Electricidad y amor

En el momento del apagón, tanto al amor como a la electricidad, se les maldice con todas nuestras fuerzas, se reniega de la dependencia que nos provocan. Pero, al cabo de un ratito, nada se desea más que volver a ser atravesado por la corriente.

Intuyo —escribiendo a mano estas líneas, a las 3 de la tarde del día del apagón, a la vuelta de pasear por unas paradójicamente tranquilas y fraternales calles madrileñas— que parte del tsunami-de-lugares-comunes que se nos viene encima estos días adquirirá la forma de un nuestra excesiva dependencia de la electricidad o bien estuvimos fenomenal sin Netflix. Dure lo que dure este apagón, lo cierto es que la corriente tiene una mala fama completamente injustificada. La electricidad es la naturaleza del hombre. No se puede depender demasiado de la electricidad, del mismo modo que no se puede depender demasiado del amor.

La electricidad es una fuerza fascinante sobre la que no se escriben los suficientes poemas. A nadie le fascina demasiado que se caigan las cosas —salvo que uno sea Isaac Newton o un ciudadano del antiguo imperio romano— y, sin embargo, es la chabacana fuerza de la gravedad la que goza de una fama desmesurada. Sospecho que se trata de una celebridad relacionada con la fábula del traje de emperador: uh si, la gravedad, qué guapa, yo la veo. Tú que vas a ver, flipado, es imposible encontrar interesante que se caiga una manzana madura de un árbol, o que la lluvia provenga más bien de las nubes y no del suelo.

En cambio, para todo estudiante de pretecnología en la ESO con no excesivo cóctel hormonal, es imposible olvidar el momento de enchufar una corriente alrededor de una bobina y comprobar el efecto electromagnético en tus narices: eso sí que es un momento contraintuitivo, alucinante, mágico. 

También barrunto que la mala fama de las chispas tiene que ver con algunas sobreprotectoras figuras paternas. No metas los dedos en el enchufe, cuidado que te quedas pegado a la nevera, no es buena idea hurgar en la tostadora con un tenedor de metal. También con la intrínseca aleatoriedad de que nos pueda partir un rayo, posibilidad que, admito, infunde un razonable miedo. Sin embargo, juzgamos a la peligrosidad de la gravedad con mucha más benevolencia. Por ejemplo, nunca caminamos preocupados pensando en que el suelo pueda ceder bajo nosotros y caigamos en las vías del metro o en un sitio aún peor; los padres no se acojonan ante la presencia de cualquier combinación ventana-niño —pese a que una ventana es a la gravedad lo que un enchufe es a la electricidad—; algunos catalanes incluso ofrecen a sus hijos en sacrificio para coronar una montaña humana de 20 metros o continuamente se celebran disciplinas deportivas basadas en tirarse de los sitios más altos de la manera más peligrosa posible. Fijaos en el paracaidismo: su equivalente eléctrico sería, por ejemplo, hacer juegos malabares en la superficie de una piscina con tres secadores de pelo encendidos a máxima potencia.

La magia de la electricidad resulta esquiva, y por eso es una fuerza reservada para paladares más exigentes. No cae a plomo, como la de Newton, sino que el arte de Nikola Tesla se manifiesta de las maneras más elegantes y oblicuas, tras ser convocada por la técnica humana. Entender que somos capaces de masajear la nuca de los átomos, hacer que sus electrones se ericen y se preparen para juguetear bajo las sábanas de satén recién planchadas del campo electromagnético nos debería resultar más hipnótico de lo que lo hace. Aunque, quizá es todavía más fascinante la manera que hemos encontrado para dar ese masaje, a saber: colocar imanes del tamaño de edificios y hacerlos girar utilizando turbinas de vapor de agua a toda la hostia posible1. Ese giro de la megabobina activa la magia, pone a bailar a los electrones y los engancha a una red que luego disfrutamos todos para cargar nuestros iqoos o la horterada que queramos (la electricidad no nos juzga). En el fondo, al orquestar esta danza magnética, lo que estamos haciendo es utilizar la prosaica energía cinética de la gravedad para un fin mucho más refinado: la generación de energía eléctrica.

No estamos solos: grandes artistas se han dejado seducir por el discreto encanto de la electricidad. En el cine de David Lynch, por ejemplo, simboliza la fuerza dual que contiene al bien y al mal, portadora de milagros y también de maldiciones. Julio Camba, en su maravilloso artículo El Estado, central hidroeléctrica, se fijaba en el milagro de la electricidad y lo comparaba con el milagro del Estado moderno mediante la hermosa palabra (por entonces moderna) del enchufe2.

La electricidad aparece entre dos cuerpos tras una excitación previa. Cuando un corazón se para, necesita una descarga en el pecho para reactivarse. Es una fuerza que es el amor mismo. En el momento del apagón, tanto al amor como a la electricidad, se les maldice con todas nuestras fuerzas, se reniega de la dependencia que nos provocan. Pero, al cabo de un ratito —de sólo ocho horas, incluso—, nada se desea más que volver a ser atravesado por la corriente.

