Elogio de la simulación

Bluesky es una versión pobre y descafeinada de Twitter. La reproducción casi perfecta del interfaz genera una sensación de valle inquietante.

Philip K Dick ha pasado a la historia como uno de los autores de ciencia ficción más influyentes de todos los tiempos. Hoy en día es recordado por los escenarios distópicos donde transcurren novelas como Ubik, El hombre del Castillo, o ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, adaptada al cine como Blade Runner. Algunos de sus relatos que también han sido llevados a la gran pantalla, como Total Recall o Minority Report, nos sumergen en visiones de futuros extraños. Pero hay una novela temprana de Dick, Tiempo desarticulado, donde la trama está ambientada, curiosamente, en el mundo en el que Dick escribía: los años cincuenta en los EEUU.

El protagonista de Tiempo desarticulado es Ragle Gumm, un solterón que vive con la familia de su hermana y que se dedica a resolver un juego del periódico que lleva ganando de forma consecutiva durante meses, llamado Encuentra al hombrecillo verde. La vida de Ragle es anodina y estereotípica, también en sus excesos: desde la fascinación por la irrupción de la televisión a la nostalgia por el periodo de entreguerras, desde el sobrino que busca señales de ovnis en el jardín hasta el romance platónico con la mujer de su vecino. Muy al contrario de lo que algunos quieren pensar, los años cincuenta, en particular en los EEUU, fue una era de grandes disrupciones culturales: desde la ansiedad por el desarrollo tecnológico a las tensiones entre la familia nuclear y un incipiente despertar sexual.

Luego resulta que esta era efectivamente una novela de Philip K. Dick, y que por tanto todo era mentira. El suburbio en que vive Ragle es un decorado, sus amigos y familiares son actores profesionales. Su presente es, en realidad, los años noventa: un futuro lejano donde se está librando una guerra atómica entre la Tierra y la Luna. Ragle es un ingeniero con una habilidad única de predecir los ataques del enemigo que, incapaz de soportar el peso cognitivo de esa tarea, accede voluntariamente a borrar su memoria e inducirse una vida falsa en una versión idílica de su propia infancia, los años cincuenta. En la simulación, su compleja tarea de predicción se reduce al divertido juego del periódico, Encuentra al hombrecillo verde, con el que Ragle está, sin saberlo, señalando el próximo punto sobre el que caerán las bombas nucleares enemigas.

Estos días he estado pensando mucho en Ragle Gumm. He leído diferentes artículos y comentarios que, al hablar sobre la decadencia de Twitter (esa red social que me niego a llamar por ningún otro nombre), se muestran decepcionados, incluso ofendidos, por la pobreza de sus competidoras. En particular Bluesky, la que se ha convertido en la alternativa más evidente, ha sido objeto de escarnio.

Mucho de lo que dicen estos críticos es completamente cierto. Bluesky es una versión pobre y descafeinada de Twitter. La reproducción casi perfecta del interfaz genera una sensación de valle inquietante. La apariencia es la misma, pero su dinámica es más lenta, homogénea y simplona no ya que Twitter ahora, sino que la versión que guardábamos que fue antes de su corrupción definitiva.

Martin Parr Benidorm, Spain. From 'Common Sense'. 1997. © Martin Parr | Magnum Photos

Lo reconozco: yo soy uno de esos nostálgicos. Soy un puro animal de Twitter. Recuerdo crear mi cuenta, allá por 2011, en clase de informática del bachillerato. Desde entonces no pude parar. Desarrollé, con los años, una adicción exuberante, un romance errático y fabuloso. Me empapé de su humor ácido y de sus dinámicas de comunicación, integré su memética en mi lenguaje cotidiano. A partir de las tonterías que decía en Twitter mucha gente comenzó a leerme. Conocí amantes y amigos gracias a esa red social.

