban hacia el pasado con cautela. La degradación estética del capitalismo contemporáneo y la posterior influencia de las plataformas, han provocado la vulgarización y estandarización de la estética cinematográfica popular a unos niveles inconcebibles en el pasado. En este ecosistema Ridley Scott, que ya no parece tener fuerzas para construir nuevas ideas, se abandona - como casi todos sus compañeros de industria - al puro cálculo comercial, al conformismo y conservadurismo estéticos. En la última década todo lo que intenta hacer - una película de Brian de Palma o una de Stanley Kubrick o una de Ridley Scott - arroja resultados mediocres. 

Gladiator II, por ejemplo, es fascinante precisamente por lo poco fascinante que resulta ser. Es cine épico impotente, incapaz de construir cualquier sentido de la escala a pesar de tener en su poder la capacidad de recrear digitalmente la ciudad de Roma en todo su antiguo esplendor. Pero su estética está tan agotada que no tiene la más mínima posibilidad de replicar - igualar o, en su defecto, copiar - el efecto que la primera entrega causó en la audiencia. La primera entrega no fue nada especialmente revolucionario, pero tuvo la habilidad - como otros muchos blockbuster de entonces - de desarrollar la estética de su tiempo, algo a lo que antes no se le daba una gran importancia pero que el tiempo ha revelado como una de las grandes pérdidas del cine popular en su trayecto por el siglo XXI. Tanto da que Gladiator II esté ambientada en el mismo lugar que la primera, o que copie de forma descarada su historia, o que cuente con un presupuesto 2.5 veces superior al de su predecesora. Ni todo el dinero del mundo habría podido cambiar esto porque en la actualidad la correlación entre presupuesto y escala se ha roto de forma generalizada. 

Escribía Raúl Ruiz que el cine industrial es un depredador, una “máquina que copia el mundo visible y un libro para gente incapaz de leer”. Jonathan Beller, en su extraordinario libro The Cinematic Mode of Production, responde a esta cuestión explicando que la posibilidad de la copia ha sido liquidada por el “frenesí de la imagen postmoderna”. El cine, explica, ya no es tanto un proceso de copia como de simulación. Un ejemplo fascinante de esto son los remakes live-action de Disney, donde no se copia simplemente el clásico de Disney original, sino que se construye una versión hiperrealista del mismo y, por lo tanto, mejor, pues conserva las supuestas propiedades que dan forma a nuestro recuerdo de ella, pero la actualizan a las posibilidades técnicas y estéticas del cine actual. En el hiperrealismo cada elemento de la imagen, cada atardecer, cada océano o desierto son la mejor representación posible de ellos. Un remake live-action materializa un mundo imaginario y animado de forma que pueda ser - y de hecho es, nos dirá Baudrillard - absolutamente real, más que la propia realidad. La estética animada de las obras originales es transformada de forma simbólica y posteriormente destruida. Se anula la imaginación del espectador y se sustituye por la fascinación ante una tecnología que crea vida y transporta al mundo real a aquellos personajes que hasta entonces vivían en el cerebro, formando parte de los recuerdos de la infancia y la adolescencia. Así, en un proceso de taxidermia audiovisual, se emulan las condiciones de fascinación primigenias por la obra de arte en cuestión mientras se la arranca de su estética pretérita y transforma en un objeto de consumo renovado.

