En su legendaria pieza para el New York Times “Roger Federer as a religious experience”, David Foster Wallace acertaba a explicar mejor que nadie la mística inherente a ver jugar al tenista suizo: los Momentos Federer, para él, son la delicada rotura de las leyes de la física que Roger conseguía en esos insólitos instantes; destellos que provocaban que nuestras mandíbulas cayeran al suelo y nuestros ojos rotaran hacia dentro de la cabeza. También lo diagnosticaba: se trata de los efectos de la belleza cinética.
Carlos Alcaraz, por su parte, nos deleita con momentos de júbilo sutilmente distintos, aunque casi de la misma categoría. Ni religiosos ni solemnes; los Momentos Alcaraz son más bien el equivalente profano, decadente, mediterráneo. Roger sería una iluminación mística, encontrarse un oasis en un desierto, mientras que Carlos se parece más al despendole de la fiesta inicial de la Gran Belleza. Alcaraz muestra sus cartas, sus músculos, el esfuerzo necesario; mece a su rival de un lado a otro y, al final, cuando los timbales redoblan, el teatro aguanta la respiración y los violines rompen sus cuerdas, libera una sutil caricia con su gigantesca mano derecha, una dejada que vuela lo suficientemente despacio como para que te dé tiempo a pensar: o es un genio o es un loco. Todo depende de si la bola franquea la red (o si se va muy larga). Si se descorcha la botella - a veces coronada por un globo bóveda -, ese momento se imprime en tu cerebro como una foto polaroid. Véase Wimbledon 2023.
Hoy, 24 de enero del 2024, la bola cayó en el lado malo. Tras un principio de partido horrible de Carlos, superado por un imperial Zverev -al que solo le faltaba el casco pincho-, vimos a un murciano desahuciado. Alguien que no quería estar en esa fiesta. En ese momento, al saber que se iba a ir a casa, acercose Alcaraz a decir adiós a la gente, pero fue liado para echar unos chupitos y unos bailes: rotura agónica y un tie break colosal en el que tiró 3 o 4 passings para el recuerdo. Sonreía a la grada con ese gesto genuino y transparente del que se divierte y es imposible odiar, el mismo que comparten todos los jugones, Ronaldinho o Kobe Bryant.
Una vez leí en algún sitio una cita quizá apócrifa de Nietzsche; “Madurez del hombre adulto: significa haber reencontrado la seriedad que de niño tenía al jugar".
En el cuarto set, lleno de alternativas, Zverev sin bajar la marcha, Carlos se encontró en otro cruce de caminos. 4-3 arriba, 40 iguales, punto homérico para bola de break, pista libre para hacer lo que quisiera. Y va y tira una dejada larga, mala, horrible, que lo acaba por derrotar. Qué otra cosa podía hacer sino morir jugando.
En el artículo, DFW escribe este corolario: “Beauty is not the goal of competitive sports, but high-level sports are a prime venue for the expression of human beauty. The relation is roughly that of courage to war.” Estoy completamente de acuerdo pero es que, además de hacerlo precioso, Roger encontró la forma de ganar casi siempre. Ojalá Carlos encuentre su manual para cambiar de plan, para no jugar tanto a la ruleta murciana. Así, no tendremos que aguantar a la piara de envidiosos, buitres ibéricos y demás necios incapaces de valorar lo bello y lo cinético. Hay tiempo de sobra.
Decía Ángel al acabar el partido de hoy: “¡Lo que me jode es que quiero verlo más! ¡Más Carlos!”. Esta puede que sea la clave. Sufrir un poco, meter pelotas, mover papeles y mandar emails. Para, ya instalado en las rondas finales de los Grand Slams, poder producir más Momentos Alcaraz. Con unos pocos ya habrá valido la pena esta fiesta; una fiesta que es una pena que se esté perdiendo Foster Wallace.