“Payasos para exequias.
Grabar tu muerte en vídeo.”
(Teleperversión a domicilio, El Chivi)
Soy una persona nacida en la década de los 80 a la que, desde jovencito, le fascinaba el cine de terror. Esas expectativas generadas por comentarios en patios de colegios, por tutelas y cangureos de hermanas mayores, por portadas de videoclub que poco o nada tenían que ver con la película una vez alquilada esta... todo eso es imposible de replicar hoy día, claro: además de las razones tecnológicas que permiten la visualización inmediata de casi cualquier película una vez se sepa de su existencia (para atenerse a qué buscar) y una alfabetización elemental (para proceder a la búsqueda), esta accesibilidad total a pasado, presente y futuro cuasi-inmediato en cuanto a películas genera una especie de línea estética en el terror más próxima a la circularidad que a la secuencialidad inherente a la época pre-internet (no digamos ya a la anterior a la popularización del vídeo doméstico). Donde quiero llegar es a que si antaño tenías que cruzar los dedos porque uno de tus subgéneros predilectos no fuera de mecha corta (supongamos, por ejemplo, el nefasto ultragore alemán) para no quedarte atrapado de por vida en 10 películas que ver una y otra vez, hoy día, nichos incluso menores en demanda agregada ven incrementarse la cantidad de pelis que ver porque o bien emulan el género sin medias tintas o cogen según qué aspectos formales que al espectador también de nicho le salvarán el año. La verdad es que no quería llegar a esa conclusión, más bien pretendía hablar de sagas míticas de los 80 tipo Phantasma, Viernes XIII o Pesadilla En Elm Street, que es la mejor saga de la historia en estas lides de sostener películas con muertes más o menos imaginativas unidas por un vago hilo conductor y un personaje el cual, en calidad de matarife, más pronto que tarde abandonará el terror puro a lo largo de la saga para soltar chascarrillos más propios del que está medicado y bebe en la cena de Navidad de empresa que lo que se le presupone a un artista de la tortura y el asesinato*.
A lo que iba. El otro día estaba viendo con mi novia Terrifier 2, película de la que nada sabía porque, uno, leer en Letterbox sobre una película concreta es imposible, es como asistir a un concurso de ser lo más ingenioso que se pueda con el menor número de palabras usadas, es decir, es como asistir al rincón de internet más crispante de cuantos existen, y dos, ¿de verdad hace falta saber más que lo que ya muestra la portada de una película con semejante nombre y un 2 añadido? ¿No basta con inferir de esa información expuesta en la portada que hay un payaso a buen seguro bastante hijo de puta, que la cosa va de terror y que hubo una primera película puesto que para algo existe el orden numeral? El caso: que estábamos viendo la película intentando yo no crisparla demasiado a ella con comentarios peores que los de Letterbox antedichos (“¿Es contemporánea la línea temporal”?, “Lleva la bolsa de basura mal, ese payaso tendrá hernia de disco pronto”, “Es malo pero menos bizco que Berna León, 1-0 para el payaso” etc etc) y se iba fraguando en mí la sensación de que no era un simple replicar algunos manierismos de los slashers más brutos de los 80**: ahí había una puesta en escena allende los asesinatos del comienzo que atañía hasta a planos informativos de personajes (como los que mostraban en lento paneo sus habitaciones) de cierto aire malsano, eerie, cripi o como queramos definirlo. En escenas informativas y de cuasi transición, insisto. Y luego, el sueño del set del rodaje del anuncio de caramelos. No el sueño en sí, que también: de qué manera entra en la secuencia, qué montaje hay, qué planificación previa existe (o no, a saber) para lograr esa sensación irreal del conjunto “realidad fílmica-sueño del personaje” que le queda al espectador, sólo trazable en las escenas más demenciales de la saga Phantasma y en las últimas 20 películas realizadas por el más grande en esto de convertir películas enteras en experiencias sólo comparables a pesadillas febriles, Lucio Fulci.
¿Que Terrifier 2 es una revisión a lo cafre de Pesadilla En Elms Street IV, aquella en que a través de los amuletos de sus amigos ya asesinados la protagonista era autoconsciente de su condición de final girl y hasta entrenaba para la batalla final? Hombre, pues claro; si es que hasta se recrean con el traje medio Xena medio ángel de batalla y su pulcra construcción.
¿Que los bandazos que pega con que si el padre de la prota es o no es el payaso son confusos y parecen inconcluyentes? Puede ser, sí. Ahí sí que es verdad que incorpora un poco el elemento “telefilm austríaco”.
¿Que la película subraya de forma ramplona lo de reivindicar el gore como un arte con ese escribir el payaso Art su firma con sangre? Pues sí, pero oye: que viva el gran guiñol.