Gladiator II es víctima de este mismo proceso industrial, aunque no se trata el suyo de un ejemplo tan extremo como el de Disney. Sus imágenes no son copias de la primera entrega de Gladiator, o del péplum en tanto que género, sino simulaciones de aquellos elementos simbólicos y estéticos que marcaron el éxito de estas obras. Su estética es la ausencia de estética, o mejor dicho, una estética del capital, puramente contemporánea - esto es, totalmente postmoderna - en su reciclaje de elementos simbólicos, de anacronismos históricos y de representaciones pictóricas. En Gladiator II el Imperio Romano se actualiza con algo que no se les ocurrió ni a los mismos romanos: soltar tiburones en las espectaculares naumaquias. Gracias al poder tecnológico de Hollywood podemos encontrar un Coliseo mejor que el propio Coliseo. Y, cuando estallan disturbios en Roma, las imágenes recuerdan a la cuarta pintura de la serie de Thomas Cole en su uso del color y de la perspectiva: se trata de una referencia puramente simbólica de una obra pasada, imágenes que viven únicamente en el tiempo presente, ese tiempo en el que pueden ser referenciadas y relacionadas por el espectador. En ese sentido, este cine es un cine de la autorreferencia constante, porque solo puede construirse en base a referirse al propio pasado, de forma infinita y continua. Muchas de las imágenes - y gran parte de la narrativa - de Gladiator II no tienen posibilidad de existir en otro tiempo que no sea ese porque su función más notable es precisamente ser un nexo entre la emoción del pasado y la del presente, la de ese instante sublime. Tal vez sea algo injusto decir todo esto de Gladiator, que no es un ejemplo tan palmario de este nuevo paradigma estético - sobre todo en un mundo en el que existen películas como Deadpool & Lobezno -, pero el hecho de que sea fruto de un supuesto autor cinematográfico como es Ridley Scott da cuenta de lo afianzada que se encuentra esta nueva realidad, en la que un cineasta que fue notable, como él, se disuelve en el ácido de la estética dominante.

Es posible que él sea perfectamente consciente de esto, y argumente que simplemente quiere “contar historias”. Gladiator II es mediocre como artefacto cinematográfico porque puede permitírselo y, es más, debe serlo para poder llegar a ser un éxito como efectivamente parece que va a ser. La condición por la cual la película está resultando un triunfo está dada por su capacidad para configurarse como artefacto de producción de nostalgia a través de la simulación continua de imágenes/emociones pasadas. Es sorprendente que una película de esta envergadura tenga un montaje tan desordenado y una puesta en escena tan conservadora y convencional, características que hace no tanto tiempo habrían llamado la atención por la simple comparación con obras semejantes, pero que ahora se han convertido en la norma. Pero estos “valores de producción” ya no tienen sentido alguno en la circulación de imágenes contemporáneas - o tienen sentido sólo en tanto sean suficientes para trasladar un mensaje, una narrativa o una idea. El cine ya no necesita pretender que es un arte ni busca reivindicarse como tal.

Jonathan Beller referencia en su texto una idea de Janet Staiger en la que sugiere que Hollywood ha replicado los procedimientos del fordismo para la creación en serie de mercancías. De esta forma, la industria cinematográfica habría simplificado los procedimientos de manufactura del cine comercial para hacerlos más efectivos y rentables. Beller responde a esta idea añadiendo que el resultado de esto ha provocado la “desmaterialización de mercancías” - es decir, su transformación en imágenes - que circulan ya no por carreteras y otras vías de transporte, sino por los órganos sensoriales de los espectadores. En estos términos es completamente entendible el desinterés por el aparato cinematográfico como fin en sí mismo y no como medio, en tanto que la industria se ha dado cuenta de los beneficios de tratar a las imágenes únicamente como mercancía, como objeto inmaterial de consumo. El cine popular contemporáneo representa la toma de conciencia de la Industria cinematográfica como corporación global.

Sería naif pensar que esta tendencia productiva es totalmente nueva. Al contrario, lleva décadas presente, pero el mundo contemporáneo, con la ubicuidad de las pantallas, ha transformado nuestros alrededores en imágenes, y lo más fascinante y terrible de esto, es que esas imágenes, no por aumentar exponencialmente resultan ser más variadas y diferentes entre sí, sino que se han homogeneizado de forma igualmente progresiva. La Inteligencia Artificial, por ejemplo, basa su fundamento en la propia simulación, y para ello se alimenta de imágenes ya existentes. Echando un vistazo al tráiler de Pedro Páramo, adaptación lanzada recientemente por Netflix de la novela de Juan Rulfo, no podía dejar de pensar que la estética de esa película parecía la de una IA. Sin embargo, este razonamiento es circular: la IA se alimentó de las imágenes más populares - aquellas de las grandes producciones y de plataformas como Netflix - y como no necesitan a nadie para reproducirse, Internet se ha inundado de estas nuevas imágenes que simulan las de esas producciones tradicionales. Parece ser que ha empezado a ocurrir un fenómeno de endogamia digital en el cual las imágenes de IA se están entrenando ya con otras imágenes de IA, por lo que tal vez se produzca una degeneración genética de ceros y unos y las imágenes del futuro se conviertan en masas deformes de bits. Pero mientras eso ocurre, se produce otro proceso paralelo: si ahora las producciones convencionales tienen la misma estética que la IA, entonces nadie notará que, en un tiempo, esas producciones desaparezcan y simplemente se construyan en base a Inteligencia Artificial. El estancamiento de la estética cinematográfica, su renuncia a la evolución, a la experimentación y su abrazo total a la lógica del mercado inmaterial de las imágenes puede suponer también su fin, al menos como industria convencional toda vez se depuren y optimicen los procesos de construcción de imágenes de inteligencia artificial. Lo único seguro de todo esto es que las imágenes no cesarán de producirse.

