Los novelistas de hoy merodeamos tímidos y solitarios, husmeamos el olor confuso del tiempo, intentamos atrapar algo que ni siquiera sabemos lo que pueda ser.
«La novela en la mesilla de noche» en Por cuenta propia
Rafael Chirbes
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En este artículo pretendemos identificar las líneas de fuerza que disparan hacia el futuro la novela hispana1 alrededor del año 2000, para ver cómo se han ido desarrollando las diferentes genealogías hasta cumplir el primer cuarto de siglo XXI, en que el género parece haberse disuelto en todas otras formas de prosa literaria basadas en negar lo novelesco (sea lo que sea eso).
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Parece que “novela” es ya tan solo una una etiqueta comercial que nos sirve para entendernos, a la espera de un rebranding eficiente que fije y sitúe toda esta amalgama de escrituras en prosa entre lo narrativo y lo ensayístico, entre lo íntimo y lo cronístico, entre lo inventado y lo verídico, alejándose hacia el horizonte de lo que en el siglo XX (y más claramente en el XIX) se llamaba con claridad “ficción”, “narrativa”, o “novela”.
El infinito en un junco, de Irene Vallejo, y los Diarios, de Rafael Chirbes. Dos fenómenos imposibles hace quince años, emancipados de la construcción de personajes, fábulas o peripecias, son los libros de mayor impacto y reconocimiento y ventas del campo literario español poscovid.
Podríamos añadir, desde latinoamérica, El invencible verano de Liliana, de Cristina Rivera Garza, texto documental sobre un feminicidio, exploración política y emocional del acontecimiento cierto, biográfico y público, premio Pulitzer, aclamado por la crítica y líder en ventas.
Esta deriva de la novela hispana (también la internacional, pero queda fuera de nuestro marco) hacia su disolución en lo íntimo, ensayístico, cronístico, político y literario, es la que pretendemos recorrer, ordenar en sus genealogías y, quizá al final, teorizar mínimamente para poder aventurar la anti-novela como género hegemónico del siglo XXII.
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Empezaremos diciendo que el panorama de la novela hispana a principios del siglo XXI se podría disgregar en cinco vías, representadas por cinco autores.
Tres de ellos son españoles y lo que cada uno de ellos fija, propone y deja en herencia es más o menos evidente para nuestro contexto literario.
Los otros dos son latinoamericanos, siendo el primero un astro de dimensiones galácticas que lo eclipsa todo y el otro es un minúsculo pasajero del asteroide, que llega hasta la península a lomos de la inmensa masa pétrea que es el primero, pasando inadvertido prácticamente, y sin embargo —como hacen los mejores virus— arraiga sin que nadie lo vea, va germinando, y para cuando nos queremos dar cuenta ha infectado el panorama literario de su marca y condición.
Esta podría ser una diagramación de la prosa literaria hispana partiendo del estado de la cuestión en el cambio de siglo:
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En los primeros años del siglo, Bartleby y compañía, de Enrique Vila-Matas (2000), Tu rostro mañana, de Javier Marías (2002, 2004, 2007), y, especialmente, Crematorio, de Rafael Chirbes (2007), ponen al día la novela en España. Sin embargo, 2666, de Roberto Bolaño (2004) y la publicación del autor en EE.UU. (2008), supone un acontecimiento literario imposible de igualar.
Estas cuatro novelas marcan los rumbos que va a tomar la novela española y en español en el cuarto de siglo que llevamos.
Se añade una quinta novela, novela oculta, novela imposible, novela secreta y extraña, novela recientemente recuperada —junto a su autor, no por casualidad— pues prefigura con veinte años de antelación, sin que nadie se de cuenta, como un oráculo que nadie entiende ni atiende, la deriva actual de la novela en prosas íntimas, ensayísticas, cronísticas y demás manifestaciones anti-novelísticas: La novela luminosa, de Mario Levrero (2005).
Pero no nos adelantemos nosotros. Vayamos en orden.
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Primera vía: La línea vilamatiana no tiene recorrido. Enrique Vila-Matas fue primero despreciado como una broma de mal gusto, más tarde aceptado con buen humor, actualmente consagrado como chiste ya clásico. Pero nadie está dispuesto a ser sucesor de esta comedia.
Borges (el más grande escritor de nuestra lengua) es un escritor que siempre ha caído muy mal en España. Aquí nunca ha gustado eso de la metaficción (y así es imposible que jamás entendamos el Quijote más allá de su castizo costumbrismo). Es previsible que un hijo de Pierre Menard, como es Vila-Matas no fuera bien recibido (además afrancesado, todo mal).
Ahora se le hace más caso, eso es cierto.
Los escritores de dos generaciones posteriores le entrevistan y veneran, pero nadie pretende recoger el testigo de su propuesta Marcel Duchamp. Que hoy se hable mucho de literatura en las novelas no absorbe ni de lejos la radical tarea vilamatiana de convertir el mundo en literatura, de ver cómo afecta la ficción a la realidad, falsas frases que inventan el mundo real (trabajo insensato y admirable que desempeñó este autor con alegría y buen humor, haciendo el esfuerzo de mostrar en la seca península que lo más innovador de nuestra literatura del último siglo venía del Río de la Plata, pero tras él todo sigue igual de seco por aquí).
