Las despedidas duelen por la hostia de una certeza: a partir de ahora sois tú y tu memoria, tu agujereada memoria, tu mentirosa memoria, tu incompleta y azul oscura memoria. Ya nada más nuevo va a pasar, ya no serás al menos testigo de ese resplandor del mediodía tan del presente, ese vértigo blanco del directo. Ahora qué. Qué felices éramos mientras pasaba y en qué trozo de rutina se convirtió. Lo permitimos. Malditas máquinas blandas de costumbres somos, uno se acostumbra a todo: a los palacios de oro y satén y a las celdas de charcos de meada; cagadas en la pared. Al rato uno vuelve a ser lo que era, la versión de fábrica, esa mezcla indescifrable de frenesí y pereza, pereza y frenesí.
Nos acostumbramos a ir con el bueno de la historia y a que, como en las películas de vaqueros y de Disney, siempre ganara el nuestro. Porque siempre ganaba. Rafa siempre ganaba y además ganaba esforzándose, siendo caballero en la victoria y sincero en la escasa derrota. Con ese rictus de concentración —«no os preocupéis, ya se le ha puesto la cara de indio navajo» decía mi abuela, que lo consideraba un nieto más, uno de los predilectos, al borde del sofá con esa sonrisa de ilusión adolescente que Rafa le dibujaba siempre— prometía que estábamos en buenas manos, que todo iba a salir bien.
El bueno de la historia, el nuestro —qué certeza—, era el esforzado, cada golpe como arrastrar una roca colina arriba, nunca una queja, siempre humano. Ganaba, siempre, cuando la superficie era más espartana y más roja, casi Mallorca. Cuanto más jodida la cosa, más gallardía. Se aventuró a otras superficies y salió victorioso, con su pie deforme y mil lanzas en el cuerpo, sus rituales samuráis, su inglés entrañable, su humor blanco y familiar y su sentido común, tan de isla.
El viaje de nuestro héroe contra sus rivales, primero las batallas y la rabia, luego el respeto, al final la más entrañable amistad con el irrepetible —y también inexplicable— Federer, como si Mozart y Bach, Botticcelli y Gauguin se hubieran conocido y llevado bien; pintado unos murales juntos y compuesto unos temitas. Luego la aparición de un tercero en discordia, un quejica rival que no quisiera nombrar, a la postre ganador en la foto finish de la codicia por los trofeos. Rafa dejándonos claro que no es lo mismo un rival que otro, frunciendo el ceño, explicándonos justo al final que lo importante no era tanto ganar, sino competir, presentar batalla, el recuerdo que uno deja, inmaculado y sin trampas y sin más enemigos que los que se merecen una colleja siempre, contra esos sí hay que disputar terreno.
Hemos visto la belleza de la rebeldía contra lo imposible, lo inalcanzable. Con una raqueta, en este caso, pero qué más da. Hay relevo, puede haberlo, pero qué más da. Lo vimos tantas veces y nos perdimos tantos puntos que no volverán: fuimos al baño, miramos el idiota móvil, salimos a la compra; otras cutreces, tiempo perdido.
Ahora somos nosotros y nuestra memoria, ningún vídeo, ni IA, ni horteradas similares jamás podrá acercarse a lo que vimos, a cómo sentimos a Rafa familia. Espero poder algún día merodear la posibilidad de estar a la altura de describir una sensación vecina a lo que era, utilizando la mentirosa memoria y las podridas palabras —no tenemos más que estas oxidadas herramientas—, cuando ellos me pregunten: ¿Cómo era ver jugar a Rafa Nadal? ¿Cómo fue esa final de Wimbledon 2008? Veréis…
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La RAE define el verbo recordar de esta manera: «Pasar a tener en la mente algo del pasado»