“Roma”, nos dice el personaje de Denzel Washington en un punto de Gladiator II, “es el único lugar del mundo en el que un esclavo puede convertirse en emperador”. Así la película nos anuncia de forma clara que esto poco tiene que ver con el antiguo imperio romano, con la historia de los númidas o con un relato épico de esclavos contra opresores. Este sueño americano trasladado a la antigüedad ha encontrado un nuevo valedor en la Inteligencia Artificial, que es una herramienta que permite una promesa semejante: que cualquiera pueda producir cualquier imagen. El mundo comienza a sumirse en el caos de lo falso mientras estas herramientas permiten a cualquiera crear imágenes y a partir de estas, cualquier verdad. Resulta irónico que precisamente Ridley Scott, que nos advirtió del poder incontrolable de la réplica y de lo idéntico en aquella obra generacional que fue Blade Runner, y del peligro del capitalismo corporativo que sugiere la saga Alien, sea ahora uno de los mayores ejemplos de ese agotamiento estético que abandera el nuevo Hollywood, y que marcará el inicio de su posible asimilación total por el capital y por la cibernética. Jean Mitry explicaba que el cine mantenía un desafío constante, el de conciliar sus pretensiones artísticas con sus necesidades económicas. Hacer cine es generalmente muy caro, y a cierta escala precisa una infraestructura económica ineludible detrás. Lo que vemos ahora es la destrucción de ese equilibrio, la vaporización de uno de esos elementos - el más maligno, el inevitable - en favor del otro. Tal vez nos aproximamos al inicio de una época post-cinematográfica.

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La muerte del imperio

Gladiator II es fascinante precisamente por lo poco fascinante que resulta ser. El cine ya no necesita pretender que es un arte.

En su serie de pinturas La vida del Imperio, el paisajista estadounidense Thomas Cole representó los cinco estados evolutivos de una civilización, desde su génesis a su colapso. Inspiradas estética e históricamente en la evolución del imperio romano, estas obras se consideraron una moraleja del hipotético futuro que podía esperar a la jovencísima nación estadounidense. Los paisajistas de su tiempo, muchos de ellos pertenecientes a la escuela del Río Hudson - fundada, precisamente, por Thomas Cole - se ocuparon de crear una estética del paisaje acorde a las incipientes pretensiones imperialistas de Estados Unidos. Esta estética ya era por entonces un refrito de referencias grecorromanas y cristianas que intentaba conciliar la voluntad expansionista con un virtuoso ideal democrático, conjugando lo pastoral con lo civilizatorio. La arquitectura federal estadounidense es buen ejemplo de este pastiche de referencias, con sus frontones, capiteles y columnas; sus mármoles y sus pinturas épicas al estilo europeo.