Es el abuelo entrañable que cuenta historietas tan divertidas como vergonzosas que nadie en su sano juicio reproduciría ni contaría a nadie más.
Sí hay que agradecerle haber traído al canon en España a Robert Walser, muy fructífero para las escrituras minimalistas tan en boga, y a Marguerite Duras, muy fructífera para las escrituras íntimas descarnadas tan en boga.
Quizá esta sea la influencia más efectiva (una pena) de Vila-Matas en nuestra lengua: traducir (principalmente del francés + Robert Walser).

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Segunda vía: Todavía en 2022, recién fallecido el autor, Babelia se atrevía a situar como libro español más importante del siglo XXI la obra monumental de Javier Marías, Tu rostro mañana. Algunos (pocos) autores jóvenes levantaron la voz (no muy alto) para decir cuánto les había deslumbrado Marías (siempre hablando en pasado, como un pecado de juventud). Ya entonces era incómodo reivindicar al señoro Marías, pero al cobijo del sentimentalismo y la indulgencia propia de los funerales todo se aceptó en buenos términos.
Sin embargo, desde su muerte, una vez clausurada la capilla ardiente, cada día que pasa parece enterrarlo más y más en el olvido, sin actos, ni relecturas, ni reivindicaciones de la gran frase Marías, su esfuerzo titánico (heredado de su maestro Juan Benet) para dar al castellano un grand style que hoy parece más alarde que virtud.
La novela de Marías, engolada y grandilocuente, tiene su verdadera herencia a lo largo del siglo XXI en los bestsellers sentimentales, históricos y policiales de María Dueñas, Pérez Reverte o Julia Navarro, más que en la literatura.
Seguramente hemos perdido a un gran escritor, pero lo que es seguro es que hemos perdido la exigencia de un trabajo con la prosa española, con la herramienta sintáctica, que se puede enfrentar desde ángulos alejados, incluso enfrentados al de Marías, desde luego, pero que no parece enfrentar nadie.
Este esfuerzo por escribir bien, lo mejor posible, está huérfano desde la muerte de Marías, y no debería enorgullecernos.
De nuevo, igual que con Vila-Matas, el legado más vivo de Javier Marías (¿lo aventuraban los protagonistas sus novelas?, ¿estaría insospechadamente satisfecho si tuviera noticia de esto?), es el de traductor (en este caso del inglés + Thomas Bernhard). No por nada su ya clásica traducción del Tristram Shandy en Alfaguara. Adaptar a Conrad y a Henry James a la España del siglo XXI es una labor muy de agradecer, poco más.
Todo bien con Marías y Vila-Matas, pero están periclitados (no es un juicio de valor, es mi diagnóstico personal), vienen del pasado más que viajar hacia el futuro. Quizá renazcan mañana o en cien años. Esos avatares son siempre difíciles de dilucidar.

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Tercera vía: Sin embargo, Rafael Chirbes, el marxista enfurruñao, el proletario marica, el modernista comprometido, el que escribía como si estuviera cavando una zanja, o como si estuviera cavando una tumba donde esconder el cadáver de su hermano, o como si estuviera cavando en la obra a pleno sol los pilares de una nueva urbanización de lujo en un terreno de la costa levantina recalificado por políticos corruptos vendidos al oro socialdemócrata nórdico o al oro franquista lavado de cara pero no de manos en democracia que sigue operando igual que en dictadura, Chirbes el galdosiano, Chirbes el barojiano, pero no por carencia, sino por elección, porque quiere escribir más el Lazarillo de Tormes que el Quijote de la Mancha, Rafael Chirbes, pues, es el verdadero padre de la novela española del siglo XXI y el que mantiene viva la única tradición firme y sana que ha tenido nuestra novela ininterrumpidamente y de la que salen, quizá no los mejores ejemplos de nuestra literatura, pero sí los únicos que perduran en este país: la deriva castiza.
Chirbes escribe la novela moderna española de finales del XX, Mimoun (1988), yéndose a Marruecos cuando todos se estaban yendo a EE.UU.; y escribe la novela de la Guerra Civil y la dictadura, La buena letra (1992), cuando ninguno quería hablar de la Guerra Civil ni de la Dictadura; escribe la crítica a la transición antes de que estuvieran de moda las críticas a la transición y Podemos hablara del Régimen del 78 y todas estas cosas tan manoseadas hoy día en ese tríptico bisagra: La larga marcha (1996), La caída de Madrid (2000), Los viejos amigos (2003); y escribe, cuando él mismo creía que ya no podía dar más, la novela sobre la especulación inmobiliaria, antes de que salte por los aires el chiringuito, Crematorio (2007); y otra más, cuando todo ya se ha ido a la mierda, y todos nos hemos dado cuenta de que hay que hablar de memoria histórica, y de que todos los políticos son unos corruptos, y de que no somos tan ricos como creíamos, de que en España nos queda mucho trabajo por hacer, y de que en España nos han engañao’ como a tontos los últimos cuarenta años, la novela de la crisis, que es En la orilla (2013), su última novela en vida, y nos dice a todos en la cara que somos igual de mierdas, igual de aprovechaos’, e igual de jetas que esos a los que ahora criticamos tanto, y que aquí todos nos beneficiamos mientras pudimos, igual que ellos. Y ya se puede morir tranquilo, ha hecho su trabajo, ha escrito la literatura que le exigía su maestro Herman Broch, una literatura que sustenta la estética en la ética, porque una estética que no se sustenta en la ética es práctica del fascismo, ha retratado a su tiempo y a su generación, ha escrito los Episodios nacionales de la dictadura y la democracia, del XX y el XXI españoles, ha terminado de cavar la zanja, pero finalmente no era para enterrar a nadie, sino para desenterrar los cadáveres que algunos querían esconder, los ha aireado y ya nadie podrá guardar sucios secretos ni fingir que no ha olido esa fétida pestilencia, ahora toca descansar.