La metáfora de Twitter como plaza pública siempre me resultó profundamente ridícula, no ya porque no cumpliera jamás esa función de ágora democrática que algunos iluminados proyectaban, sino porque ese espacio ideal es pura ficción. Es algo que nunca se da en nuestras vidas modernas. No tenemos esa experiencia de ágora, es una palabra rara que repetimos sin saber lo que significa. Sin embargo, Twitter sí que era mi plaza pública, en otro sentido: era donde me reunía cotidianamente con mis amigos, desde donde partía a explorar lugares conocidos y extraños, donde le echaba una mirada disimulada a mi crush, soñando con tener el coraje de deslizarme en sus mds. Era el lugar donde me enteraba de las chorradas que ocupaban las conversaciones de la mayoría de la gente que le gustaba compartirlas, que no era, ni mucho menos, la mayoría de la gente (ni la mayoría de la gente que usaba las redes. Twitter siempre fue de lejos una red social minoritaria).

Me deprimí profundamente cuando, con los meses, vi que la compra de Elon Musk convertía mi plaza pública en un estercolero de gente desagradable y hologramas publicitarios. Carmen lo describió a la perfección como un after. Tampoco creo que Elon Musk tuviera la culpa de todo. Creo que yo también me estaba haciendo mayor. Me apetecía abandonar el antro e irme ya a mi casa. Cuanta más gente empezó a seguirme y a leerme, más presión tenía por abandonar el humor rácano e infantil que favorecía el anonimato inicial. Me estaba autocensurado. Aquello había dejado de ser divertido. Era hora de reconocer que se había acabado la fiesta.

Claro que Bluesky no es ninguna alternativa a la altura. Es la versión simplificada e higienizada del recuerdo que guardabas de cuando, crees, todo era mejor y más sencillo. Como el suburbio de Ragle Gumm, es un simulacro imperfecto, una simulación desangelada. Es el decorado triste que trata de reproducir, sin éxito, un escenario idealizado.

Pero hay una cosa en la que estos críticos se equivocan. Se equivocan al pensar que la copia barata no pueda ser satisfactoria. La gigantesca industria de la nostalgia les quita la razón. Ya no hay ninguna franquicia cinematográfica capaz de despertar el entusiasmo y la afición como lo hizo en el pasado, pero la industria nos mantiene entretenidos con un torrente de contenido que, aunque insípido e indiferente, nos resulta aceptable como simulacro. Pensar que no somos conscientes de esto es profundamente paternalista.

Se equivocan los que imaginan que en Twitter jugábamos a Encuentra al hombrecillo verde: que desde nuestros teléfonos móviles, haciéndole el contenido de gratis a una empresa de Silicon Valley, estábamos salvando el mundo. Se equivocan al pensar que, al comprobar que la alternativa era solo una copia simple y barata, nos decepcionaremos. Claramente, nada es igual de emocionante como lo recordamos. Bluesky es un espacio homogéneo, poco poblado y ridículamente ingenuo. Pero, de pronto, haberme restado miles de seguidores me permite retomar un tono desenfadado y aleatorio que había abandonado en Twitter. Mi TL no me resulta particularmente interesante. Pero no me hiere los ojos, como me pasa ahora con Twitter, ni me engancha en un doomscrolling emocionante pero excesivo e indigesto, como me pasaba antes.

Con los años, Philip K. Dick perdió la cabeza. Se convenció de que vivía en una simulación, como un personaje de sus novelas, y que necesitaba despertar y regresar al mundo real. Impregnó sus últimos diarios y novelas de gnosticismo, una corriente del cristianismo primitivo que consideraba que nuestro mundo es un estado caído de existencia donde el pecado original no fue la desobediencia, sino la ignorancia. Por lo tanto, para salvarnos, debemos rasgar el velo de la ilusión. Reconocer la impostura de nuestra vida cotidiana para alcanzar la vida eterna. La verdad os hará libres.

El show de Truman (1998, Peter Weir)

Se trata de la misma actitud equívoca, salvando las distancias, que los que creen que criticar Bluesky servirá para desacreditarla como alternativa. Si te demuestran que te estás recreando en una simulación, ¿por qué no ibas a querer escapar de ella? No tengo problema en admitir que así como me siento en Bluesky, paseándome por una réplica pobre de la fiesta de mi juventud, saboreando un sustitutivo insulso de la droga que me mantuvo enganchado durante años. Mejor así, pienso: menos resacas.

