Todos tus recuerdos en la nube

Hago scroll en la galería del Iphone para recomponer las piezas de mi vida que se han ido emborronando con el tiempo. La consecuencia del miedo a la pérdida ha sido la obsesión por el archivo.

Con el sol, la aplicación de fotos aparece para recordarme que justo hoy, hace un año, estaba en un sitio en el que ya no estoy, hoy, desde hace un año. Queriendo a una persona a la que no quiero hoy, desde hace un año. Siendo yo alguien que no soy, ya, desde hace un año. 



¿Recuerdas dónde estabas el 10 de abril de 2024? 

No lo sé. ¿Debería? 

No me acuerdo de las cosas importantes, menos mal que ella existe. Fiel a mi memoria física —agujereada y difusa— la memoria digital se ocupa de todo en mi nombre. Hace álbumes de fotos con mis amigos, con mis familiares y con mis muertos. Los organiza cronológicamente por nombre, apellidos, lugar y estado de ánimo. En un orden impecable. A veces, incluso, tiene el detalle de ponerle banda sonora a mi existencia difunta. Mis fantasmas digitales, mis viejas identidades, todos mis amigos reunidos en un lugar común: las huellas electrónicas de mis vivos y de mis muertos bailando al compás de una sintonía ambient digna de anuncio.

Hubo un verano en el que la colina de atrás de mi primera casa comenzó a arder. El olor a pinotea quemada lo envolvió todo y el cielo se transformó en una especie de sombra rojiza. En cuestión de minutos el vecindario se llenó de voces y los bomberos nos dijeron que, por seguridad, metiéramos en una mochila nuestros objetos más preciados por si acaso el fuego se colaba en nuestras casas. Recuerdo la parálisis. La furia de no saber decidir que merece y que no merece la desaparición. La mochila del colegio vacía en el suelo y el cielo pintandose cada vez más negro. La forma en la que Mamá cogió todos sus álbumes de fotos y como yo metí en la maleta el disco duro y todos mis dispositivos móviles. Así, sin pestañear. 

Al final la casa no ardió y los recuerdos tampoco, pero yo me quedé para siempre con la duda de por qué decidí elegir la memoria digital en lugar de la física. Por qué esa urgencia de salvar algo que ya está “vivo” per se y no mi diario adolescente, mi peluche de la infancia o la fotografía de mi abuela. Por qué no quise salvar objetos materiales que, con certeza, no iban a sobrevivir al fuego y si aquella memoria almacenada en mi ordenador , viva para siempre en cualquier otro sistema operativo. 

Cuesta creerlo, ¿no? Ahora los fantasmas vienen con copia de seguridad. 

Escribe Mayte Gomez Molina : «Cuando sea vieja recordaré / a mi abuela y a mi madre / rodeadas de robots que sabrán cuidarme / pero no quererme.» 

Hago scroll en la galería del Iphone para recomponer las piezas de mi vida que se han ido emborronando con el tiempo. Salto de junio a septiembre, de septiembre a octubre, de diciembre a marzo. Entro y salgo de mi misma como me da la gana. Uso el registro como una especie de geografía emocional de la que fue mi vida para acordarme bien de quien fuí, de a quien amé y de donde estuve. 

Juego con mis vivencias al tú te vas, tu te quedas. Fingimos una cita de Tinder. No hacemos match. 

Algunas fotografías las pongo en favoritos. Con un corazón rojo, rojo preferencia. Otras las lanzo directamente a la carpeta contenedora. Elimino permanentemente la vida de la que no quiero acordarme. Lo bueno de la memoria digital es que una puede ser selectiva, elegir lo que merece la desaparición. Dejar la galería vital preciosa, quitar la estrella a los mensajes destacados, deshacer en un tic esa conversación que ha caído en saco roto. Borrar la parte sucia del recuerdo. Construir un historial limpio de virus y con suerte, creérselo.

La consecuencia del miedo a la pérdida ha sido la obsesión por el archivo. Un gesto de fe en lo palpable. Un ritual. Como el de rezar o el de hablar con Dios, no por esperanza en que allí arriba haya algo - sino por todo lo contrario - por terror a que el cielo esté vacío. 

Fotografías 3x4. Papel de 120 gramos blanco y negro. Solo las más especiales en papel satinado. Cada mes me dirijo a la imprenta con mis recuerdos escogidos bajo el brazo y le digo al empleado que imprima mi historial cuidadosamente. Después los ordeno en un álbum de fotos marrón. Los organizo cronológicamente por nombre, apellidos, lugar y estado de ánimo. De una forma casi tan impoluta como la inteligencia virtual, me aseguro que, a futuro, tendré la posibilidad de perder solo una de las dos memorias. Cuando pase el tiempo y vuelva el fuego, estaré redimida. Seré yo la madre que escoge salvar su memoria tangible. Mi hija, la hija que se equivoca. 

Mentira. 

Lo cierto es que nadie se libra del incendio. 

Para cuando salgo a la ciudad, la gente es de verdad, no tienen la piel hecha de pixeles. No todavía. Afortunadamente todas las personas que me miran están hechas de carne y hueso. Aún no he encontrado la forma de eliminar todas las bacterias de mi sistema operativo. Tampoco quiero. Lo alegre pesa más. Ocupa más espacio de almacenamiento. 

Tengo predilección por la belleza. No soy inmortal. No todavía. 

Delante de mí, una lona publicitaria me recuerda que no me preocupe, que todos mis recuerdos están protegidos en la nube. 

