Argamasa

Por
Ángel Insua
21/11/2023

podríamos estar, en fin, ante el Ludismo all over again

SUMAR. ¿Qué es Sumar? El partido engrudo, o argamasa. Viene con intención de aglutinarlo todo a la izquierda del SOE, whatever that is. Le aventuro problemas. En efecto, ahí hay un caladero jugoso, sobre todo tras el inminente descalabro de Podemos, que se verificará tarde o temprano. Su éxito depende, pues, de que sea capaz de aglutinar como se propone, y de que aporte algo nuevo, emocionante. Lo primero puede ser; lo segundo lo dudo terriblemente. Al fin y al cabo, no hay nada que interese a la izquierda del SOE, ni en ninguna izquierda en general: el centro es una cosa tibia y aburrida que sólo produce sueño; el comunismo rancio estilo Pablo Iglesias da entre pereza y miedo, y más allá –o más acá–, la chapa identitaria de Irene Montero y compañía, que se han tragado con patatas recién salida del oven, es sencillamente catastrófica; el anti-pensamiento. Por ahí sólo queda el ecologismo, el calentamiento global –qué tanto más bonita esa frase que cambio climático; el clima cambia continuamente, por lo demás– y toda esa fanfarria, que si bien tiene toda la razón cuando advierte de que el planeta se va por el desagüe, no alcanza sin embargo para movilizar a la gente, pues de sobra está demostrado que el discurso insípido y gris de la ciencia jamás ha conseguido nada ni apelado a nadie –revisemos a Comte–, y menos cuando los problemas que preocupan de verdad son los de aquí y ahora, no los de todo un planeta en cómodos plazos de cinco a diez años.

Francamente, no creo que haya nada por ahí digno de pescar. Más valdría que Sumar buscase en otra parte: quizás una peripecia extravagante; Cayetana Álvarez de Toledo nombrada portavoz o algo así intrépido, inesperado; en cuanto a ideas, sin embargo, tienen serios problemas. No se me ocurre, por lo demás, quien podría venir a revitalizar la política ya no sólo española, sino europea, mundial: Vox, que en su momento sí pareció engatusar a cierto estrato joven, pues lo vieron como se había visto a Podemos años antes: un rollo desafiante, contestatario, que decía barbaridades y era algo así como el new kid in town; se ha desinflado y ahora da la misma pereza-miedo que su homólogo a través del espejo; Ciudadanos, en origen también interesante, con buena nómina de escritores e intelectuales –posiblemente la mejor nómina de cuantos partidos ha habido–, está hoy, sin embargo, clínicamente muerto; PP, del que se puede decir más o menos lo mismo que del PSOE; y luego todo el caldo de partiduchos à la Más Madrid de los que ya he hablado más arriba. Hace falta un cambio de paradigma – alguien o algo, de nuevo, que traiga ideas frescas, emocionantes. Reflexionaba ayer que quizás ello pasa por mirar hacia afuera, más allá de la política: ¿qué cambios importantes se producen en la sociedad? Inmediatamente se presenta en la cabeza ChatGPT y la inteligencia artificial: si seré tan discreto como para no ver en ello la próxima revolución industrial –para lo cual le veo sobrado potencial, no obstante–, al menos sí le concederé la capacidad de suscitar cambios muy gordos en el mercado laboral, la economía, etc., dentro de no mucho, de suerte que quizá sea el posicionamiento en torno a este asunto lo que defina la política y conversaciones que están por venir. Italia, por ejemplo, ya ha prohibido ChatGPT, o está en ello –leo hoy que España le va a la zaga–. Independientemente del acierto o no de la medida, de los razonamientos que haya detrás, tal vez Meloni –y algún otro europeo: también por allí se empieza a comentar– haya en efecto vuelto la vista sobre el asunto del futuro, sobre lo que puede estar a punto de reventar todo el chiringuito. Ya un informe reciente de Goldman Sachs advierte de que la IA expondrá a dos tercios de los puestos de trabajo en Estados Unidos a cierto grado de automatización, y a entre un cuarto e incluso la mitad a un reemplazo total de sus ocupantes humanos en el medio plazo. Ian Hogarth, por otro lado, inversor y fundador de la firma de venture capital Plural, explica en su artículo del 13 de abril en Financial Times los riesgos del vertiginoso desarrollo de estos sistemas, que en los últimos diez años han experimentado un crecimiento del orden de cien millones en su capacidad de computación, y defiende de paso la intervención de los gobiernos en un campo que hasta ahora está dominado por la empresa privada; finalmente, está también la carta abierta, firmada por más de 18.000 personas, entre ellas el propio Hogarth, Elon Musk o Steve Wozniak –y myself–, que el mes pasado abogó por una moratoria de seis meses en el desarrollo de modelos superiores a GPT-4 –el último y más impresionante lanzamiento de OpenAI–, y que ha fomentado el que quizás es el primer debate serio y público sobre el tema entre los llamados doomers, o histéricos del apocalipsis, y los que creen que éstos sacan las cosas de quicio y que antes debemos centrarnos en el peligro de los prejuicios e imprecisiones que demuestran estos sistemas actualmente. Hay muchas cosas más –como por ejemplo un estudio de la Universidad de Cornell, que analiza, entre otras cosas, la aparición de una suerte de protoconciencia en los modelos de lenguaje–; podríamos estar, en fin, ante el Ludismo all over again, e igual que entonces todo se puso a girar de pronto en torno a la revolución industrial y sus consecuencias –aquella pequeña cosa llamada Marxismo–, hoy podría suceder algo parecido.

