The Bear es una serie atípica: los personajes no son excéntricos sino gente bastante normal, trata sobre un restaurante pero no dan mucho la brasa con los platitos (empacho de programas de cocina) y, sobre todo, está atravesada de un espíritu de genuino optimismo y de -lo digo tal cual- superación personal. Lo mejor es que mantiene el tipo; la segunda temporada incluso sube el nivel respecto a la primera. Al final, se nos revela de qué iba la cosa: del equilibrio entre caos y orden.
En la primera de las dos partes conocemos a Carmy Berzatto, cocinero introvertido y perfeccionista que vuelve a Chicago, a casa, tras foguearse en los mejores restaurantes del mundo y de incluso capitanear un tres estrellas en Nueva York. Regresa, pues, para ocuparse del negocio familiar (un mítico garito que sirve bocadillos italianos de ternera), dado que su hermano y líder del antro - Mikey - se ha suicidado hace poco. Un engorro. Junto a él, bregan en la cocina un grupo de inadaptados que llevan años sacando adelante los dichosos bocatas. A ellos se une Sydney, ambiciosa chef que oye que Carmy ha vuelto a la ciudad. Allí se planta y pronto hace méritos de sobra para ser la segunda de a bordo. En el mostrador de cara al público pulula Richie, mejor amigo del hermano muerto, ora carismático y charlatán, ora bastante inútil y desesperante.
Durante la temporada inaugural, seguimos a esta tropa en sus locos intentos por sacar al flote el pufo económico que dejó Mikey: episodios con planos secuencia a tutiplén, música altísima y donde todo lo que puede salir mal, sale en efecto mal - creo recordar que en una ocasión hasta salpica salsa de tomate a la misma cámara. Estrés puro, en definitiva: no recuerdo en el cine o series recientes tantos cigarrillos fumados en la parte de atrás de un edificio u oficina. De los personajes no nos da tiempo a aprender mucho hasta los capítulos finales, cuando encuentran un montón de pasta en efectivo que Mikey escondió (dentro de botes de tomate San Marzano, por supuesto), para cubrir deudas y arrancar por fin su viejo proyecto: la nueva versión del restaurante, que se llamará, claro, “The Bear”.
La segunda temporada supone un cambio bastante radical, al no tratarse de episodios basados en servicios de cocina sino más bien en el reto que supone la reforma y apertura a contrarreloj del nuevo y refinado establecimiento. Dado que los protagonistas desconocen qué hacer con su vida si no es darle a la sartén, se nos permite - ahora sí - indagar en el pasado y traumitas de cada uno. Carmy envía a sus otrora rebeldes subalternos (convencidos ya de que, puestos a currar, es más interesante hacer las cosas mejor), a hacer un stage de repostería a Noma1 o aprender en la escuela de cocina local. Mientras, él capitanea la reforma del local y las pruebas del menú junto a Sydney.
Durante estos menesteres, asistimos al fortuito encuentro (en la sección de congelados de un supermercado) entre un desorientado Carmy2 y Claire, una antigua novia o amiga pero desde luego crush, como se encargan de confirmar los primerísimos planos de su agradable rostro. En una maniobra digna de doctorando en autosabotaje y flagelación, Berzottas le da un número de teléfono falso. Pero no os inquietéis, queridos lectores, Claire consigue el verdadero número vía amigos del barrio y comienzan a verse y a ser algo parecido a una pareja (aunque a Berzatto no se le quite en ningún momento del romance esa cara de lemur amnésico que tan bien hace Jeremy Allen White y por la que sin duda merece varios premios este año). Grandísima presencia en pantalla.
Intermezzo musical: la banda sonora es gigantesco pilar por dos motivos fundamentales: a) eligen siempre el temazo adecuado (Mulatu Astatke) y b) igual que el resto de la serie, mezcla sin pudor referencias digamos gafapasta (David Byrne, Magnetic Fields), clásicas (Van Morrison, Otis Redding) y populares (Taylor Swift, ACDC). Mención honorífica merece el espectacular beso entre Claire y Carmy mientras suena I Can’t Hardly Wait de los Replacements.
El otro momento clave para entender a nuestro amigo Carmy es el episodio llamado Fishes, en el que se hace un sorprendente flashback a las navidades de hace un lustro. 1 hora de cuasi plano secuencia, volviendo al absoluto caos de la primera temporada. Dicho caos es debido, eminentemente, a mamá Berzottas: una magnífica aunque volcánica3 cocinera con problemas de alcohol, ira, y psicosis en general, a la que no se le ocurre mejor cosa para cuidar sus nervios que convocar a toda la familia y amigos y hacer un menú consistente en unos 27 platos. Por descontado, mientras que con una mano se queja de que nadie la ayuda, con la otra reparte collejas a todo el que se ofrece a echarle un cable. En paralelo, mientras Natalie - sufrida hermana del protagonista - intenta esconder el bebercio a su madre, los dos bear bros tienen un momento a solas: Carmy le enseña a Mikey el plan que tiene para reformar el restaurante. Por otro lado Richie, todavía con su ex, intenta mendigar un trabajo al tío mafioso amigo de la familia (“no voy a estar toda mi vida en el mostrador vendiendo bocatas”) y la prima guay de Nueva York le dice a Carmy que siempre puede refugiarse con ella allí, dado que es la primera vez que este acude a una cena de Navidad en años y está maldiciendo la hora en la que accedió a volver a casa.