Resulta ridículo negar la poesía3 de esta denostada fuerza de la naturaleza que casi siempre controlamos —un apagón cada muchas décadas— y la venturosa mezcla de gallardía y humildad con la que hemos conseguido domarla. Durante estos días, en los que proliferarán los amantes de la edad de bronce, los reaccionarios newtonianos, los que apuestan por la gris asepsia de la caída vertical, esquivar el amor y de reducir los riesgos, yo me atrevo a exhortaros, amigos: unámonos en la misteriosa corriente, juntémonos en lugar de distanciarnos, fundámonos en un eléctrico abrazo. Un error no es nada.

---

1 Sin duda la manera más elegante de calentar ese aguas haciendo colisionar átomos pesados despertando a la mayor fuerza en cadena conocida, pero esa es otra fuerza elegante que podemos reivindicar otro día. 

2 Mi lámpara está desconectada sobre la mesa y no produce ni el más tenue rayo de luz. Es un objeto inerte como el pisapapeles (...) Para infundirle alma y vida sería necesario captar en favor suyo una parte infinitesimal de la energía que aquel torrente lejano, cuya evocación acabamos de hacer, desarrolla en su carrera vertiginosa (...) Un salvaje que estuviera aquí, es decir, un hombre puro, para el que fuera totalmente desconocida la electricidad industrial, caería probablemente de rodillas, y en realidad parece un milagro. Sí señores. Parece que ha sido un milagro; pero nosotros sabemos que todo ello ha sido sencillamente obra de un enchufe 

(...)

Hay una cosa que se llama el Estado y que es lo más parecido del mundo a una central de energía eléctrica. El Estado recoge toda la riqueza nacional, y mediante un maravilloso sistema de tributos, la transforma en dinero, que distribuye también a domicilio por una complicada y tupida red administrativa: una red de sueldos, dietas, gratificaciones, bonificaciones, cesantías, gastos de representación (...) Se toma al ciudadano de la faz macilienta, se le pone en contacto con la red del Estado y ya está. En un dos por tres lo vemos con las mejillas sonrosadas, los ojos brillantes, el traje a la última moda (...) Y esto es lo que significa la palabra enchufe en la acepción polémica que se la atribuido últimamente.

Julio Camba, Haciendo de República. Ed. Plus Ultra, Madrid 1968

3 Y las evidentes virtudes para el progreso de la técnica humana que, por obvias e innumerables, me he abstenido de comentar. 

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En el momento del apagón, tanto al amor como a la electricidad, se les maldice con todas nuestras fuerzas, se reniega de la dependencia que nos provocan. Pero, al cabo de un ratito, nada se desea más que volver a ser atravesado por la corriente.

Intuyo —escribiendo a mano estas líneas, a las 3 de la tarde del día del apagón, a la vuelta de pasear por unas paradójicamente tranquilas y fraternales calles madrileñas— que parte del tsunami-de-lugares-comunes que se nos viene encima estos días adquirirá la forma de un nuestra excesiva dependencia de la electricidad o bien estuvimos fenomenal sin Netflix. Dure lo que dure este apagón, lo cierto es que la corriente tiene una mala fama completamente injustificada. La electricidad es la naturaleza del hombre. No se puede depender demasiado de la electricidad, del mismo modo que no se puede depender demasiado del amor.

La electricidad es una fuerza fascinante sobre la que no se escriben los suficientes poemas. A nadie le fascina demasiado que se caigan las cosas —salvo que uno sea Isaac Newton o un ciudadano del antiguo imperio romano— y, sin embargo, es la chabacana fuerza de la gravedad la que goza de una fama desmesurada. Sospecho que se trata de una celebridad relacionada con la fábula del traje de emperador: uh si, la gravedad, qué guapa, yo la veo. Tú que vas a ver, flipado, es imposible encontrar interesante que se caiga una manzana madura de un árbol, o que la lluvia provenga más bien de las nubes y no del suelo.

En cambio, para todo estudiante de pretecnología en la ESO con no excesivo cóctel hormonal, es imposible olvidar el momento de enchufar una corriente alrededor de una bobina y comprobar el efecto electromagnético en tus narices: eso sí que es un momento contraintuitivo, alucinante, mágico. 

También barrunto que la mala fama de las chispas tiene que ver con algunas sobreprotectoras figuras paternas. No metas los dedos en el enchufe, cuidado que te quedas pegado a la nevera, no es buena idea hurgar en la tostadora con un tenedor de metal. También con la intrínseca aleatoriedad de que nos pueda partir un rayo, posibilidad que, admito, infunde un razonable miedo. Sin embargo, juzgamos a la peligrosidad de la gravedad con mucha más benevolencia. Por ejemplo, nunca caminamos preocupados pensando en que el suelo pueda ceder bajo nosotros y caigamos en las vías del metro o en un sitio aún peor; los padres no se acojonan ante la presencia de cualquier combinación ventana-niño —pese a que una ventana es a la gravedad lo que un enchufe es a la electricidad—; algunos catalanes incluso ofrecen a sus hijos en sacrificio para coronar una montaña humana de 20 metros o continuamente se celebran disciplinas deportivas basadas en tirarse de los sitios más altos de la manera más peligrosa posible. Fijaos en el paracaidismo: su equivalente eléctrico sería, por ejemplo, hacer juegos malabares en la superficie de una piscina con tres secadores de pelo encendidos a máxima potencia.

