Puede que el símbolo más claro de la progresiva parque-tematización de las ciudades europeas -y en especial, de las españolas- sea la incontenible multiplicación de terrazas de bares y restaurantes. Es fácil reconocerlas: buscad un invasor conjunto de horrendas sillas y pringosas mesas pobladas por gentes vociferantes y disfrutonas; que hablan y beben y hablan y beben y hablan, apoltronadas mientras invaden el espacio público.
¿Qué es una terraza?
Acepción #1 de la RAE: Sitio abierto de una casa desde el cual se puede explayar la vista.
Acepción #2 de la RAE: Terreno situado delante de un café, bar, restaurante, etc., acotado para que los clientes puedan sentarse al aire libre.
Descubrimos por tanto que se parte de una mentira: la acepción original (#1) es la de mirar, no la de mirarse, que es la que se ejerce con nuestros conocidos al quedar varados en sillas de hojalata o plástico; enfrentados los caretos, roncas las voces. La gracia está en que, originalmente y todavía a veces ahora, las pioneras terrazas parisinas miran a la calle - la ciudad, lo voyeur, porque el intento de estar presente en el entorno es lo esencial.
En la segunda parte de la definición se admite sin rubor que su razón de ser es que los clientes puedan sentarse cómodamente al aire libre. ¿A costa de quién? ¿A quién perjudica colmar los deseos de gentes sedientas y con ganas de gastar? ¿Y a quién beneficia?
Quién repara el espacio que una terraza expropia. Datos.
Visitando el centro de datos del ayuntamiento de Madrid (Madrid será el ejemplo, pero aplica en la mayoría de las ciudades), comprobamos que las terrazas ocupan hasta el equivalente a 30 Santiagos Bernabéu, a razón de 210.000 sillas para 64.000 mesas. ¿Quién subsana esta apropiación del espacio público? En ciudades tensionadas, donde peleamos el metro cuadrado de alquiler como si fuera la batalla de Verdún, tiene sentido preguntarse a qué precio se arrienda nuestro espacio público.
Una búsqueda rápida arroja los siguientes datos: en 2017, la recaudación mensual por tasa de terrazas del ayuntamiento de Madrid era de en torno a 1 millón de euros. En 2023, de 2.9 millones. Es decir, que en 6 años de invasión se han triplicado los ingresos por terrazas. Como hemos visto, se comprueba que las terrazas de Madrid ocupan (en su pico en verano) 213.122 m2, es decir, 30 campos de fútbol de pura silla y mesa. Madrid podría dar de beber a toda la población de una ciudad como A Coruña de manera simultánea.
Con estos datos en la mano es fácil calcular que los madrileños están cediendo el metro cuadrado de vía pública a razón de 13.6€ al mes, mientras el precio medio de alquiler de vivienda es de 18€/m21. Se paga más caro lo privado que lo público, lo cual no es novedad sino más bien la razón de ser de la política. Pero lo flagrante aquí es la evidencia de que el hostelero hace negocio con ese espacio.
Ejemplo: en una mesa de cuatro personas (que ocupa unos 3 metros cuadrados), el empresario recuperará la tasa de la mesa con bastante seguridad tras las consumiciones de los primeros clientes del mes. Dicen en el ayuntamiento que la tasa “está pactada con la Asociación de Hostelería de Madrid”. No me digas.
Uno puede estar tentado a pensar que, aunque cara, el terracismo es una ordenada subcontratación de la gestión del alcohol y las bebidas con los hosteleros como intermediarios. Ante eso, más vale recordar que existen (o existían) establecimientos como los quioscos y los chiringuitos y las casetas; o simplemente las tiendas, en dónde poder comprar una gaseosa y caminar o sentarse en un banco mientras uno se refresca, sin estar a merced de los abusivos precios del gastro-bar o la canalla-taberna de turno. La prohibición de beber en la vía pública es una norma tanto innecesaria (no existe en países como Alemania) como absurda (la idea de que si un borracho agresivo, por beber o haber bebido en una terraza en lugar de por la calle, fuera de pronto a moderar sus destrozos).
[Anexo] Alternativas a las terrazas: los paseos, el fútbol y el patín y lo que te dé la gana.