Con estos mimbres, nada más que un desastre puede suceder. Somos testigos de la verdadera o al menos la oscura cara de Mikey mientras lanza tenedores a la cara al típico cuñado o tío listillo, que le recuerda lo frustrado y endeudado que está; y de la madre que, inmersa en una espiral de locura navideña sin parangón, inicia el número victimista declamando el odio al sentarse a la mesa, luego ensaya un mutis al exterior nevado, para reaparecer en escena mediante un estampado de coche contra su propia casa. Es aquí cuando cortamos a primer plano de nuestro querido Carmy y entendemos su obsesión por huir de aquello, por ser diferente, por hacer de la excelencia y del orden el centro de su vida.
Mientras y ya en la actualidad, Richie, nuestro bravucón favorito, navega una crisis de identidad bastante gorda, al darse cuenta de que en la reforma del restaurante molesta más que ayuda y de que, de hecho, puede que esta situación suponga una metáfora de su vida en general. Separado de su ex, intentando conseguir entradas de Taylor Swift para su hija, viendo en pesadillas a su mejor amigo colgando del techo… se puede decir que su situación es una objetiva mierda. Es entonces cuando Berzatto, fino estratega, le envía a hacer prácticas al restaurante de 3 estrellas Michelín que comandó en su día. Allí, bajo la inflexible mirada del maitre, la penitencia de Rich consiste en secar y sacar brillo a los tenedores del local (fijaos, los mismos tenedores que su amigo del alma lanzaba sin piedad antes). Cualquier mínima marca o huella, y vuelta a empezar. Es entonces cuando Richie, el más chulo de su parque de Chicago, pasa de boicotearse en todo a, frente a nuestros emocionados ojos, empezar a currárselo, a entender que el negocio va de hacer felices a los clientes, a verle las entrañas al garito y el sentido a la coreografía. Es precioso cómo se empieza levantar de un salto por la mañana, ordenar su casa, ser en general amable (sin renunciar a su toque cabrón); usar su don de gentes para hacer el bien. Todo culmina con un primer plano conduciendo su coche y cantando una canción de Tyler Swift a gritos, antes de hablar con la chef y salir de allí todavía más engorilado, tras escuchar lo siguiente: “Sabía que te iba a ir bien, Carmy confía en ti. Me dijo que tienes mucha mano con la gente.”
El camarero con corrector dental de Magnolia (Paul Thomas Anderson, 1999) dice en un momento dado: “I have a lot of love to give, I just don’t know where to put it”. Los Bearzatto son un caos monumental, una familia en la que uno reconoce todas las sombras de la pasión desaforada. Son incapaces del orden, de ostentar un pelín de flema, de la calma que hace falta para vivir sin fumarse los cigarrillos en tres caladas. A veces conviene quererse a poquitos y a besitos, como se bebe el mezcal.
Al final e igual que Richie, Carmy pasa su penitencia. En su caso, encerrado durante todo el servicio inaugural de The Bear dentro de la cámara frigorífica cuya puerta olvidó arreglar. Por supuesto, Sydney, Richie y los demás dan la cara y sacan adelante las primeras cenas. Cuando todo acaba, Carmy se queja amargamente de que Claire, su primera novia jamás, le ha hecho perder la concentración en el restaurante y de que tiene que pasar de ella y volver a ser un psicópata y demás lugares comunes del autosabotaje. Por supuesto (es una serie) Claire ha casualmente escuchado todas estas chorradas desde el otro lado de la puerta y huye hecha un mar de lágrimas. Entonces llega Richie y se gritan todo lo que no han gritado últimamente. En particular, éste le dice: “nunca dejas que te suceda nada bueno”. Traducido a nuestro idioma: nunca dejas entrar al caos, y sin caos no hay riesgo y sin riesgo no hay amor. Richie ya ha hecho su viaje del caos al orden y ahora se ha convertido en una especie de ninja de restaurante (y ha conseguido entradas para Taylor Swift). Carmy, quiero creer, está dándose cuenta en ese preciso momento de que necesita bajar la guardia y dejar de aspirar el control total. Tiene que existir un tipo de amor que no sea un caos Navideño ni un cadáver con soga al cuello; un tipo de amor que caliente pero no abrase. Él lo busca, y por eso diseña platos que reinterpretan los clásicos navideños de su madre. El menú se llama, oportunamente, chaos menu.
Defiendo que este final es sublime: además de que Mikey y Carmy se reconcilian vía Richie como médium; también se arremete contra la idea del genio inaccesible o torturado o mala persona en general4. Una actitud falsa y propia de egos hinchados; un cliché que no es solo aburrido sino que fabrica cantidad de idiotas. Toda la segunda temporada huye de la ironía o humor posmodernos para aspirar a la autenticidad, a lo equilibrado en lugar de la pose y de las referencias umbilicales.
El plano final partido entre la cámara frigorífica (Carmy, hielo, orden) y la cocina (Richie, fuego, caos) puede que sea demasiado evidente, pero es que The Bear es así: genuina, directa, malencarada, de andar por casa. Caos y orden.
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1 Por algún motivo que no entiendo muy bien, las escenas de Marcus lejos de su madre enferma en su primer viaje al extranjero, durmiendo en un barco, como genuino aprendiz de un pastelero londinense, son de lo más entrañable que he visto en tiempo. Qué emotivo y qué contenido. ¡Vamos Marcus!
2 Una manera de avistar o reconocer workaholics es justo la que ocurre en la escena: son presa de una tremenda confusión cuando tienen tiempo libre, ya sea visitando el supermercado o sentándose en un banco del parque.
3 En este caso, es volcánica de verdad y no en sentido figurado, mamá oso es como si el Vesubio escupiera salsa de tomate.
4 Que tanto le gusta, por ejemplo, a Damien Chazelle: ver el final de Whiplash o el de La la land.