Hollywood se dio prisa por plasmar estas tendencias sublimes de esta pintura de paisajes y también por popularizar el cine histórico-épico como ejemplo máximo del espectáculo, donde las mayores estrellas de su tiempo se trasladaban al antiguo Egipto, Roma o Grecia. En estas tragedias de singular épica se narraban las historias de los grandes héroes y villanos del pasado, pero, al igual que con las obras pictóricas de décadas atrás, lo que realmente se contaba - de forma más o menos consciente - era la propia historia de Estados Unidos. Historia en un sentido total, abarcando del pasado al futuro, de lo que fue - o lo que no fue, más precisamente - a lo que todo el mundo esperaba que pudiera ser. Estas épicas grandiosas eran una representación de la voluntad y del poder económico y propagandístico de la nación. Obras inconmensurables, espectáculos cinematográficos totales que se exportaban por todo el mundo de la misma forma que ahora se exportan las armas más avanzadas como símbolos de poder y permanencia.

Cuando se estrenó Gladiator cuarenta o cincuenta años después de algunos de estos peplum, el cine americano había cambiado dramáticamente, pero aún le quedaba algún imaginario por construir. En el albor del siglo XXI y del segundo milenio, y con el Fin de la Historia de Fukuyama todavía no totalmente refutado, el espacio de posibilidades infinito que el mundo globalizado post-soviético ofrecía permitió la gestación de obras como Gladiator. Su atmósfera New Age, con su banda sonora medio cósmica medio étnica; su relato épico introspectivo y su estética, influenciada por ese limbo que existió entre la aparición del cine digital y el - aparente - fin del celuloide, constituyeron un éxito sin precedentes en el cine popular. Poco después llegaría El Señor de Los Anillos, que haría suya también esa estética esotérica enfrentando el idilio pastoral de elfos y hobbits a la pesadilla industrializante y contaminante de Mordor.

Estos imaginarios inscritos en el cine popular que Hollywood pudo construir en la primera década del siglo XXI fueron tal vez los últimos que mantenían algo de fe en el futuro, y miraban hacia el pasado con cautela. La degradación estética del capitalismo contemporáneo y la posterior influencia de las plataformas, han provocado la vulgarización y estandarización de la estética cinematográfica popular a unos niveles inconcebibles en el pasado. En este ecosistema Ridley Scott, que ya no parece tener fuerzas para construir nuevas ideas, se abandona - como casi todos sus compañeros de industria - al puro cálculo comercial, al conformismo y conservadurismo estéticos. En la última década todo lo que intenta hacer - una película de Brian de Palma o una de Stanley Kubrick o una de Ridley Scott - arroja resultados mediocres. 

Gladiator II, por ejemplo, es fascinante precisamente por lo poco fascinante que resulta ser. Es cine épico impotente, incapaz de construir cualquier sentido de la escala a pesar de tener en su poder la capacidad de recrear digitalmente la ciudad de Roma en todo su antiguo esplendor. Pero su estética está tan agotada que no tiene la más mínima posibilidad de replicar - igualar o, en su defecto, copiar - el efecto que la primera entrega causó en la audiencia. La primera entrega no fue nada especialmente revolucionario, pero tuvo la habilidad - como otros muchos blockbuster de entonces - de desarrollar la estética de su tiempo, algo a lo que antes no se le daba una gran importancia pero que el tiempo ha revelado como una de las grandes pérdidas del cine popular en su trayecto por el siglo XXI. Tanto da que Gladiator II esté ambientada en el mismo lugar que la primera, o que copie de forma descarada su historia, o que cuente con un presupuesto 2.5 veces superior al de su predecesora. Ni todo el dinero del mundo habría podido cambiar esto porque en la actualidad la correlación entre presupuesto y escala se ha roto de forma generalizada. 

