El otro día, mientras Johnny Jewel proyectaba en su concierto del Primavera Sound edificantes escenas de películas gore, lo pensé otra vez: «esta gente no para de fumar, fuman antes de matar, fuman mientras descuartizan, fuman huyendo en motocicletas a toda velocidad y sin casco». Por contraposición, en las películas ambientadas en la actualidad, nadie mira la nueva droga, es decir nadie mira el móvil, o al menos no lo consultan tanto como se hace en realidad. ¿Es un vicio mejor que otro, y por eso escondemos nuestros smartphones en la ficción? ¿Y si era mejor fumar?
Dejando de lado el factor estético (sobre el que no hay discusión) y el sanitario (sobre el que los pros y contras parecen evidentes), aparece un factor clave en este gran reemplazo del tabaco por el móvil: la lucidez. Móvil y tabaco son drogas de consumo constante, que llenan los agujeros de tedio de nuestras vidas cotidianas, intervalos de 5 minutos en los que uno no puede o no quiere seguir haciendo lo que estaba haciendo. Es difícil prestar atención todo el rato, ya sea en la oficina o con los amigos, así que siempre necesitamos maniobras de escape.
Por tanto, elegir esa droga de distracción se antoja algo fundamental para cualquier dinámica social. Volviendo a la comparativa, cualquiera que haya fumado—cosa avalada por la ciencia— sabe que la nicotina tiene un efecto tónico en el cerebro, que ayuda a la lucidez y a la concentración. El acto físico de fumar pitillos (pese a lo nocivo de los cigarrillos industriales, y que lo ideal sea tomar nicotina solamente) es un minimalista ritual motor que ayuda a apagar cierto monólogo interno y tratar de concentrarse en una sola línea de pensamiento. Todo lo contrario a hacer scroll o mirar aplicaciones, precisamente diseñadas para anular la voluntad y abrir la membrana del subconsciente, para luego colarnos deseos de comprar cosas1. El tabaco es presencia, mientras que el móvil es evasión.
En su monumental obra Bullshit Jobs, el antropólogo David Graeber postulaba que las redes sociales, por azar o por diseño, habrían venido a cubrir un caso particular de la angustia del hombre oficinista moderno:
«Uno se puede imaginar que colocar en una oficina a millones mujeres y hombres jóvenes y bien educados pero con acceso a internet —esto es, al menos potencialmente, un repositorio de casi todo el conocimiento humano y sus logros culturales—podría provocar algún tipo de Renacimiento. Nada remotamente parecido ha sucedido. En cambio, la situación ha propiciado el florecimiento de las redes sociales (Facebook, YouTube, Instagram, Twitter): básicamente, medios de comunicación electrónicos que se prestan a ser consumidos y utilizados mientras se finge estar haciendo otra cosa. Estoy convencido de que este es el motivo principal del ascenso de las redes sociales»2
Graeber lo vio perfectamente: las oficinas son aulas de colegio y los vídeos tipo TikTok, la droga distracción definitiva, antes seguramente ocupada por el tabaco. La victoria de las redes sociales se debe a que están diseñadas para ser consumidas mientras se finge trabajar.
En una entrevista a Julián Marías, el profesor defendía que «el hombre occidental no se había drogado nunca». Aunque bastante inexacto en la anécdota, lo que hacía es promover brillantemente el uso de drogas estimulantes, las legales en occidente (tabaco, café) frente a las depresoras (parece que estaba pensando en los opiáceos, aunque menciona también a la hoja de coca). Establece, entonces, una especie de correlación entre la productividad social y el uso mayoritario en occidente de estas sustancias. Dice: «el hombre occidental ha puesto su vida a la carta de la lucidez y la razón». Si viviera, estoy seguro de que Marías no consideraría al social media como una droga lúcida.
Por otro lado, y en paralelo al uso del móvil, el descenso del consumo de tabaco va acompañado de una legalización masiva e imparable de la marihuana como droga recreativa. Aunque hay que estar a favor de legalizar las sustancias (para que el estado no legisle sobre el cuerpo de uno y no saque tajada de la delincuencia organizada), lo cierto es que el cannabis es una droga depresora del sistema nervioso, que se presta a ser tomada en soledad o en grupos muy reducidos, frente al componente más social de la dupla alcohol+cigarrillos. Además, su uso diario arrebata la lucidez y la predisposición a hacer cosas, actitud en la que, como hemos dicho, mágicamente te colocan el combo café+cigarrillos3.
No tengo pruebas, pero tampoco dudas, de la correlación entre hábitos pandémicos (plataformas de comida y vídeos, adicción al móvil, la voz bro), con el creciente consumo de marihuana y la proliferación de teorías de la conspiración. O de posiciones políticas a veces difíciles de distinguir de estas teorías. Y si no, pensad aquellas amistades con tendencias conspiranoicas que tengáis, y en cuántas de ellas se da un consumo habitual de cannabis.
En mayo del 2024, el uso diario de la marihuana en Estados Unidos superó por primera vez al del alcohol. Esta ingesta cotidiana se multiplicó por 15 de 1992 a 2022, mientras la de cigarrillos se desploma sin parar. Estoy convencido de que los hábitos sociales de ese grupo tienen mucho que ver con el consumo de contenido, al ser la marihuana una droga relajante, que potencia la imaginación, especialmente al disfrutar de manera pasiva de un estímulo. Y estoy seguro de que ese contenido se ha ido algorítmicamente adaptando a los fumetas, destilando no pocas veces en conspiranoia e ideas políticas estrafalarias.
En resumen, la tendencia es el reemplazo del tabaco, café y alcohol por móvil y cannabis. La adicción a internet y su infinita y personalizada oferta de contenido es un compañero de baile perfecto para la marihuana, mientras que los mejores amigos del cigarrillo—café y alcohol— son siempre combinaciones más lúcidas o, al menos, con más poder de lubricación social. Antídotos contra el aislamiento. Todo esto afecta a buen seguro nuestras dinámicas sociales, políticas y, por supuesto, emocionales.
Lo que es seguro es que este reemplazo aumenta nuestra dimisión del presente. Cada 5 minutos, consentimos que estudien y exploten nuestras reacciones a estímulos cada vez más precisos, como cobayas con móvil. Uno ve, en lugar de al vecino de enfrente, a gente que no conoce consumiendo, yendo a sitios bonitos, bailando, comiendo platos con trufa. O, en un caso aún más paradigmático, a gente normal haciendo tareas normales (cortar troncos, estudiar, limpiar pescado): tales son las ganas de huir del vértigo del presente y no hacer algo uno mismo.
Esta adicción a la evasión es la gasolina perfecta para —unida a la desconfianza hacia un futuro negado por las continuas crisis y sus respectivas acumulaciones de capital por los ultrarricos—, vivir flotando en infinito bucle de deseo, búsqueda de placer, decepción y repetición. Hay que imaginar otros futuros, otras drogas de distracción. Mientras, quizá, podamos escapar paseando hasta un café, conversando allí con amigos y vecinos. Presentes, mientras nos fumamos un cigarro.
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1 No todo es internet es así, hay proyectos que buscan aprovechar lo bueno que tiene (descentralización, distribución gratuita) para apostar por un internet lento y nutritivo que piense en personas y no en clientes.
2 Bullshit Jobs, David Graeber. Penguin Books. La torpe traducción es mía.
3 Hay numerosa literatura relacionando el comienzo del uso del café para beber agua hervida (y por tanto segura) frente a la alternativa anterior, el alcohol, con el vertiginoso progreso de occidente tras la Ilustración. No parece que haya tanta en la relación café y cigarrillos, pero está claro que algo hay.