Ropa tendida

Óscar García Sierra no parece querer dejar ni una rendija abierta para la compasión hacia sus personajes.

(Esta reseña no contiene spoilers gordos, pero sí desvela elementos de la trama, de los personajes y del tono general de la novela)

Un problema que tiene el poeta, esto es, el que es capaz de escribir imágenes con palabras1, es que suele conseguir lo que se propone. Óscar García Sierra (León, 1994) probablemente se propuso construir un libro asfixiante y por tanto le ha salido un artefacto irrespirable: su segunda novela Ropa tendida (Anagrama, 2024).

Los personajes de Ropa tendida —cuatro miembros de una familia y La Juli, postrera amante del hijo varón, Xairu—, van desfilando en orden de menos a más relevante para la historia, encajando sus capítulos con cierto decalaje, de manera que cada personaje engancha su momento en la historia justo antes de que lo dejara el anterior. Esta estructura superpuesta provoca una sensación de velocidad mezclada con trompicón o vuelta al pasado —a los errores— muy apropiada para el ceniciento tema de la novela.

Porque estos cinco personajes están atrapados, atrapados en sí mismos y en un paisaje que es una prolongación de sí mismos, bajo un omnipresente y ominoso polvo naranja fruto de la demolición de una central térmica; bajo un frío atroz que sin duda empaña los parabrisas de los coches nocturnos a bordo de los que parece transcurrir la mitad de la novela, la carretera de León a La Robla, la N-630, pasando por la central térmica demolida y llena de escombros; atravesando un after triste y lleno de personas.

Hay un frustración que aumenta según avanza el libro, y es que los personajes no son conscientes de lo que les ocurre; son todos, en menor o mayor medida, ineptos en lo que se refiere a etiquetar sentimientos, poner palabras a su desazón, una preocupación que Óscar se afana en subrayar durante toda su obra2 y también en Ropa tendida:

(Isidorín, el padre):

«—No te soporto —susurra Isidorín, incapaz de decidir si quiere que su mujer oiga o no el comentario—.»

(Milagros, la madre y mujer, un pelín más ducha en hablarse a sí misma):

«Sabe que la mejor manera de combatir la tristeza es transformarla en rabia, así que se seca instintivamente unas lágrimas que aún no han salido de sus ojos, se sorbe los mocos con fuerza y entra en la residencia intentando dar un portazo, pero el cierre automático hace que la puerta se ralentice y el portazo quede amortiguado»3

García Sierra no parece querer dejar ni una rendija abierta para la compasión hacia sus personajes. En primer lugar, como en el fragmento de Isidorín, no desaprovecha ninguna oportunidad de utilizar su talento para acotar la imprecisión de los pensamientos de toda la familia, recalcando que les condena a la necedad y que es una decisión en firme. En segundo lugar, cuando uno espera alguna opción de misericordia narrativa sólo obtiene decepciones: el padre no estudia ruso por placer o por conectar con su hija, sino para ligarse a una moscovita que conoció en un chat; la madre no está animada y se arregla por quererse, sino para intentar ligar torpemente con el monitor de baile dominicano de la residencia de ancianos donde trabaja; Tania Tamara, la hija, aficionada a escribir, trabajadora y buscadora de sus castañas en León capital, usuaria de Lexatines, es condescendiente con su padre e intransigente con su hermano drogadicto, mientras que se muestra incapaz de plantarse y decirle alguna vez que no al caradura de su jefe. Xairu y La Juli, por su parte y sobre todo el primero, son personajes por los que no vemos en absoluto a través, autómatas opacos camino al precipicio, eternos merecedores de agarre por las solapas de la chaqueta y meneo intervencionista (si dispusieran de algún amigo digno de tal nombre).