Y, sin embargo, todavía muerto, le queda un último gesto, una última labor, una última tarea: renovar desde la tumba el panorama de la prosa en español, liquidando la novela como género hegemónico (género al que dedicó su vida), y asentando definitivamente la idea de que la prosa está más viva que nunca y no tiene que contar las aventuras y peripecias de unos personajes inventados, sino que puede contar la aventura de una vida, la aventura de la vida, del pensamiento, del viajar, ensayar, vivir, sufrir, beber, llorar, follar, disfrutar, criticar, denunciar, trabajar, comer.
En 2021, tras el cataclismo covid, en el tiempo posparanoico donde ya nada es inverosímil, se publica el primer tomo de los Diarios de Chirbes, que será libro del año (el segundo tomo también en 2022, y el tercero, en 2023 no será el libro del año, más por agotamiento de Babelia que del texto, pero entrará en el top ten) asentando la literatura del yo, la prosa de no ficción (aún sin etiqueta genérica), la literatura como tema principal de los libros top-ventas poscovid (fenómeno que aún no termino de explicarme): La anti-novela como género principal de la prosa española.

*A continuación, en los 8 y 9, se repasan las dos últimas décadas de novela española a partir de los tres autores glosados hasta ahora.
**Salta al epígrafe 10 para saber de la línea bolañesca y al 12 para la levreresca. Recapitulación y conclusiones en el 13 y 14.
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Chirbes es el autor español más vivo en el siglo XXI, pero no solo por sus obras, sino también por la herencia directa y sana que tiene.
Con el prólogo que escribe a La lección de anatomía (2008) nombra como sucesora en el cargo galdosiano-barojiano a Marta Sanz. La calidad discreta de la prosa de Sanz, junto con su gracia para la anécdota y buen ojo psicológico, hacen méritos suficientes para merecer el título.
Sin embargo, es su temprana incursión en la literatura del yo (ya en 2008) adelantando la omnipresencia posterior que esta rama va a tener, lo que la convierte en autora indiscutible de nuestra tradición y matriarca fundamental para la generación actual, que sigue su estela temática o nada más que un cierto tono, o incluso va por caminos diferentes a los de Sanz, pero solo posibles una vez Sanz desbloqueó para la novela española territorios considerados hasta entonces menores o banales, por poco profundos o por demasiado indiscretos (algunas son Sara Mesa, Laura Ferrero, Sara Torres, Marta San Miguel, Andrea Abreu, Xita Rubert, Oscar García, Pol Guasch, Irene Solà, Elena Médel, Violeta Gil, y más).
Esto no hace ni tramposo ni casual el éxito de Sanz, al revés, revela que mantiene viva la doctrina principal de su maestro, la más relevante: escribir, crear, practicar una estética que se sostiene en la ética. En este caso, la ética de la auto-autopsia (Clavícula, 2017) y la denuncia feminista (pequeñas mujeres rojas, 2020), la escritura de lo popular-comercial (Black, black, black, 2010) y lo íntimo-vanguardista (Parte de mí, 2021), sin reducir la literatura al dogma, pero sin traicionar ni el dogma, ni la lucha, ni la literatura.

La inflación de escrituras de calidad diversa que abordan la literatura íntima, autoficcional, del yo, femenina, feminista, liviana, intimista, impúdica, grotesca (o cualquier otra etiqueta con la que se ha intentado desprestigiar esta corriente, no haciendo más que fijar su territorio y su relevancia, levantándolas en un pedestal precisamente con las etiquetas que pretenden despreciarlas, como tantas veces ha ocurrido en la historia del arte) que proliferan alrededor de Sanz no es una carencia, ni siquiera un mal menor, muy al contrario es signo de la buena salud de nuestras letras y su rama barojiana-chirbesiana-sanziana.
Siempre que hay un género fértil, próspero y que se está cultivando con cuidado y calidad, hay alrededor decenas o centenas de autores menores, vulgares, sencillos, muy necesarios, que abonan ese campo de producción y permiten labrar también un campo de recepción bien nutrido y amplio.
