¿Alguna vez te ha cogido un desconocido del brazo, te ha susurrado al oído “tienes que ver El Prisionero” y acto seguido se ha marchado por donde vino, tropezándose antes de desaparecer por completo de tu vista? Si tu respuesta es afirmativa, mi más sincero pésame: me conoces. Esa persona era yo. A falta de algo mejor que hacer -y sin un grupo de amigos con furgoneta y carnet de conducir que me permita formar el equivalente español al Equipo A- dedico un par de horas diarias a aparecerme a la gente para transmitirles de forma siniestra un mensaje trascendental en forma de extraño consejo. Obviamente, por lo general, tan pronto enuncio mi mensaje ahí muere, no tiene mayor recorrido: la gente piensa que soy un perturbado y a otra cosa. Sin embargo me gusta pensar que quienes se toman la molestia de memorizar el nombre de la serie y ya luego buscarla en casa se sonríen, satisfechos de haber accedido a un saber arcano bajo la forma de diecisiete episodios que ya en su fecha original de emisión, 1968, se intuían a sí mismos capaces de seguir resonando en la actualidad y muy posiblemente a futuros. Así de autoconsciente y poco humilde era la ficción de la que te hablo.
El Prisionero, aunque tú creas que no, la conoces. ¿De qué? Pues de aquel episodio de Los Simpson en el que Homer crea una web para primero primero difundir cotilleos y escándalos veraces y después pasar a inventarse infundios y conspiraciones, el episodio en el que le terminan encerrando en una isla junto a un ex espía que atiende al nombre de Número Seis. Aquel capítulo era el homenaje de las dos personas que más han hecho porque Los Simpson sean el tótem cultural del mundo occidental que son desde hace décadas: el director Mark Kirkland y el guionista John Swartzwelder, quien curiosamente tiene una biografía con no pocos singulares paralelismos con la de Patrick McGoohan en cuanto a su inaccesibilidad, tendencia a la reclusión, idealismo conservador y mala hostia legendaria. Pero a lo que iba: si viviste el fenómenos Perdidos, que sepas que también tenía mucho, muchísimo que ver con El Prisionero. Y el final de Twin Peaks, el final de antes de esa extensión a la serie que hizo David Lynch hace poco, es un plagio descarado de Fall Out, el último episodio de El Prisionero. Con lo que, al final, resulta que tenemos auténticos fenómenos culturales y sociales de los noventa y los dos miles homenajeando y fusilando una serie de dos, tres y hasta casi cuatro décadas antes. Lo único que lo de Lindelof queriendo la gente matarle después del último episodio de Perdidos fue de forma accidental: cuando Patrick McGoohan hizo lo mismo con el último episodio de El Prisionero él lo hizo adrede, en un ejercicio de integridad artística para con el significado último de su obra que le supuso tener que exiliarse años so pena de vivir con el morro caliente. Y es que a ningún espectador le agrada lo que enuncia de forma alegórica al final de Fall Out: que en última instancia el carcelero de cada cual, quien encierra y oprime a un tercero, no es una figura de autoridad al uso ni un sistema penitenciario siquiera, sino uno mismo.
Para llegar a ese final hay que recorrer antes dieciséis episodios. Dieciséis episodios donde no existe un orden concreto para verlos, ojo a esa genialidad: en El Prisionero, siguiendo el orden oficial de emisión, de un episodio al siguiente Número Seis pasa de persona a la que le da urticaria la permanencia contraria a su voluntad en la isla (Portmeirion, una maravilla arquitectónica de poblado esencial para conferir a la serie ese diseño de producción a medio camino del arte pop de los 60 y una pesadilla psicodélica) a paisano del lugar más cómodo e integrado en él que la propia Plaza Mayor. Y en el siguiente vuelta a ese perder el culo por marcharse de allí. Esto no es un error de continuidad ni nada similar, voluntariamente establecieron que fuese el espectador quien dictaminase la secuencia correcta en base a cuán hostil o conforme se mostrase Número Seis respecto a su reclusión a la fuerza. Por supuesto, los enemigos principales son peones en esa jerarquía de la que la mayor incógnita es quién es ese misterioso Número Uno: sólo conoceremos a los sucesivos Números Dos, en apariencia parte esencial de la cúpula de poder pero en realidad meros peones, casi simples tecnócratas, en la medida que se les depone y reemplaza capítulo tras capítulo por no ser nunca capaces de doblegar a Número Seis para obtener el fin más preciado que se le requiere: información. Posiblemente estemos ante la primera ficción audiovisual (películas y series de espionaje al márgen, cuya aproximación era bajo otro prisma más de folletín si se quiere) que predice el valor que terminaría teniendo la información en la sociedad. O mejor dicho: el valor que le atribuyen los ingenieros e ideólogos sociales a la información, sea esta de carácter banal o íntimo. Porque aquí a Número Seis por lo que se le pregunta una vez tras otra es por sus motivos para dimitir, información cuya renuencia a dar es igual de firme que la insistencia e invenciones que ponen en extraérsela. Y en esos métodos es donde la serie se luce tocando ideas tangenciales a la psicología, el control de masas, el eterno tira y afloja (muy Tocqueville) de seguridad VS libertad, la filosofía, qué constituye en última instancia eso que denominamos “identidad” y toda la conspiranoia bilateral de un bloque respecto del otro en el período de Guerra Fría. Donde, además, es capaz de lanzar otra predicción (predicción de aquellas, ahora, a toro pasado, sería mera constatación) imposible de refutar: que un bloque se estaba haciendo indistinguible del otro, y viceversa. Que se retroalimentaban de una forma perversa.
Ahora te vuelvo a coger del brazo, pero esta vez para pedirte que si te interesa El Prisionero en estas las que son sus premisas y virtudes básicas, por favor, no comiences a verla por el que es su primer episodio oficial, el llamado Arrival. Funciona de presentación y cumple su cometido, sí. De hecho, es la puesta de largo de Rover, el vigía más simple y terrorífico a la vez que quepa concebir, y encima te chocará que en Portmeirion en los ascensores y cualquier panel numérico no exista el siete, algo que Quentin Dupieux cogió para su recomendabilísima Wrong. Hazme el favor de empezar por A, B And C. El episodio aquel que los atracadores de Killing Zoe, en 1993, todavía discutían acerca de su posible significado. El episodio en el que incluso recae una mayor presión sobre Número Dos por no ser capaz de doblegar a Número Seis que sobre este último por parte de sus captores en cuanto a sonsacarle. El episodio en el que hacen uso de un mecanismo que permite interferir en los sueños ajenos modelándolos a la manera de un simulacro e introducirse en ellos. De nada. Para eso estamos.