Escribía Raúl Ruiz que el cine industrial es un depredador, una “máquina que copia el mundo visible y un libro para gente incapaz de leer”. Jonathan Beller, en su extraordinario libro The Cinematic Mode of Production, responde a esta cuestión explicando que la posibilidad de la copia ha sido liquidada por el “frenesí de la imagen postmoderna”. El cine, explica, ya no es tanto un proceso de copia como de simulación. Un ejemplo fascinante de esto son los remakes live-action de Disney, donde no se copia simplemente el clásico de Disney original, sino que se construye una versión hiperrealista del mismo y, por lo tanto, mejor, pues conserva las supuestas propiedades que dan forma a nuestro recuerdo de ella, pero la actualizan a las posibilidades técnicas y estéticas del cine actual. En el hiperrealismo cada elemento de la imagen, cada atardecer, cada océano o desierto son la mejor representación posible de ellos. Un remake live-action materializa un mundo imaginario y animado de forma que pueda ser - y de hecho es, nos dirá Baudrillard - absolutamente real, más que la propia realidad. La estética animada de las obras originales es transformada de forma simbólica y posteriormente destruida. Se anula la imaginación del espectador y se sustituye por la fascinación ante una tecnología que crea vida y transporta al mundo real a aquellos personajes que hasta entonces vivían en el cerebro, formando parte de los recuerdos de la infancia y la adolescencia. Así, en un proceso de taxidermia audiovisual, se emulan las condiciones de fascinación primigenias por la obra de arte en cuestión mientras se la arranca de su estética pretérita y transforma en un objeto de consumo renovado.

Gladiator II es víctima de este mismo proceso industrial, aunque no se trata el suyo de un ejemplo tan extremo como el de Disney. Sus imágenes no son copias de la primera entrega de Gladiator, o del péplum en tanto que género, sino simulaciones de aquellos elementos simbólicos y estéticos que marcaron el éxito de estas obras. Su estética es la ausencia de estética, o mejor dicho, una estética del capital, puramente contemporánea - esto es, totalmente postmoderna - en su reciclaje de elementos simbólicos, de anacronismos históricos y de representaciones pictóricas. En Gladiator II el Imperio Romano se actualiza con algo que no se les ocurrió ni a los mismos romanos: soltar tiburones en las espectaculares naumaquias. Gracias al poder tecnológico de Hollywood podemos encontrar un Coliseo mejor que el propio Coliseo. Y, cuando estallan disturbios en Roma, las imágenes recuerdan a la cuarta pintura de la serie de Thomas Cole en su uso del color y de la perspectiva: se trata de una referencia puramente simbólica de una obra pasada, imágenes que viven únicamente en el tiempo presente, ese tiempo en el que pueden ser referenciadas y relacionadas por el espectador. En ese sentido, este cine es un cine de la autorreferencia constante, porque solo puede construirse en base a referirse al propio pasado, de forma infinita y continua. Muchas de las imágenes - y gran parte de la narrativa - de Gladiator II no tienen posibilidad de existir en otro tiempo que no sea ese porque su función más notable es precisamente ser un nexo entre la emoción del pasado y la del presente, la de ese instante sublime. Tal vez sea algo injusto decir todo esto de Gladiator, que no es un ejemplo tan palmario de este nuevo paradigma estético - sobre todo en un mundo en el que existen películas como Deadpool & Lobezno -, pero el hecho de que sea fruto de un supuesto autor cinematográfico como es Ridley Scott da cuenta de lo afianzada que se encuentra esta nueva realidad, en la que un cineasta que fue notable, como él, se disuelve en el ácido de la estética dominante.

Es posible que él sea perfectamente consciente de esto, y argumente que simplemente quiere “contar historias”. Gladiator II es mediocre como artefacto cinematográfico porque puede permitírselo y, es más, debe serlo para poder llegar a ser un éxito como efectivamente parece que va a ser. La condición por la cual la película está resultando un triunfo está dada por su capacidad para configurarse como artefacto de producción de nostalgia a través de la simulación continua de imágenes/emociones pasadas. Es sorprendente que una película de esta envergadura tenga un montaje tan desordenado y una puesta en escena tan conservadora y convencional, características que hace no tanto tiempo habrían llamado la atención por la simple comparación con obras semejantes, pero que ahora se han convertido en la norma. Pero estos “valores de producción” ya no tienen sentido alguno en la circulación de imágenes contemporáneas - o tienen sentido sólo en tanto sean suficientes para trasladar un mensaje, una narrativa o una idea. El cine ya no necesita pretender que es un arte ni busca reivindicarse como tal.

