“El tiempo ha pasado y yo sigo estando aquí” dice una de las estrofas que canta la afición de la UD Logroñés en los fondos de Las Gaunas. Es domingo y hace sol. Y eso aquí no es muy normal. El estadio se llena para una misa de cinco en la que nadie tiene pinta de que se vaya a dar la paz cuando el cura, el árbitro en este caso, lo dicte.
El mítico CD Logroñés desapareció en 2009 envuelto en una gran crisis económica, y fruto de aquel desastre nacieron dos hijos: la Unión Deportiva y la Sociedad Deportiva Logroñés. Dos equipos que comparten ciudad y estadio. Vecinos que residen en el mismo edificio o que portan el mismo código postal en el DNI, pero que entienden y viven el fútbol de maneras muy distintas. La UDL funciona como una sociedad anónima deportiva, es decir, no depende de sus socios ya que tiene un dueño, mientras que la SDL sí pertenece a sus aficionados, que son quienes toman las decisiones en este caso.
Del derbi vivido el 23 de marzo a sangre y fuego, a uno se le quedan grabadas imágenes en la retina, y las que menos, futbolísticas. En el silencio de La Gaunas uno podía escuchar el eco del balón que botaba con fiereza contra el césped el entrenador de porteros durante el calentamiento. Desde que la pelota tocaba el piso hasta que volvía de nuevo a los guantes, el sonido recorría todo el graderío. Ronquidos de un gigante dormido que despertó con la salida de los dos equipos al campo.
Nada más rodar el balón, uno se da cuenta de que la Segunda RFEF es como un bar de carretera, no le puedes pedir platos de vanguardia ni sabores sofisticados que hagan de la experiencia algo irrepetible. Más bien al contrario. Te empachas de lo que haya de forma contundente, y el final suele ser satisfactorio porque que no esperabas que algo tan simple te pudiese llegar a gustar tanto. Los sonidos fueron el ingrediente de un partido que no brilló en lo futbolístico pero sí en lo auténtico. Cada tarascada generaba el griterío del aficionado y también el de los jugadores, que a diferencia de los partidos que solemos ver en la televisión, sí que recibían de lo lindo. El patapum pa’arriba, maraca de la casa del infrafútbol que diría Ballester, hace que el espectador calque el movimiento de cuello que haría si estuviese presenciando un partido de tenis. En estas divisiones el balón se mueve de lado a lado como una patata caliente. Parece que nadie lo quiere, y por eso el pobre esférico pasa las mismas horas en el aire que un piloto en prácticas. No hay hueco para el fútbol champán, pero cómo se disfruta del barro.
Nos fuimos al descanso con un marcador de 0-1 a favor de la SDL gracias a una jugada individual de Lazcano que acabó materializando Álvaro García, y aquel refugio de hormigón con hechuras soviéticas rápidamente se convirtió en un moderno estadio alemán por dentro. La cantina, una barra de chapa digna de las verbenas de pueblo, te ofrecía la posibilidad de poder tomarte una cervecita para hacer aquel calvario más llevadero, cosa que en el fútbol profesional español es imposible. El partido siguió, y con él el disgusto de los aficionados de la UDL hasta que Lupu levitó entre los centrales contrarios y remató de cabeza el balón que acabó dentro de la portería rival.
El encuentro terminó en empate, y más que un encuentro, lo vivido en Las Gaunas fue una separación de bienes. Un levantamiento permanente de su particular muro de Berlín hasta que el fútbol vuelva a cruzar los dos equipos en sus respectivos caminos. Una tregua balompédica que hace que la vida siga igual. Los vecinos se vuelven a saludar y el carnicero atiende con la mejor de sus sonrisas -en verdad no lo hace, pero yo creo que sonríe por dentro-. Los coches paran en los pasos de peatones y la gente sigue llevando el paraguas en la mano por si acaso.