Paso el invierno en la misma postura. Estoy enfermo. Tirado en el sofá. Pongo algún documental de crímenes reales de Netflix. Pido más comida a domicilio que mi salud o mi bolsillo pueden soportar. Irene entra por la puerta, se ríe. “Siempre que entro te veo en la misma postura”, me dice. “He visto uno de unas chicas que aparecían muertas en Texas. Fascinante”, le digo.
Siento que me transformo en una persona solitaria y obsesiva. He visto cerca de todos los documentales sobre crímenes reales que hay disponibles en Netflix, además de otras plataformas de streaming. Los mejores, claro, son los de los asesinos en serie. Ted Bundy. Violador y asesino. En torno a treinta víctimas. Jeffrey Dahmer. Violador, asesino, caníbal y nigromante aficionado. Dieciséis víctimas. Dennis Rader, también conocido como BTK. Violador, torturador y asesino. Diez víctimas. Richard Ramírez. Violador y asesino. Catorce víctimas. John Wayne Gacy. Violador y asesino. Más de treinta víctimas. Veintinueve cadáveres debajo de su casa.
Veintinueve cadáveres en todo tipo de estados de descomposición tuvo que sacar la policía del departamento de Des Plaines una navidad de debajo de la casa de John Wayne Gacy. Veintiocho del entresuelo y uno bajo una losa de hormigón en el garaje. Repito estas palabras varias veces a diferentes conocidos y familiares desconfiados: veintinueve cadáveres. Debajo de una casa. Veintinueve cadáveres. Debajo. De UNA CASA. Cuando le preguntan a un policía de Des Plaines cómo se sacan veintinueve cadáveres de debajo de una casa, explica que siempre llevaba con él una moneda al trabajo, que la dejaba en una maceta del jardín cuando regresaba de su jornada. Todo el horror se quedaba en la moneda, en su propia casa estaba a salvo.
Existen varias teorías sobre esto. Una es esa: los crímenes reales son la moneda, compartimentalizan el horror, empaquetan la violencia. Le dan un lugar reconocible en la televisión que la aleja de nuestras vidas. Otra dice que son todo lo contrario: hacen que aflore, la revisten de una narrativa glamourosa para satisfacer el morbo.
Pero mi teoría favorita empieza muchos años atrás, con un pequeño escritor neoyorquino que se desplaza hasta Kansas para escribir sobre un extraño crimen violento en la casa de una familia idílica. Para poder contar mejor su historia, Truman Capote se gana la confianza de uno de los acusados, Perry Smith. Su relación se plasma en el formidable retrato psicológico de Perry en A sangre fría, que resulta ser uno de los mejores libros jamás escritos.
A sangre fría es una historia real, pero no es toda la historia. La realidad es que Perry dejó que el escritor se le acercara bajo la creencia que el libro, al publicarse, favorecería la anulación de su condena a muerte. Es verdad que el libro ofrece una imagen compasiva de Perry. Pero Capote, con el manuscrito entre manos, descubrió que aquella historia necesitaba de un clímax a la altura.
No había otra: la escena final debía ser en el patíbulo. Perry debía morir. Capote dejó el libro sin publicar hasta que la realidad le dio un buen final. Así fue como escribió la primera novela de no ficción literaria de todos los tiempos y, de paso, inventó los crímenes reales. Y con ello demostró que la forma novela, la literatura, era el mayor crimen de todos.
No se trata de una historia sobre la mentira o la verdad. Aquí no hay engaño, la verdad está clara. La historia se ajusta punto por punto a los hechos. Es una historia sobre el bien y el mal. Pero no necesariamente sobre el mal de los asesinos, ese está claro. Lo que ocurre es que para contar esa verdad, has de cometer un crimen. Para hacerlo bien, hacerlo bonito, puede que debas hacer el mal.
Veintinueve cadáveres debajo de una casa es un hecho espantoso, horripilante, pero sobre todo es una imagen extraordinaria, una frase sugerente y estremecedora. BTK fue un asesino interesante, pero le cazaron porque su nombre y apellidos estaban en los metadatos de un archivo de word que envió a la policía. ¿Quién puede contar una buena historia con ese final? Tras tres temporadas de Crims, las historias que le quedan a Carles Porta para contar son igual de horribles, pero cada vez menos interesantes. Después de un invierno viendo todos los crímenes reales que puedo, acabo en documentales insulsos sobre estafas de criptomonedas y escándalos deportivos. Quizás ya es hora de obsesionarme con otra cosa.
Este invierno, cuando no hablaba de cadáveres debajo de casas, no he parado de recomendar Los guardianes de Sarah Mangusso. Se trata de un libro breve publicado por Alpha Decay donde la autora reflexiona sobre el suicidio de uno de sus mejores amigos. Habla del recuerdo, de la pérdida y de la enfermedad mental. Me parece una de las mejores cosas que he leído en muchísimo tiempo.
Mi madre se lo lee y me dice que sí, que le ha gustado, pero que por qué creo que la autora escribió aquello. Si de verdad pienso que es un homenaje a su amigo, una forma de tratar su duelo o si, al escribir un libro tan bueno, en el fondo el objetivo era fliparse un poco. Sonrío. Claro que sí, pienso. Ese libro, como homenaje o como elegía, tiene poco sentido. Puede decirse, con razón, que más bien le habría hecho a su amigo y a su familia dejar aquella historia lejos del público. El objetivo final, lo que lo hace así extraordinario, tiene más que ver con la literatura. Con hacerlo bonito. Con que, para hacerlo bien, los escritores en ocasiones han de hacer el mal.
No pretendo ofrecer una justificación. La estética difícilmente puede exigir que la ética se le subordine. Lo contrario, como ya dijeron Adorno y Horkheimer, suele tener bastante que ver con el fascismo. Simplemente, todo esto me resulta una obsesión a la altura de un invierno frío y enfermizo. Al final, después de que la policía de Des Plaines sacase veintinueve cadáveres debajo de la casa de John Wayne Gacy, llegó la primavera. Demolieron la casa, construyeron una nueva y enviaron a Gacy al patíbulo. No sé si eso es justicia. Pero es una historia increíble.
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La foto del artículo son policías frente a la casa John Wayne Gacy en 1978.Credit Bettman, via Getty Images