Miro hacia arriba. En efecto, todo lo que amo va hacia allí.

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Con el sol, la aplicación de fotos aparece para recordarme que justo hoy, hace un año, estaba en un sitio en el que ya no estoy, hoy, desde hace un año. Queriendo a una persona a la que no quiero hoy, desde hace un año. Siendo yo alguien que no soy, ya, desde hace un año. 



¿Recuerdas dónde estabas el 10 de abril de 2024? 

No lo sé. ¿Debería? 

No me acuerdo de las cosas importantes, menos mal que ella existe. Fiel a mi memoria física —agujereada y difusa— la memoria digital se ocupa de todo en mi nombre. Hace álbumes de fotos con mis amigos, con mis familiares y con mis muertos. Los organiza cronológicamente por nombre, apellidos, lugar y estado de ánimo. En un orden impecable. A veces, incluso, tiene el detalle de ponerle banda sonora a mi existencia difunta. Mis fantasmas digitales, mis viejas identidades, todos mis amigos reunidos en un lugar común: las huellas electrónicas de mis vivos y de mis muertos bailando al compás de una sintonía ambient digna de anuncio.

Hubo un verano en el que la colina de atrás de mi primera casa comenzó a arder. El olor a pinotea quemada lo envolvió todo y el cielo se transformó en una especie de sombra rojiza. En cuestión de minutos el vecindario se llenó de voces y los bomberos nos dijeron que, por seguridad, metiéramos en una mochila nuestros objetos más preciados por si acaso el fuego se colaba en nuestras casas. Recuerdo la parálisis. La furia de no saber decidir que merece y que no merece la desaparición. La mochila del colegio vacía en el suelo y el cielo pintandose cada vez más negro. La forma en la que Mamá cogió todos sus álbumes de fotos y como yo metí en la maleta el disco duro y todos mis dispositivos móviles. Así, sin pestañear. 

Al final la casa no ardió y los recuerdos tampoco, pero yo me quedé para siempre con la duda de por qué decidí elegir la memoria digital en lugar de la física. Por qué esa urgencia de salvar algo que ya está “vivo” per se y no mi diario adolescente, mi peluche de la infancia o la fotografía de mi abuela. Por qué no quise salvar objetos materiales que, con certeza, no iban a sobrevivir al fuego y si aquella memoria almacenada en mi ordenador , viva para siempre en cualquier otro sistema operativo. 

Cuesta creerlo, ¿no? Ahora los fantasmas vienen con copia de seguridad. 

Escribe Mayte Gomez Molina : «Cuando sea vieja recordaré / a mi abuela y a mi madre / rodeadas de robots que sabrán cuidarme / pero no quererme.» 

Hago scroll en la galería del Iphone para recomponer las piezas de mi vida que se han ido emborronando con el tiempo. Salto de junio a septiembre, de septiembre a octubre, de diciembre a marzo. Entro y salgo de mi misma como me da la gana. Uso el registro como una especie de geografía emocional de la que fue mi vida para acordarme bien de quien fuí, de a quien amé y de donde estuve. 

Juego con mis vivencias al tú te vas, tu te quedas. Fingimos una cita de Tinder. No hacemos match. 

Algunas fotografías las pongo en favoritos. Con un corazón rojo, rojo preferencia. Otras las lanzo directamente a la carpeta contenedora. Elimino permanentemente la vida de la que no quiero acordarme. Lo bueno de la memoria digital es que una puede ser selectiva, elegir lo que merece la desaparición. Dejar la galería vital preciosa, quitar la estrella a los mensajes destacados, deshacer en un tic esa conversación que ha caído en saco roto. Borrar la parte sucia del recuerdo. Construir un historial limpio de virus y con suerte, creérselo.

La consecuencia del miedo a la pérdida ha sido la obsesión por el archivo. Un gesto de fe en lo palpable. Un ritual. Como el de rezar o el de hablar con Dios, no por esperanza en que allí arriba haya algo - sino por todo lo contrario - por terror a que el cielo esté vacío. 

Fotografías 3x4. Papel de 120 gramos blanco y negro. Solo las más especiales en papel satinado. Cada mes me dirijo a la imprenta con mis recuerdos escogidos bajo el brazo y le digo al empleado que imprima mi historial cuidadosamente. Después los ordeno en un álbum de fotos marrón. Los organizo cronológicamente por nombre, apellidos, lugar y estado de ánimo. De una forma casi tan impoluta como la inteligencia virtual, me aseguro que, a futuro, tendré la posibilidad de perder solo una de las dos memorias. Cuando pase el tiempo y vuelva el fuego, estaré redimida. Seré yo la madre que escoge salvar su memoria tangible. Mi hija, la hija que se equivoca. 

Mentira. 

Lo cierto es que nadie se libra del incendio. 

Para cuando salgo a la ciudad, la gente es de verdad, no tienen la piel hecha de pixeles. No todavía. Afortunadamente todas las personas que me miran están hechas de carne y hueso. Aún no he encontrado la forma de eliminar todas las bacterias de mi sistema operativo. Tampoco quiero. Lo alegre pesa más. Ocupa más espacio de almacenamiento. 

Tengo predilección por la belleza. No soy inmortal. No todavía. 

Delante de mí, una lona publicitaria me recuerda que no me preocupe, que todos mis recuerdos están protegidos en la nube. 

Miro hacia arriba. En efecto, todo lo que amo va hacia allí.

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