En la época de Balzac y Dickens había cientos de escritores mediocres de folletines que hoy nadie recuerda, pero sin esos obreros de la literatura no habrían existido ni Balzac, ni Dickens. Cuando Joyce o Woolf están transformando la literatura occidental para siempre, hay un enjambre de bisoños vanguardistas pseudo-bohemios que escriben bodrios incomprensibles que creen que solo por incomprensibles ya son radicales y geniales, y no son más que vómito solipsista de acomplejado con ínfulas de genio y poca imaginación; benditos sean los ingenuos y torpes autores menores de la literatura universal.
Si en el siglo XIX no impidió que surgieran obras maestras —que es lo único que parece importarle a ciertos sacerdotes pollavieja de las letras castellanas— el hecho de que solo publicaran hombres burgueses hablando de enredos burgueses, no puede ser una barrera para el surgimiento de estas mismas obras maestras el hecho de que ahora solo publiquen señoras woke hablando de su vida interior —porque además no es cierto.
Será en todo caso un problema político, ético, histórico (igual que hoy revisamos el XIX podremos revisar esta época —aunque creo recordar que lo de revisar no gusta mucho a estos pollavieja, no sé) pero a la calidad literaria siempre le ha dado igual quién la escribiera y de qué temas hablara.
Hoy la prosa española (en español y catalán especialmente) goza de muy buena salud y tiene una sólida clase media que abraza en su regazo, en su amplio y cálido regazo, la matriarca Marta Sanz.
Entre esta gran camada sobresale la punkarra, irredenta, radical y mejor escritora de los últimos diez años, autora de una obra maestra de nuestras letras y que guarda anarka silencio denunciante y reivindicativo desde entonces: Cristina Morales con su ya clásica Lectura fácil.

Nombrada sucesora por la propia Marta Sanz (como Chirbes designó a la Sanz en su momento), Morales es la heredera del reino. Pero ha renunciado a la corona, en un acto de coherencia ética (de nuevo chirbesiano) muy de agradecer por parte de una antisistema republicana declarada. Ha cogido la pasta y se ha pirao’, como bien corresponde a una obrera de las letras que entiende su oficio como trabajo, trabajo explotado que se hace para cobrar, y bien que se lo ha cobrao’.
En todo caso, sigue abierta la vacante mientras Morales no se reincorpore, reviente el trono o llegue alguien a okuparlo.
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Por el camino de la novela española de este siglo se nos ha quedado colgando una generación de alumnos brillantes que (como ocurre mucho con los alumnos brillantes) diez años después ya nadie recuerda y si te los encuentras por la calle da hasta un poquito de pereza parar a saludarlos.
No hemos sido justos antes con Marías, que aunque nos caiga mal es un escritor de calidad y sí tiene una cierta herencia en algunos autores de la década del 10 que intentan mezclar de una forma extraña la gran frase de Marías-Benet con el costumbrismo crítico de Baroja (no creo que ninguno reivindique a Chirbes, pero no lo sé) y dan lugar a novelas fantásticamente escritas y muy aburridas sobre divorcios, hipotecas, oficinas y un poco de crisis económica.
Aunque de generaciones distintas, Belén Gopegui, Luis Magrinya, Gonzalo Torné o Isaac Rosa representarían lo mejor de esta línea, en la que también merodearía, aunque con más gracia y mejor herencia, la ya mencionada Marta Sanz.
Otro miembro de la generación y que habría sido un digno candidato (a la par en calidad literaria con Sanz) para supervisar la panorámica novelística actual, sería Ray Loriga. Pero la Historia (perdón por la mayúscula, horrible) en los últimos 10-15 años no ha ido virando hacia su estética canallesca, sino que más bien la ha ido descartando.
Ojalá les hubiera tocado vivir un tiempo más urgente a escritores de tanto rigor sintáctico y tanta erudición gramatical. También es cierto que quizá por vivir un tiempo tan anodino es que pudieron, estos autores nacidos en los 70-80, ser tan pulcros y hacer novelas tan perfectamente escritas y tan insulsas.
Sea como fuere, ya no se los lee mucho y su trabajo con el castellano queda ahí como quien abrillantó con ahínco los cubiertos pero no recibe ninguna visita, ni ha preparado ningún banquete, ni van a comer ellos siquiera, no han puesto ni los platos.
Nada. Cubiertos brillantes y ya está.
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Falta por analizar la vertiente latinoamericana que, si nuestras letras (y mercado editorial) gozaran de mejor salud, estaría todo imbricado en una tradición de las letras hispanas.
No obstante esto se está alargando más de la cuenta y tampoco queda mucho por decir, porque el escritor más importante del siglo XXI en español tampoco tiene herencia, y además es nefasta.
Cuarta vía: Roberto Bolaño propuso una literatura extraterritorial, una escritura salvaje, romántica y perruna, que pretendía a través de la literatura vivir de forma arriesgada y honesta, rimbaudiana y revolucionaria.
Cuesta dilucidar si es un gesto de pura nostalgia por un tiempo pasado en que importaba la vanguardia, el arte, la literatura, o al contrario, si Bolaño escribe para el futuro, mantiene viva la llama de la poesía, que nunca ha sido una cuestión de las masas, pero que a quien le importó le fue la vida en ello, y así hubo novelistas nazis y poetas comunistas, y todos murieron por la causa y escribieron con las manos sangrando y fueron infames y geniales.