La segunda mitad de la novela consiste en la huida hacia delante de Xairu y La Juli, cada vez más necios, cada vez más condenados. Óscar hila fino pintando noches de rayas y cubatas en vaso de tubo; rutas por bares de viejos en León que uno ve desde fuera, como un cuadro de Hopper pero todavía más solitario, todavía más deprimente y todavía más helador; con el ingrediente extra de la angustia por la inexorable caída en desgracia de La Juli, alcanzando su máximo de negritud durante esa magnífica escena en los carnavales de La Bañeza.

En otras obras más o menos decadentes, el lector se reconforta con el recuerdo de un pasado fulgurante o el disfrute de los últimos estertores de aquellos tiempos que se añoran. Con algo, en definitiva. En Ropa tendida no. El futuro está negado, sí, pero el pasado parece que tampoco ha existido, que no sea un punto de referencia en absoluto. Solo hay frío, fines de semana que se mezclan con días de diario, oscuridad que se mezcla con polvo naranja para producir un solitario y confuso instante de horror.

Al final, se le desvela a La Juli el macguffin del título (equivalente a los ladrillos en Facendera, la primera novela de Óscar), y a nosotros, lectores, nos dejan a la intemperie, temblando y pensando en un coche atravesando la noche por la N-630: ¿realmente no hay salvación para estos personajes, para León y para La Robla? ¿No se pueden redimir?

Creo que si Xairu, La Juli y los demás se pudiesen salvar, que si García Sierra les abriese una vía de escalada y fuese capaz de señalizarla tan bien como lo hace con las mil rutas de la desesperación, Ropa tendida no sería solamente un libro muy bueno, sino quizá una grandísima novela. 

1 Véase la página 246 del libro

2 Por ejemplo en aquel verso de la canción que le adaptaron Carolina Durante, “Yo soy el problema”:
La historia es la misma de siempre 

o demasiados sentimientos o no los suficientes

3 Me gusta mucho este fragmento porque, además del sentido del humor que entiendo que Óscar tiene —y que ojalá mostrara más—, el patetismo de la imagen ilustra perfectamente la maldición de la novela: los personajes están condenados a no poder expresar lo que sienten.

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Ropa tendida

Óscar García Sierra no parece querer dejar ni una rendija abierta para la compasión hacia sus personajes.

(Esta reseña no contiene spoilers gordos, pero sí desvela elementos de la trama, de los personajes y del tono general de la novela)

Un problema que tiene el poeta, esto es, el que es capaz de escribir imágenes con palabras1, es que suele conseguir lo que se propone. Óscar García Sierra (León, 1994) probablemente se propuso construir un libro asfixiante y por tanto le ha salido un artefacto irrespirable: su segunda novela Ropa tendida (Anagrama, 2024).

Los personajes de Ropa tendida —cuatro miembros de una familia y La Juli, postrera amante del hijo varón, Xairu—, van desfilando en orden de menos a más relevante para la historia, encajando sus capítulos con cierto decalaje, de manera que cada personaje engancha su momento en la historia justo antes de que lo dejara el anterior. Esta estructura superpuesta provoca una sensación de velocidad mezclada con trompicón o vuelta al pasado —a los errores— muy apropiada para el ceniciento tema de la novela.

Porque estos cinco personajes están atrapados, atrapados en sí mismos y en un paisaje que es una prolongación de sí mismos, bajo un omnipresente y ominoso polvo naranja fruto de la demolición de una central térmica; bajo un frío atroz que sin duda empaña los parabrisas de los coches nocturnos a bordo de los que parece transcurrir la mitad de la novela, la carretera de León a La Robla, la N-630, pasando por la central térmica demolida y llena de escombros; atravesando un after triste y lleno de personas.

Hay un frustración que aumenta según avanza el libro, y es que los personajes no son conscientes de lo que les ocurre; son todos, en menor o mayor medida, ineptos en lo que se refiere a etiquetar sentimientos, poner palabras a su desazón, una preocupación que Óscar se afana en subrayar durante toda su obra2 y también en Ropa tendida:

(Isidorín, el padre):

«—No te soporto —susurra Isidorín, incapaz de decidir si quiere que su mujer oiga o no el comentario—.»