Jonathan Beller referencia en su texto una idea de Janet Staiger en la que sugiere que Hollywood ha replicado los procedimientos del fordismo para la creación en serie de mercancías. De esta forma, la industria cinematográfica habría simplificado los procedimientos de manufactura del cine comercial para hacerlos más efectivos y rentables. Beller responde a esta idea añadiendo que el resultado de esto ha provocado la “desmaterialización de mercancías” - es decir, su transformación en imágenes - que circulan ya no por carreteras y otras vías de transporte, sino por los órganos sensoriales de los espectadores. En estos términos es completamente entendible el desinterés por el aparato cinematográfico como fin en sí mismo y no como medio, en tanto que la industria se ha dado cuenta de los beneficios de tratar a las imágenes únicamente como mercancía, como objeto inmaterial de consumo. El cine popular contemporáneo representa la toma de conciencia de la Industria cinematográfica como corporación global.

Sería naif pensar que esta tendencia productiva es totalmente nueva. Al contrario, lleva décadas presente, pero el mundo contemporáneo, con la ubicuidad de las pantallas, ha transformado nuestros alrededores en imágenes, y lo más fascinante y terrible de esto, es que esas imágenes, no por aumentar exponencialmente resultan ser más variadas y diferentes entre sí, sino que se han homogeneizado de forma igualmente progresiva. La Inteligencia Artificial, por ejemplo, basa su fundamento en la propia simulación, y para ello se alimenta de imágenes ya existentes. Echando un vistazo al tráiler de Pedro Páramo, adaptación lanzada recientemente por Netflix de la novela de Juan Rulfo, no podía dejar de pensar que la estética de esa película parecía la de una IA. Sin embargo, este razonamiento es circular: la IA se alimentó de las imágenes más populares - aquellas de las grandes producciones y de plataformas como Netflix - y como no necesitan a nadie para reproducirse, Internet se ha inundado de estas nuevas imágenes que simulan las de esas producciones tradicionales. Parece ser que ha empezado a ocurrir un fenómeno de endogamia digital en el cual las imágenes de IA se están entrenando ya con otras imágenes de IA, por lo que tal vez se produzca una degeneración genética de ceros y unos y las imágenes del futuro se conviertan en masas deformes de bits. Pero mientras eso ocurre, se produce otro proceso paralelo: si ahora las producciones convencionales tienen la misma estética que la IA, entonces nadie notará que, en un tiempo, esas producciones desaparezcan y simplemente se construyan en base a Inteligencia Artificial. El estancamiento de la estética cinematográfica, su renuncia a la evolución, a la experimentación y su abrazo total a la lógica del mercado inmaterial de las imágenes puede suponer también su fin, al menos como industria convencional toda vez se depuren y optimicen los procesos de construcción de imágenes de inteligencia artificial. Lo único seguro de todo esto es que las imágenes no cesarán de producirse.

“Roma”, nos dice el personaje de Denzel Washington en un punto de Gladiator II, “es el único lugar del mundo en el que un esclavo puede convertirse en emperador”. Así la película nos anuncia de forma clara que esto poco tiene que ver con el antiguo imperio romano, con la historia de los númidas o con un relato épico de esclavos contra opresores. Este sueño americano trasladado a la antigüedad ha encontrado un nuevo valedor en la Inteligencia Artificial, que es una herramienta que permite una promesa semejante: que cualquiera pueda producir cualquier imagen. El mundo comienza a sumirse en el caos de lo falso mientras estas herramientas permiten a cualquiera crear imágenes y a partir de estas, cualquier verdad. Resulta irónico que precisamente Ridley Scott, que nos advirtió del poder incontrolable de la réplica y de lo idéntico en aquella obra generacional que fue Blade Runner, y del peligro del capitalismo corporativo que sugiere la saga Alien, sea ahora uno de los mayores ejemplos de ese agotamiento estético que abandera el nuevo Hollywood, y que marcará el inicio de su posible asimilación total por el capital y por la cibernética. Jean Mitry explicaba que el cine mantenía un desafío constante, el de conciliar sus pretensiones artísticas con sus necesidades económicas. Hacer cine es generalmente muy caro, y a cierta escala precisa una infraestructura económica ineludible detrás. Lo que vemos ahora es la destrucción de ese equilibrio, la vaporización de uno de esos elementos - el más maligno, el inevitable - en favor del otro. Tal vez nos aproximamos al inicio de una época post-cinematográfica.

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