A veces todo funciona. Se trata de un chispazo. Luego vuelven las nubes negras progresivamente o como un huracán, depende de la suerte que tenga ese día, y no tardo en volver a pisar las mismas minas de siempre. Pronto me digo que casi nunca afirmo nada con rotundidad, que no pienso en Dios ni en la actualidad política, que desperdicio mi tiempo y estoy condenado a desperdiciarlo y que pierdo tontamente los trenes. Aun así, a veces, cada cierto tiempo, me dejo llevar a pesar de las consecuencias, de los remordimientos, del día siguiente. A veces se suspende la rumia y no dudo porque no tengo nada sobre lo que dudar. Bebo solo un poco más de la cuenta, alcanzo la medida perfecta de forma inconsciente, y todo es claridad e ímpetu. Entonces hablo apasionadamente, bromeo. Los de la mesa de al lado piden fuego con camaradería. Dejo de ser transparente para los camareros. Y estamos solos y concentrados. Nos movemos en un limbo edénico. Somos extranjeros amnésicos. A veces solo pido que espere un poco más el próximo susto, la próxima llamada de desconcierto, la aclaración de que no bromeo. Durante esas tardes que terminan de noche no existen los kilómetros de carretera ni los domingos ni los ruegos de una pizca de piedad escuchando canciones de Nick Cave. Todo se ha acabado ya; lo que no ha empezado, también. Pero hay días inconscientes, espídicos, reveladores. No cae uno en las expectativas ni en la deontología. La música callejera suena bien. No se teme haber dejado las puertas del coche abiertas. La estabilidad del ritmo cardíaco se da por hecha. El problema es que esos momentos son muy frágiles. Es difícil mantener la serenidad exaltada sin que vuelvan las ganas de darle un tirón al collarín del tiempo. Siempre vuelven las preguntas, las confesiones frustradas. Pero por unos instantes, ciertamente, todo eso da igual. Si Jack Kerouac no es una referencia elevada, da igual. Se atrevió a escribir del tirón. Tuvo arrojo. No pensaba en el catedrático de la barba perfilada ni en los que dicen que se publica demasiado. En esos momentos no se piensa. Se sintetiza la realidad. No se tiene miedo ni se pierde el tiempo. Se bebe más y se fuma más y durante un puñado de horas no asoma el arrepentimiento. No se repara en el esnobismo. Nadie se toma en serio. Se bailan y se gritan las canciones que todos conocemos. Estallan los hallazgos efímeros. El viento sopla a favor. Se olvidan el paso del tiempo, las pastillas, las citas médicas postergadas. Si alguien pregunta si juega el Madrid, no se entiende la pregunta. La nostalgia, esos días, solo es un trampolín.