Es urgente pensar en cosas que hacer, o en qué hacíamos en las ciudades. Dado la (casi siempre positiva) restricción al tráfico de automóviles en nuestras calles, nos hemos visto envueltos en una disputa vertiginosa. El riesgo es pensar inevitable que el espacio ganado se dedique al terraceo, como viene pasando estos años. Por tanto y por ejemplo menciono:
- Pasear. Caminar ayuda a pensar, a conversar, a describir. Además hace ciudad: el paseante conecta espacios y barrios, hace la ciudad suya en la cabeza. Mira a otros vecinos, escucha sus conversaciones.
- Jugar a la pelota: niños y niñas dando patadas o manotazos a un balón en la vía pública es probablemente la mejor imagen europea y una que se está perdiendo. O si no pensad cuánto hace que no la veis por la calle, calle (y no en una pista habilitada para ello).
- Leer. A ser posible cosas buenas, pero también premios planeta o lo que sea.
- Bicicleta. Podríamos resolver muchos conflictos bici-coche recuperando parte de las terrazas.
- Skates, patines, deslizadores varios. Una calle liberada sería perfecta para estas mezclas de transporte y placer tan odiadas por los amigos del orden.
- Lo que tú quieras. Realmente, lo que queramos, sea puzzles, gimnasia, tai-chi, tocar música, hacer teatro, sacarte tus propias mesas plegables a la acera o al bulevar o a la recuperada plaza.
Las terrazas como metáfora de mirarse el ombligo y decir chorradas en un espacio que no está diseñado para ello. Volviendo al asunto léxico.
Es cosa sabida que el turista low cost del siglo XXI consume turismo igual que consume una hamburguesa o unos vaqueros: llega al sitio, ve lo que hay que ver (nunca mirar, con ver es suficiente), y por último comunica digitalmente que efectivamente ha visto lo que hay que ver. Va a museos aunque en su ciudad de origen ni los pise; se enchufa a una audioguía aunque la historia le traiga sin cuidado. Y, por supuesto, hace incesantes fotos de monumentos y cuadros. Lo importante es que él o ella esté en el sitio, no el sitio en sí, mero decorado para su ego.
Sentarse en una terraza opera del mismo modo: se le da la espalda a la ciudad, pues te dispones con tus conocidos en forma de un círculo cerrado. Uno quiere que la ciudad sea testigo de su relevantísima conversación, no ser testigo de lo que dice admirar.
Si la actividad que se desea ejercer es la tertulia, qué mejor que utilizar el interior de los bares y cafeterías. Estos espacios están pensados para ello, crean una atmósfera propicia con música y luz, son habitables. Y son privados. En ellos, además, pasan cosas: preguntaros cuál es la probabilidad de conocer a alguien nuevo dentro y cuál fuera, en la terraza.
Me decía un amigo el otro día que le deprimió bastante la imagen de los expulsados del domingo por la mañana. Se refería a la bovina horda de turistas simultáneamente desterrada de sus airbnbs. Buscan - móvil en mano, banda sonora el traqueteo de trolley en adoquín-, un sitio de brunch con terraza que vieron por Instagram. Los mismos huevos benedict a 15€ que en el resto de Europa. Los engullirán entre el decorado, mirándose los unos a los otros.
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1En este informe técnico del ayuntamiento de Madrid se dan toda clase de explicaciones arbitrarias para comparar el suelo de la vivienda con el de la vía pública. Al final del texto y para llegar a la tasa definitiva, el autor (que reconozco que tiene mucho mérito y que su trabajo es de calidad) multiplica el valor de mercado del suelo inmobiliario por la rentabilidad media de los locales de hostelería, calculada mediante observaciones del cociente entre el valor de alquiler y el valor de compra de los locales - en torno a un 6.84%.
Aunque la pirueta matemática es bonita, sospecho que el problema es que las ventas de locales que realmente suceden, en el mundo hostelero, ocurren precisamente cuando el local es poco agraciado y no tiene -ahá- una terraza; o con poca fuerza de negociación, pues los traspasos suelen suceder cuando el propietario quiere retirarse y colgar el delantal. Y esto sería un sesgo enorme al calcular la rentabilidad de las ventas.
Lo cierto y empírico es, como decimos más arriba, que una mesa de 4 personas supone para el hostelero madrileño promedio unos 30€ al mes, cantidad evidentemente risible.