Bolaño es fuego, pero ¿es un fuego que se apaga o que nace (re-nace)? Tenemos que esperar, aún queda mucho siglo XXI.
En todo caso, sus epígonos actuales no invitan a la esperanza, pues si algo ha quedado del legado bolañesco es todo pose y nada de compromiso.
Los escritores abolañados dicen tomarse muy en serio la literatura pero parece que solo se toman en serio a sí mismos. Dicen escribir salvajemente, pero no se atreven a ser salvajes con nada ni con nadie y publican en las editoriales más formales (o quizá es la editorial la que se adecentó) los textos más domesticados que podamos encontrar.
Le copian solo el gesto, pero ni siquiera le copian de verdad el gesto, el gesto de ir dando palos a los compañeros de generación, chupópteros del campo literario, y denunciando la inmundicia del oficio a las claras, con nombres y apellidos. Claro, no pueden hacerlo, los chupópteros son ellos. No hace falta nombrarlos (yo tampoco me atrevo a ser verdaderamente bolañesco), todos sabemos quiénes son.
No estoy hablando de escritores mejores y peores que hicieron fama por haber hablado alguna vez con Bolaño o porque Bolaño habló alguna vez de ellos (los Juan Villoro, Alan Pauls, Rodrigo Rey Rosa, el fantástico Rodrigo Fresán, el tan sobrevalorado César Aira, etc.). Estos autores son buenos e intrascendentes. Son el equivalente latinoamericano a los españoles antes mencionados Torné, Gopegui y demás. A mi modo de ver, más entretenidos, más originales, más atrevidos, pero irrelevantes en todo caso pues nadie los lee hoy (quizá a Fresán y Aira sí, pero tampoco tanto).
Tampoco estoy hablando del entrañable Alejandro Zambra, que sí puede tener ecos bolañescos (en ocasiones muy evidentes) y que, es cierto, está un poco domesticado también, pero que construye una literatura nueva, fresca y sana (sana en él, pues empieza a pudrirse pronto en las herencias que han convertido su sensibilidad en sensiblería, pues no es tan fácil trabajar con el ámbito de lo sentimental sin caer en sentimentalismos, y aderezan la escritura del yo sanziana con el minimalismo zambriano para supurar en una heridita mínima e íntima de su dedito lleno de pus, y justifican con eso una novela —al menos estas novelas tienen la virtud de ser muy muy breves), quizá no como para marcar época (o quizá sí), pero seguro sí como para plantearse las cosas otra vez, y de otra forma, y depurar un poco la tan alambicada prosa en español (Bonsai, 2006), y por fin poder hablar los hombres de nuestra sensibilidad (La vida privada de los árboles, 2007), y los hombres de los hombres y de nuestras relaciones sentimentales, amorosas amistosas y familiares (Poeta chileno, 2020), y del que por desgracia lo que parece que se atiende más y perdurará más es su lado más típico y tópico como es la escritura de la memoria histórica y los hijos de la dictadura chilena y todo esto (Formas de volver a casa, 2014). En todo caso un (muy) buen escritor y una persona (muy) amable y, parece que, un profesor bondadoso y vanguardista que nos ayudaría a replantearnos lugares comunes de la enseñanza, la lectura y la literatura con los niños. Sin caer en moralinas está bien la decencia de vez en cuando.

Estoy hablando de otros escritores. Infames escritores, españoles en su mayoría.
Pobre Bolaño, dedicó sus últimos años de vida a denunciar la inmundicia del mundillo literario y escribir de la forma más salvaje y más honesta lo que él tenía para decir, todo para que ahora los trepas de 2025 le chupen la sangre y parasiten su obra en busca de visibilidad y reconocimiento, en busca de, a sus hombros, alcanzar la inmortalidad, ¿pero qué inmortalidad, idiotas, si se va a acabar el Sol?
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Antes de entrar a valorar ciertas obras y autores (más bien autoras) latinoamericanas, lo diré una vez más: esta es una recepción española y desde España, con todos los prejuicios, confusiones y matices coloniales del asunto, con todo el filtrado del mercado literario barcelonés de por medio y la visión centrípeta de un capitalino (gato orgulloso mal que me pese, hombre clase media, para peor) como soy, y con todo el prejuicio del que (incluso contra su voluntad) piensa automáticamente que en español hay dos continentes: España (47,5 millones de habitantes) y Latinoamérica (660 millones de habitantes).
Me gustaría que no fuera así, pero no voy a impostar una neutralidad imposible dadas mis limitaciones. No me lamento de mi condición; tan solo me gusta situarme y que se conozcan los sesgos del sujeto que analiza y juzga: yo (ya que nos atrevemos a juzgar, al menos tengamos la prudencia de ponernos entre paréntesis).
Comienzo, ahora sí:
De latinoamérica lo que sobrevive en el siglo XXI, o lo que ha renacido más bien, lo más valioso y vivo, viene del siglo XX, no viene de Bolaño, viene, le pese a quien le pese (aunque no sé por qué tendría que pesar a nadie), de los patriarcas del Boom, de los geniales, diversos, pesados, todos machos, escritores de los años 50, 60, y 70, que la teoría literaria estadounidense apretujó bajo esa horrible etiqueta del Boom.