Hoy en día el conocimiento no parece suficiente, apenas necesario. Saber que las cosas están mal rara vez nos mueve, sin más, a cambiarlas. Hemos heredado la fantasía de que el ser humano desea, por naturaleza, el conocimiento y que, de dárselo, será suficiente para hacerle reaccionar. Nos gustaría pensar que si viviésemos en el El show de Truman (una película claramente inspirada en Tiempo desarticulado) desearíamos naturalmente escapar de él, cruzar el horizonte en barco. No habíamos pensado que, a lo mejor, aun al reconocer que vivimos en una simulación, escogeríamos activa y voluntariamente esa existencia.

Decir que esto sea mejor o peor es otra cosa. Es fácil ver cómo se desprenden de ello muchas consecuencias negativas, incluso inaceptables. Pero creer que por revelar que algo es una impostura lo haremos menos atractivo es, paradójicamente, negarse a reconocer la realidad: que, con más frecuencia de la que nos gustaría aceptar, preferimos vivir un engaño, siempre más sencillo y reconfortante, que enfrentarnos a una realidad cada día más compleja, confusa y delirante. Que cuando te levantas y ves que el mundo está ardiendo ahí afuera, la reacción más humana es querer enterrar la cabeza bajo la almohada. El mundo real difícilmente puede competir con la nostalgia de un día tranquilo en la piscina, echándole un ojo furtivo a nuestro crush.

Su traje de baño de lana negra de dos piezas le recordaba a él a tiempos pasados, coches descapotables, juegos de fútbol, la orquesta de Glenn Miller. La graciosa tela pesada y las radios de madera portátiles que arrastraban hasta la playa… Botellas de Coca-Cola a medias enterradas en la arena, chicas de largo cabello rubio tendidas sobre el estómago, apoyadas en los codos, como las chicas de los anuncios publicitarios.

–Philip K. Dick, Tiempo desarticulado

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La foto del artículo es de Martin Parr: Martin Parr Benidorm, Spain. From 'Common Sense'. 1997. © Martin Parr | Magnum Photos

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Elogio de la simulación

Bluesky es una versión pobre y descafeinada de Twitter. La reproducción casi perfecta del interfaz genera una sensación de valle inquietante.

Philip K Dick ha pasado a la historia como uno de los autores de ciencia ficción más influyentes de todos los tiempos. Hoy en día es recordado por los escenarios distópicos donde transcurren novelas como Ubik, El hombre del Castillo, o ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, adaptada al cine como Blade Runner. Algunos de sus relatos que también han sido llevados a la gran pantalla, como Total Recall o Minority Report, nos sumergen en visiones de futuros extraños. Pero hay una novela temprana de Dick, Tiempo desarticulado, donde la trama está ambientada, curiosamente, en el mundo en el que Dick escribía: los años cincuenta en los EEUU.

El protagonista de Tiempo desarticulado es Ragle Gumm, un solterón que vive con la familia de su hermana y que se dedica a resolver un juego del periódico que lleva ganando de forma consecutiva durante meses, llamado Encuentra al hombrecillo verde. La vida de Ragle es anodina y estereotípica, también en sus excesos: desde la fascinación por la irrupción de la televisión a la nostalgia por el periodo de entreguerras, desde el sobrino que busca señales de ovnis en el jardín hasta el romance platónico con la mujer de su vecino. Muy al contrario de lo que algunos quieren pensar, los años cincuenta, en particular en los EEUU, fue una era de grandes disrupciones culturales: desde la ansiedad por el desarrollo tecnológico a las tensiones entre la familia nuclear y un incipiente despertar sexual.

Luego resulta que esta era efectivamente una novela de Philip K. Dick, y que por tanto todo era mentira. El suburbio en que vive Ragle es un decorado, sus amigos y familiares son actores profesionales. Su presente es, en realidad, los años noventa: un futuro lejano donde se está librando una guerra atómica entre la Tierra y la Luna. Ragle es un ingeniero con una habilidad única de predecir los ataques del enemigo que, incapaz de soportar el peso cognitivo de esa tarea, accede voluntariamente a borrar su memoria e inducirse una vida falsa en una versión idílica de su propia infancia, los años cincuenta. En la simulación, su compleja tarea de predicción se reduce al divertido juego del periódico, Encuentra al hombrecillo verde, con el que Ragle está, sin saberlo, señalando el próximo punto sobre el que caerán las bombas nucleares enemigas.