(Milagros, la madre y mujer, un pelín más ducha en hablarse a sí misma):

«Sabe que la mejor manera de combatir la tristeza es transformarla en rabia, así que se seca instintivamente unas lágrimas que aún no han salido de sus ojos, se sorbe los mocos con fuerza y entra en la residencia intentando dar un portazo, pero el cierre automático hace que la puerta se ralentice y el portazo quede amortiguado»3

García Sierra no parece querer dejar ni una rendija abierta para la compasión hacia sus personajes. En primer lugar, como en el fragmento de Isidorín, no desaprovecha ninguna oportunidad de utilizar su talento para acotar la imprecisión de los pensamientos de toda la familia, recalcando que les condena a la necedad y que es una decisión en firme. En segundo lugar, cuando uno espera alguna opción de misericordia narrativa sólo obtiene decepciones: el padre no estudia ruso por placer o por conectar con su hija, sino para ligarse a una moscovita que conoció en un chat; la madre no está animada y se arregla por quererse, sino para intentar ligar torpemente con el monitor de baile dominicano de la residencia de ancianos donde trabaja; Tania Tamara, la hija, aficionada a escribir, trabajadora y buscadora de sus castañas en León capital, usuaria de Lexatines, es condescendiente con su padre e intransigente con su hermano drogadicto, mientras que se muestra incapaz de plantarse y decirle alguna vez que no al caradura de su jefe. Xairu y La Juli, por su parte y sobre todo el primero, son personajes por los que no vemos en absoluto a través, autómatas opacos camino al precipicio, eternos merecedores de agarre por las solapas de la chaqueta y meneo intervencionista (si dispusieran de algún amigo digno de tal nombre).

La segunda mitad de la novela consiste en la huida hacia delante de Xairu y La Juli, cada vez más necios, cada vez más condenados. Óscar hila fino pintando noches de rayas y cubatas en vaso de tubo; rutas por bares de viejos en León que uno ve desde fuera, como un cuadro de Hopper pero todavía más solitario, todavía más deprimente y todavía más helador; con el ingrediente extra de la angustia por la inexorable caída en desgracia de La Juli, alcanzando su máximo de negritud durante esa magnífica escena en los carnavales de La Bañeza.

En otras obras más o menos decadentes, el lector se reconforta con el recuerdo de un pasado fulgurante o el disfrute de los últimos estertores de aquellos tiempos que se añoran. Con algo, en definitiva. En Ropa tendida no. El futuro está negado, sí, pero el pasado parece que tampoco ha existido, que no sea un punto de referencia en absoluto. Solo hay frío, fines de semana que se mezclan con días de diario, oscuridad que se mezcla con polvo naranja para producir un solitario y confuso instante de horror.

Al final, se le desvela a La Juli el macguffin del título (equivalente a los ladrillos en Facendera, la primera novela de Óscar), y a nosotros, lectores, nos dejan a la intemperie, temblando y pensando en un coche atravesando la noche por la N-630: ¿realmente no hay salvación para estos personajes, para León y para La Robla? ¿No se pueden redimir?

Creo que si Xairu, La Juli y los demás se pudiesen salvar, que si García Sierra les abriese una vía de escalada y fuese capaz de señalizarla tan bien como lo hace con las mil rutas de la desesperación, Ropa tendida no sería solamente un libro muy bueno, sino quizá una grandísima novela. 

1 Véase la página 246 del libro

2 Por ejemplo en aquel verso de la canción que le adaptaron Carolina Durante, “Yo soy el problema”:
La historia es la misma de siempre 

o demasiados sentimientos o no los suficientes

3 Me gusta mucho este fragmento porque, además del sentido del humor que entiendo que Óscar tiene —y que ojalá mostrara más—, el patetismo de la imagen ilustra perfectamente la maldición de la novela: los personajes están condenados a no poder expresar lo que sienten.

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