Alrededor del 2017 (más o menos al tiempo que Marta Sanz y Cristina Morales consolidaban su revolución literaria en España), en América Latina emergen casi simultáneamente toda una generación de escritoras, todas ellas, de nuevo, tan variadas y distintas como lo eran los del Boom, todas ellas, de nuevo, tan excepcionales y originales como lo fueron ellos, tan internacionales y traducidas como lo fueron ellos.
Si la necesidad de compararlas con hombres muertos suena a machirulada de elefante patriarcal es porque es una machirulada de elefante patriarcal.
Solo utilizo esta analogía porque no encuentro forma más clara y concreta de expresar que Distancia de rescate, de Samantha Schweblin (2014), Temporada de huracanes, de Fernanda Melchor (2017), y Nuestra parte noche, de Mariana Enríquez (2019), tienen para mí la misma la calidad, novedad y relevancia que La ciudad y los perros, de Vargas Llosa (1963), Cien años de soledad, de García Márquez (1967) y Rayuela, de Julio Cortázar (1963).

Clarice Lispector, Silvina Ocampo, Elena Garro, e incluso desde la poesía, Ida Vitale, Idea Vilariño o Alfonsina Storni, o Manuel Puig, Mujica Lainez, Pedro Lemebel, desde lo queer, son igual de relevantes o más para las autoras mencionadas (dicho por ellas mismas). Las obras de estas autoras son hoy clásicas, y se reeditan y se leen (en ocasiones parece que por primera vez) gracias a estas escritoras que las han reivindicado. Si la conexión la hacemos con esos machos y no con estas señoras es porque la relevancia literaria y la recepción de las obras no siempre atiende a los criterios morales que desearíamos, y la línea encadenada de escrituras e influencias debe limitarse a un carril para poder dibujar un camino coherente, más o menos sincrónico y honesto historiográficamente con la trayectoria de la literatura, no diseñado a la medida anacrónica de los valores de quien escribe,es decir, yo.
Son novelas muy distintas, escrituras muy distintas las de Schweblin, Melchor, Enríquez (Ojeda, Fernanda Ampuero, Cabezón Cámara, etc.). Igual que la deriva castiza es reduccionista pero nos sirve para entender lo que prevalece en España, la deriva mágica es la hegemónica en América, aunque malmezcla fantástico rioplatense, terror andino, mágico caribeño, fúnebre mexicano, y otras subvariantes.
El auge de escritoras mujeres latinoamericanas puede estar influenciado (como en España y en todo el mundo) por la cuarta ola feminista que cristaliza en el #MeToo hollywoodiense en 2017, el 8M madrileño en 2018, la legalización del aborto en Argentina en 2020 (tan en riesgo hoy), lo cual solo significa que la Historia y el Arte (horribles las mayúsculas) recorren el camino de la mano, a veces.
En el continente americano, sin embargo, la presencia del yo y la autoficción no es tan central, a cambio de un compromiso político, social, ecológico, de género, más explícito (sin perjuicio de Ariana Harwicz o Guadalupe Nettel que sí escriben claramente desde el cuerpo y al experiencia biográfica).
El cielo de la selva, de Elaine Vilar Madruga (2023) muestra que sigue en plena forma la ficción que reúne el terror, lo selvático, lo político y la violencia sobre mujeres. La llamada, de Leila Guerriero, mejor libro de 2024 según Babelia, muestra que la línea de disolución de la novela en crónica, en prosa del yo, en ensayo, en viaje o en la forma no-fabular que sea, también está ya perfectamente asentada en América Latina.
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Quinta vía: Es aquí donde aparece la línea secreta, oculta o fantasma, la quinta rama, la de Mario Levrero y su anti-novela, La novela luminosa.
Hemos dicho antes que, muy claramente a partir del covid (corte paradigmático con la realidad del mundo anterior y acontecimiento fundacional del tiempo poshumano y cyberpunk que vivimos), los libros de literatura en España y español que se venden más y se valoran más ya solo llevan la etiqueta “novela” como reclamo comercial a la espera de un rebranding eficiente que recoja este nuevo texto en prosa que no fabula nada (o sí), no inventa personajes (o sí), ni les asigna peripecias ni desenlaces a sus vidas (o sí, y ya veo venir a los que me van a criticar que propongo el género del todo vale, y sí, pero será justificado).
De las líneas que abren el siglo XXI, es la de Levrero (solo recientemente rescatada) el antecedente fuerte de esta cadencia. Ya dijimos, no porque influya, sino porque hoy casi repentinamente hemos recordado que todo esto ya lo hizo el uruguayo loco.
La novela luminosa (2005) es un texto de más de 500 páginas en el que se dedican más de 400 al diario real que escribió el autor durante los años en que, al amparo y exigencia de la beca Guggenheim, intenta y no consigue escribir esta novela, perdiendo el tiempo en una vida anodina surtida de la lectura de novelas policiales, la adicción a programas de ordenador, el consumo culpable y compulsivo de pornografía y las esforzadas clases de taller literario impartidas por Levrero (presenciales y online, en el 2000); y solo en las últimas decenas de páginas del libro se presenta el relato fragmentario, abortado, ruinoso, pero en verdad luminoso, de lo que podría haber sido esa novela y no llegó a ser, y es: La novela luminosa.