Además, que el payaso tiene un mérito muy extraño de ver en estas sagas de matarifes carismáticos. Me explico: Jason Voorhes, por ejemplo. El pobre es Mike Myers pero en falto, y por eso impone un poco más que el segundo, por ese “factor imprevisibilidad” que aporta tumbarte en la ducha si tiran petardos cuando tienes más de 3 meses de edad: ambos con una percha excelsa y una envergadura de sentarte a su sombra a leer en verano, sin duda son presencias intimidantes y disponen de “factor susto” pero para de contar. Freddy Krueger, sin embargo, ya era otro nivel: la saga fue sofisticándose de forma que conforme más showman era Freddy (yendo esto en detrimento del miedo que podía provocar en la audiencia) más a la carta sobre las filias y fobias ocultas de los adolescentes asesinados eran cada uno de los crímenes, detallistas al extremo en cuanto a su concepción y prodigiosos en su ejecución. Sin embargo, Art consigue ser payaso sin dejar de dar mal rollo en ningún momento: de forma inconsciente Terrifier 2 logra en su primer tercio que no quites la vista de lo que pueda tramar ese cabronazo aunque se ponga a hacer el canelo. Y para cuando llega la secuencia del asesinato del dormitorio retuerce el tiempo en pantalla (y la percepción del mismo en el espectador) a base de alargar hasta la extenuación la tortura, amagando con haber terminado ya cuando todavía le queda un último giro que efectuar... y una puntilla final que dar. Es, de otra manera, una forma de tantear extrañeza e incomodidad semejante a la secuencia del loop de Pesadilla En Elms Street IV: si ahí Freddy tomaba el control del montaje de la película (en una maniobra que ya quisiesen Resnais o Haneke), aquí Art hace otro tanto de lo mismo pero dilatando al extremo su crueldad. Una crueldad que llega al paroxismo, a ese punto que no puedes menos que sonreír o exclamar “¡Venga ya!”, pero que va unida a una fisicidad deliberadamente grotesca*** que no hace más que acentuar la incomodidad del conjunto. Porque lo que asusta en el terror es cuando el mal toma el control e interfiere en el lógico discurrir del tiempo fílmico, alterándolo a voluntad. Cuando el mal puede lanzarle un mensaje claro al espectador con esa maniobra. Cuando el mal, además, es aleatorio, sin nada que lo justifique y nada que lo frene. Y en ese sentido Terrifier 2 es ejemplar: es el mal por el mal, el caos absoluto y sin freno.
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*En estas sagas se da la ironía de que lo que ahora la gente llama “final girl” -y antaño decíamos “la protagonista”-, aun siendo la reina de la función en la película que origina todo y en cada una de sus posteriores instalaciones independientes, ha de ver cómo el monstruo le roba la popularidad, los royalties por venta de merchandising (si los hubiere) y las colas de personas si comparecen a firmar en ferias del ramo. En ese sentido I Am Nancy (Arlene Marechal, 2011) es un documental bastante divertido en el que vemos a la Nancy original de la primera Pesadilla En Elm Street, Heather Langenkamp, tomarse con poco derrotismo y mucho estoicismo bufo que las firmas y peticiones de selfies vayan para con Robert Englund, el eterno Freddy Krueger.
**Me refiero a los slashers que iban directamente a dar grima, a aquellas salvajadas tipo Intruder (Scott Spiegel, 1989) o Street Trash (Jim Muro, 1987) que, tomando buena nota del splatter inaugurado por Hershell Gordon Lewis y perfeccionado (en cuanto a generar respuestas fisiológicas en los espectadores en forma de vómito incontenible) por el artesano del pus y la costra Joe D´Amato, buscaban única y exclusivamente ser cuanto más desagradables mejor. Películas cuya única razón de ser era provocar náuseas.
***El cine de terror sabe que hay algo malsano -y cierto sentir manejable a voluntad y trasladable a los espectadores- en pudiendo disponer de efectos y prótesis mimetizables de forma perfecta e indistinguible con un muñón humano mejor optar por maniquíes o trozos de plástico semejantes en forma a las personas y a la vez imposible de identificarse con ellos por ser estos marcadamente diferentes. Es algo que se ha potenciado a veces por falta de presupuesto (todo el ultragore alemán o cualquier peli de la Troma), otras por torpeza manifiesta (Umberto Lenzi es el director que más os interesa buscar si este es vuestro rollo) y, en ocasiones puntuales, de forma consciente y deliberada para abundar en ese aspecto irreal y malsano, como en las brutísima Maniac (William Lustig, 1980) o Tourist Trap (David Schmoeller, 1979)