La magia de la electricidad resulta esquiva, y por eso es una fuerza reservada para paladares más exigentes. No cae a plomo, como la de Newton, sino que el arte de Nikola Tesla se manifiesta de las maneras más elegantes y oblicuas, tras ser convocada por la técnica humana. Entender que somos capaces de masajear la nuca de los átomos, hacer que sus electrones se ericen y se preparen para juguetear bajo las sábanas de satén recién planchadas del campo electromagnético nos debería resultar más hipnótico de lo que lo hace. Aunque, quizá es todavía más fascinante la manera que hemos encontrado para dar ese masaje, a saber: colocar imanes del tamaño de edificios y hacerlos girar utilizando turbinas de vapor de agua a toda la hostia posible1. Ese giro de la megabobina activa la magia, pone a bailar a los electrones y los engancha a una red que luego disfrutamos todos para cargar nuestros iqoos o la horterada que queramos (la electricidad no nos juzga). En el fondo, al orquestar esta danza magnética, lo que estamos haciendo es utilizar la prosaica energía cinética de la gravedad para un fin mucho más refinado: la generación de energía eléctrica.

No estamos solos: grandes artistas se han dejado seducir por el discreto encanto de la electricidad. En el cine de David Lynch, por ejemplo, simboliza la fuerza dual que contiene al bien y al mal, portadora de milagros y también de maldiciones. Julio Camba, en su maravilloso artículo El Estado, central hidroeléctrica, se fijaba en el milagro de la electricidad y lo comparaba con el milagro del Estado moderno mediante la hermosa palabra (por entonces moderna) del enchufe2.

La electricidad aparece entre dos cuerpos tras una excitación previa. Cuando un corazón se para, necesita una descarga en el pecho para reactivarse. Es una fuerza que es el amor mismo. En el momento del apagón, tanto al amor como a la electricidad, se les maldice con todas nuestras fuerzas, se reniega de la dependencia que nos provocan. Pero, al cabo de un ratito —de sólo ocho horas, incluso—, nada se desea más que volver a ser atravesado por la corriente.

Resulta ridículo negar la poesía3 de esta denostada fuerza de la naturaleza que casi siempre controlamos —un apagón cada muchas décadas— y la venturosa mezcla de gallardía y humildad con la que hemos conseguido domarla. Durante estos días, en los que proliferarán los amantes de la edad de bronce, los reaccionarios newtonianos, los que apuestan por la gris asepsia de la caída vertical, esquivar el amor y de reducir los riesgos, yo me atrevo a exhortaros, amigos: unámonos en la misteriosa corriente, juntémonos en lugar de distanciarnos, fundámonos en un eléctrico abrazo. Un error no es nada.

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1 Sin duda la manera más elegante de calentar ese aguas haciendo colisionar átomos pesados despertando a la mayor fuerza en cadena conocida, pero esa es otra fuerza elegante que podemos reivindicar otro día. 

2 Mi lámpara está desconectada sobre la mesa y no produce ni el más tenue rayo de luz. Es un objeto inerte como el pisapapeles (...) Para infundirle alma y vida sería necesario captar en favor suyo una parte infinitesimal de la energía que aquel torrente lejano, cuya evocación acabamos de hacer, desarrolla en su carrera vertiginosa (...) Un salvaje que estuviera aquí, es decir, un hombre puro, para el que fuera totalmente desconocida la electricidad industrial, caería probablemente de rodillas, y en realidad parece un milagro. Sí señores. Parece que ha sido un milagro; pero nosotros sabemos que todo ello ha sido sencillamente obra de un enchufe 

(...)

Hay una cosa que se llama el Estado y que es lo más parecido del mundo a una central de energía eléctrica. El Estado recoge toda la riqueza nacional, y mediante un maravilloso sistema de tributos, la transforma en dinero, que distribuye también a domicilio por una complicada y tupida red administrativa: una red de sueldos, dietas, gratificaciones, bonificaciones, cesantías, gastos de representación (...) Se toma al ciudadano de la faz macilienta, se le pone en contacto con la red del Estado y ya está. En un dos por tres lo vemos con las mejillas sonrosadas, los ojos brillantes, el traje a la última moda (...) Y esto es lo que significa la palabra enchufe en la acepción polémica que se la atribuido últimamente.

Julio Camba, Haciendo de República. Ed. Plus Ultra, Madrid 1968

3 Y las evidentes virtudes para el progreso de la técnica humana que, por obvias e innumerables, me he abstenido de comentar. 

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