Este artefacto, esta declaración de imposibilidad para la novela, este manifiesto de lo que fue una novela y lo que podría ser ahora, o lo que podría no tener que ser ya novela para ser otra cosa, otra cosa que aún no sabemos qué es, está en La novela luminosa, de Levrero, y quizá será, podría ser, ojalá sea, lo que escribamos en el siglo XXI, el género hegemónico del siglo XXII, la aportación de nuestro tiempo a la Literatura Occidental (horribles las mayúsculas).

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Solo desde aquí, desde Chirbes y Levrero (dos novelistas de pro como fundadores de la anti-novela), podemos reconstruir una tradición de la prosa hispana, por fin fusionadas, que ya no tendría por qué ser la de la novela hegemónica, el camino trillado de los nombres que nos sabemos de memoria (Galdós, Clarín, y Bazán; Unamuno, Baroja y Valle-Inclán; Laforet, Cela y Delibes; Vargas Llosa, Fuentes y Márquez; Mendoza, Muñoz Molina y Grandes; etc, etc, y etc.) y que nos tienen maniatados hace tantos años a las derivas costumbristas (en España) o mágicas (en Latam), sino una anti-tradición (que incluso incluye algún título de los autores anteriormente mencionados fuera de contexto y de nuevo nuevos) para la anti-novela (ojalá tuviéramos ya listo el rebranding) que podría ser:
Tentativa de contrahistoria de la prosa hispana como anti-novela:
El Conde Lucanor, Don Juan Manuel; El Criticón, Baltasar Gracián; Artículos, Larra; Facundo, Sarmiento; Prosas, José Martí; El ruedo ibérico, Valle-Inclán (Valle se mantiene, que para algo es nuestra vanguardia); Juan de Mairena, Antonio Machado; Greguerías, Gómez de la Serna; Los siete locos y Los lanzallamas, Roberto Arlt; Adán Buenosayres, Leopoldo Marechal; Museo de la novela de la eterna, Macedonio Fernández; Ficciones, Borges (que ya lo hemos dicho, es el mejor y, lo dijo Bolaño, el centro del canon en castellano); Paradiso, Lezama Lima; Diarios, Gil de Biedma; Jusep Torres Campalans, Max Aub; Una meditación, Juan Benet (que en realidad sí hizo algo más allá de Galdós-Baroja y le debemos el esfuerzo, aunque fuera un elitista); Mazurca para dos muertos o Cristo versus Arizona, Camilo José Cela (que es el más moderno y norteamericano escritor español del XX si miramos un poquito más allá de La familia de Pascual Duarte —e incluso allí); Confabulario, Juan José Arreola (que compuso los fragmentos de la novela de su amigo Rulfo, así que el invento es suyo); Fábulas, Monterroso (que inventó el microrrelato antes de Twitter, actual X —hervidero de fascistas); Diario de Bolivia, Ché Guevara; Historias de cronopios y de famas, Julio Cortázar (el libro más alegre de la historia de la literatura); Diarios, Alejandra Pizarnik (el libro más triste de la historia de la literatura); Prosas apátridas, Julio Ramón Ribeyro; Usos amorosos de la posguerra española, Carmen Martín Gaite: Larva, Julián Ríos; El olvidado Rey Gudú, Ana María Matute; El jardín de los siete crepúsculos, Miquel de Palol; Tadeys, Osvaldo Lamborghini; Homenaje a Roberto Arlt, Ricardo Piglia; La literatura nazi en América, Roberto Bolaño (su libro más original y contemporáneo y menos leído); La Historia, Martin Caparrós (un monumento posmoderno de la nota al pie a la altura de La broma infinita); Bartleby y compañía, Vila-Matas (queremos tanto a Enrique); La novela luminosa, Mario Levrero; Clavícula, Marta Sanz; Las partes, Rodrigo Fresán; Facsímil, Alejandro Zambra (experimento de vanguardia hiperlegible); Nuestra parte de noche, Mariana Enríquez; Lectura fácil, Cristina Morales (en la versión fantasmagórica que algún día existió, según dice la autora en las entrevistas de promoción, versión en la que solo hablaba Nati, un monólogo furioso y verdaderamente radical, sin asideros, versión que ojalá se publique algún día y tenga la intensidad del nazi Céline que tanto ama la autora anarka y arrase con todo de una puta vez); Dicen, Susana Sánchez Aríns (inestimable descubrimiento galego que me brindó el poeta ágrafo Ramón Barbolla, novela de fragmentos, voces, que habla de la verdadera política, la verdadera memoria, la verdadera intimidad, sin mayúsculas (horribles las mayúsculas) ni aspavientos); Amado Señor, Pablo Katchadjian (epístolas breves al Dios patafísico que figura Katchadjian); Dicen que Nevers es más triste/Guerra interior/Kuxmmannsanta, Angélica Liddell; Diarios, Rafael Chirbes; Cartas de un matrimonio anarquista, Begoña Méndez, Nadal Suau; Dysphoria Mundi, Paul B. Preciado; MANIAC, Benjamin Labatut; La última frase, Camila Cañeque.