Estos días he estado pensando mucho en Ragle Gumm. He leído diferentes artículos y comentarios que, al hablar sobre la decadencia de Twitter (esa red social que me niego a llamar por ningún otro nombre), se muestran decepcionados, incluso ofendidos, por la pobreza de sus competidoras. En particular Bluesky, la que se ha convertido en la alternativa más evidente, ha sido objeto de escarnio.

Mucho de lo que dicen estos críticos es completamente cierto. Bluesky es una versión pobre y descafeinada de Twitter. La reproducción casi perfecta del interfaz genera una sensación de valle inquietante. La apariencia es la misma, pero su dinámica es más lenta, homogénea y simplona no ya que Twitter ahora, sino que la versión que guardábamos que fue antes de su corrupción definitiva.

Martin Parr Benidorm, Spain. From 'Common Sense'. 1997. © Martin Parr | Magnum Photos

Lo reconozco: yo soy uno de esos nostálgicos. Soy un puro animal de Twitter. Recuerdo crear mi cuenta, allá por 2011, en clase de informática del bachillerato. Desde entonces no pude parar. Desarrollé, con los años, una adicción exuberante, un romance errático y fabuloso. Me empapé de su humor ácido y de sus dinámicas de comunicación, integré su memética en mi lenguaje cotidiano. A partir de las tonterías que decía en Twitter mucha gente comenzó a leerme. Conocí amantes y amigos gracias a esa red social.

La metáfora de Twitter como plaza pública siempre me resultó profundamente ridícula, no ya porque no cumpliera jamás esa función de ágora democrática que algunos iluminados proyectaban, sino porque ese espacio ideal es pura ficción. Es algo que nunca se da en nuestras vidas modernas. No tenemos esa experiencia de ágora, es una palabra rara que repetimos sin saber lo que significa. Sin embargo, Twitter sí que era mi plaza pública, en otro sentido: era donde me reunía cotidianamente con mis amigos, desde donde partía a explorar lugares conocidos y extraños, donde le echaba una mirada disimulada a mi crush, soñando con tener el coraje de deslizarme en sus mds. Era el lugar donde me enteraba de las chorradas que ocupaban las conversaciones de la mayoría de la gente que le gustaba compartirlas, que no era, ni mucho menos, la mayoría de la gente (ni la mayoría de la gente que usaba las redes. Twitter siempre fue de lejos una red social minoritaria).

Me deprimí profundamente cuando, con los meses, vi que la compra de Elon Musk convertía mi plaza pública en un estercolero de gente desagradable y hologramas publicitarios. Carmen lo describió a la perfección como un after. Tampoco creo que Elon Musk tuviera la culpa de todo. Creo que yo también me estaba haciendo mayor. Me apetecía abandonar el antro e irme ya a mi casa. Cuanta más gente empezó a seguirme y a leerme, más presión tenía por abandonar el humor rácano e infantil que favorecía el anonimato inicial. Me estaba autocensurado. Aquello había dejado de ser divertido. Era hora de reconocer que se había acabado la fiesta.

Claro que Bluesky no es ninguna alternativa a la altura. Es la versión simplificada e higienizada del recuerdo que guardabas de cuando, crees, todo era mejor y más sencillo. Como el suburbio de Ragle Gumm, es un simulacro imperfecto, una simulación desangelada. Es el decorado triste que trata de reproducir, sin éxito, un escenario idealizado.

Pero hay una cosa en la que estos críticos se equivocan. Se equivocan al pensar que la copia barata no pueda ser satisfactoria. La gigantesca industria de la nostalgia les quita la razón. Ya no hay ninguna franquicia cinematográfica capaz de despertar el entusiasmo y la afición como lo hizo en el pasado, pero la industria nos mantiene entretenidos con un torrente de contenido que, aunque insípido e indiferente, nos resulta aceptable como simulacro. Pensar que no somos conscientes de esto es profundamente paternalista.