Por ejemplo.
(Al final no me he contenido de hacer el repaso maximalista de la novela hispana, pero como anti-novela, al menos).
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No obstante, el origen, el verdadero origen remoto de toda esta tradición de la anti-novela o del fin de la novela o de la novela desde otro lugar, es, en el fondo, la novela, el Quijote. La primera novela moderna, la primera novela posmoderna, la primera anti-novela.
Aquí la justificación, pues quien quiera criticar esta propuesta de la anti-novela como un todo vale, género sin criterio, etiqueta para cualquier cosa, estará en lo cierto, pero tendrá que incluir en el saco, si es honesto, El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, escrita por Miguel de Cervantes Saavedra (o Pierre Menard, eso también debería dar igual).
Este libro se presenta como la traducción del manuscrito árabe de Cide Hamete Benengeli, no autoafirmando la radical originalidad de su autor.
Este libro comienza con la frase archiconocida: “Desocupado lector:”.
Este libro es el torpe y desmedido error de un escritorzuelo de novelitas ejemplares (mal dramaturgo y peor poeta), género menor del siglo XVII, una de las cuales se le fue de las manos (igual que a Joyce se le fue de las manos un cuento, y mira, el Ulises: cuidado con los textos breves), y a base de recortes, pastiche, y un batiburrillo propio del mejor cocido, donde (sí, también) todo cabe y todo sabe bien no se sabe muy bien por qué, escribe este texto único en prosa inclasificable, donde hay cuentos, ensayos, historia, crónica, política, cocina, amores, diálogo, poesía, descripción paisajística y tecnológica. Y nace algo.
Novela era, al fin, aquello que no sabíamos qué era. Novela es anti-novela (como la anti-poesía era poesía, y de la mejor).
Este libro empieza con un protagonista que se lanza al camino, pero se aburre, es aburrido, no sabe qué hacer, necesita algo más, y en vez de borrarlo y volver a empezar, este protagonista da la vuelta, regresa a casa, busca un compañero, encuentra a su chaparro escudero, y vuelve a salir y a comenzar la novela (todo, todo vale), ahora sí, ahora de verdad.
Este libro acaba. Es una divertidísima novela moderna, con su principio, su peripecia y su final. Todo el mundo lo lee y lo disfruta. Pero entre la gente culta, ni los amigos del autor (como el impresentable Lope de Vega, quien rechazó prologarlo) lo respetan.
Entonces un sujeto malicioso, viendo la enorme popularidad del libro, quiere aprovecharse y lo plagia. El Quijote de Avellaneda (que no he leído así que no puedo juzgar, pero dicen que es muy vulgar, una torpe caricatura que solo copia los porrazos y bravuconadas del personaje alargado y su amigo regordete).
El autor primero, Miguel de Cervantes (¿no era Cide Hamete Benengeli? ¿o Pierre Menard?), está escribiendo su segunda parte cuando se entera.
Para desmentir al impostor hace virar de su camino al hidalgo de la Mancha, y en vez de a Zaragoza, donde se dirigía, se encamina a Barcelona, donde encontrará una imprenta, invento novedoso aún en su época, y leerá (el protagonista) las páginas del infame Avellaneda, donde dice contar sus peripecias, pero Don Quijote sabe que ese no es él, que le están difamando y suplantando la identidad, pues en el libro donde él existe, Don Quijote, él, Don Quijote, no ha hecho ni esto ni aquello, así que en el libro en el que él existe, Don Quijote, desmiente ese otro libro, que existe ,pero en que el Quijote real, él, no existe, pues no es él. Y así en la segunda parte nace la novela posmoderna, sin querer, como suele ocurrir.
Este libro, Don Quijote de la Mancha, no es novela, señoras y señores y señoros, tampoco anti-novela, es un texto total, un texto, sin género, degenerado, de ficción y realidad, de narración y ensayo, de poesía y diálogo, de ciencia y fantasía, de comida y medicina y tiempo libre y amor y espíritu y materia y mentira y verdad. Como lo son los libros antes mencionados de viaje, de crónica, de ensayo, de intimidad, de reflexión, de los que estamos hablando, que empiezan a poblar más y más las baldas de las librerías y las baldas de los lectores y pueden ser el camino de una nueva tradición literaria, de un nuevo género en prosa, en español y en España y en Latam y en el mundo entero en realidad.
Esta tradición es la que en el siglo XXI podemos hacer desde el Quijote.
Ahora que la novela muere, quizá pueda revivir su primer y mejor clásico, Don Quijote de la Mancha, en toda su potencia y versatilidad.
Veremos.
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1 Utilizamos la etiqueta “hispana” para englobar la novela de España (en cualquiera de sus lenguas), o latinoamericana (en español). Si bien, no podemos ser ingenuos en la recepción que se hace desde España —concretamente desde la capitalina y centralizadora Madrid— tanto de la literatura americana en español, como de la literatura española en galego, catalán, euskera y demás lenguas en que se escriban novelas en España, por lo que el sesgo (indeseado pero inevitable) español y madrileño de esta recepción que pretende ser hispana y del mapeo consiguiente debe ser reconocido y explícito.