Se equivocan los que imaginan que en Twitter jugábamos a Encuentra al hombrecillo verde: que desde nuestros teléfonos móviles, haciéndole el contenido de gratis a una empresa de Silicon Valley, estábamos salvando el mundo. Se equivocan al pensar que, al comprobar que la alternativa era solo una copia simple y barata, nos decepcionaremos. Claramente, nada es igual de emocionante como lo recordamos. Bluesky es un espacio homogéneo, poco poblado y ridículamente ingenuo. Pero, de pronto, haberme restado miles de seguidores me permite retomar un tono desenfadado y aleatorio que había abandonado en Twitter. Mi TL no me resulta particularmente interesante. Pero no me hiere los ojos, como me pasa ahora con Twitter, ni me engancha en un doomscrolling emocionante pero excesivo e indigesto, como me pasaba antes.

Con los años, Philip K. Dick perdió la cabeza. Se convenció de que vivía en una simulación, como un personaje de sus novelas, y que necesitaba despertar y regresar al mundo real. Impregnó sus últimos diarios y novelas de gnosticismo, una corriente del cristianismo primitivo que consideraba que nuestro mundo es un estado caído de existencia donde el pecado original no fue la desobediencia, sino la ignorancia. Por lo tanto, para salvarnos, debemos rasgar el velo de la ilusión. Reconocer la impostura de nuestra vida cotidiana para alcanzar la vida eterna. La verdad os hará libres.

El show de Truman (1998, Peter Weir)

Se trata de la misma actitud equívoca, salvando las distancias, que los que creen que criticar Bluesky servirá para desacreditarla como alternativa. Si te demuestran que te estás recreando en una simulación, ¿por qué no ibas a querer escapar de ella? No tengo problema en admitir que así como me siento en Bluesky, paseándome por una réplica pobre de la fiesta de mi juventud, saboreando un sustitutivo insulso de la droga que me mantuvo enganchado durante años. Mejor así, pienso: menos resacas.

Hoy en día el conocimiento no parece suficiente, apenas necesario. Saber que las cosas están mal rara vez nos mueve, sin más, a cambiarlas. Hemos heredado la fantasía de que el ser humano desea, por naturaleza, el conocimiento y que, de dárselo, será suficiente para hacerle reaccionar. Nos gustaría pensar que si viviésemos en el El show de Truman (una película claramente inspirada en Tiempo desarticulado) desearíamos naturalmente escapar de él, cruzar el horizonte en barco. No habíamos pensado que, a lo mejor, aun al reconocer que vivimos en una simulación, escogeríamos activa y voluntariamente esa existencia.

Decir que esto sea mejor o peor es otra cosa. Es fácil ver cómo se desprenden de ello muchas consecuencias negativas, incluso inaceptables. Pero creer que por revelar que algo es una impostura lo haremos menos atractivo es, paradójicamente, negarse a reconocer la realidad: que, con más frecuencia de la que nos gustaría aceptar, preferimos vivir un engaño, siempre más sencillo y reconfortante, que enfrentarnos a una realidad cada día más compleja, confusa y delirante. Que cuando te levantas y ves que el mundo está ardiendo ahí afuera, la reacción más humana es querer enterrar la cabeza bajo la almohada. El mundo real difícilmente puede competir con la nostalgia de un día tranquilo en la piscina, echándole un ojo furtivo a nuestro crush.

Su traje de baño de lana negra de dos piezas le recordaba a él a tiempos pasados, coches descapotables, juegos de fútbol, la orquesta de Glenn Miller. La graciosa tela pesada y las radios de madera portátiles que arrastraban hasta la playa… Botellas de Coca-Cola a medias enterradas en la arena, chicas de largo cabello rubio tendidas sobre el estómago, apoyadas en los codos, como las chicas de los anuncios publicitarios.

–Philip K. Dick, Tiempo desarticulado

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La foto del artículo es de Martin Parr: Martin Parr Benidorm, Spain. From 'Common Sense'. 1997. © Martin Parr | Magnum Photos

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