No lo sé, está bien. No puedo –de momento– predecir el futuro, y quizás nos falte perspectiva para poner en contexto los últimos avances. Hay quien habla, en fin, de un invierno tecnológico que se avecina –¿quizá de la mano del declive en la liquidez e inversión del venture capital, o una brand new crisis económica?– y se llevará todo esto por el desagüe. Ha pasado innumerables veces –desde las puntocom a las más recientes criptomonedas, que no terminan de despegar–, y en ello hay además cierto tufillo rancio a ciencia-ficción y secta religiosa, como un cruce entre cienciología y Elon Musk. Pero no está de más pararse a pensarlo. Si todo es un desvarío y una exageración, perfecto: lo advertiremos rápidamente y nos pondremos a otra cosa. Pero si no, hay bastantes preguntas que cabe hacerse: ¿conviene que sea la empresa privada, por lo demás eficiente y con acceso a recursos colosales, la que encabece todo esto?, ¿qué pasará si le hacemos atravesar el manglar de la burocracia administrativa?, ¿es posible que países menos escrupulosos –y con expedientes un tanto equívocos– tomen la delantera?, y si lo dejamos enteramente en sus manos, ¿quién asegura que sepan, en el fondo, lo que están haciendo?, ¿quién nos dice que en su ansia por conquistar la inteligencia artificial no descuiden las garantías más elementales? Si ni siquiera somos capaces, a estas alturas, de ponernos de acuerdo entre nosotros, ¿estamos preparados para alumbrar algo tan potencialmente poderoso, o incomprensible?, y si es así, ¿en base a qué preceptos, qué valores?, ¿será la inteligencia artificial una humanista, colectivista, individualista; liberal o conservadora?, ¿la pondremos a trabajar en el problema migratorio, en el calentamiento global, en el aborto, el feminismo, el racismo – en el coche de Aston Martin?, ¿servirán los aparatos americanos o europeos para resolver problemas en Senegal, o en Mongolia?

Actualmente casi ningún partido, desde luego no en España, está abordando estas cuestiones. Se trata, de momento, de un asunto parcial, confinado en ciertos círculos tecnológicos o empresariales especializados y sin implicaciones directas en problemas que, francamente, merecen nuestra atención. Pero también lo era el ferrocarril en el XIX, y terminó no sólo por invadir todos los ámbitos de la sociedad, sino por transformar su misma estructura y convertirse en el símbolo de su época. Quizás esté exagerando, y no viviremos con la inteligencia artificial un cambio de paradigma tal. Pero de lo que sí estoy seguro es de que se irá filtrando crecientemente en la conversación pública, y de que quien esté atento tal vez surfee una buena ola. En cualquier caso, todo lo demás está agotado; hasta Donald Trump parece haber pasado de moda –pero en fin, quién sabe–, y el votante, la gente, anda falta de argumentos jugosos y discursos emocionantes que le hagan mover el culo y correr a espachurrar su papeleta, donde sea y con quien sea. Voy a disparar una pregunta inquietante: ¿se muere la democracia? Tranquilos, posiblemente no; es un sistema viejo y contrastado que funciona mal que bien y quizá tan sólo precise de algunos ajustes; también es posible que no seamos capaces de concebir nada más allá –que no más acá–, y por eso ardamos de indignación –o frustración– en cuanto alguien desliza la idea peregrina. 

No importa: éstas son las preguntas que hay que hacerse, tengan o no que ver con la IA –véase Basilisco de Roko para espeluznantes posibilidades– porque si no moriremos de aburrimiento, o algo peor.

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SUMAR. ¿Qué es Sumar? El partido engrudo, o argamasa. Viene con intención de aglutinarlo todo a la izquierda del SOE, whatever that is. Le aventuro problemas. En efecto, ahí hay un caladero jugoso, sobre todo tras el inminente descalabro de Podemos, que se verificará tarde o temprano. Su éxito depende, pues, de que sea capaz de aglutinar como se propone, y de que aporte algo nuevo, emocionante. Lo primero puede ser; lo segundo lo dudo terriblemente. Al fin y al cabo, no hay nada que interese a la izquierda del SOE, ni en ninguna izquierda en general: el centro es una cosa tibia y aburrida que sólo produce sueño; el comunismo rancio estilo Pablo Iglesias da entre pereza y miedo, y más allá –o más acá–, la chapa identitaria de Irene Montero y compañía, que se han tragado con patatas recién salida del oven, es sencillamente catastrófica; el anti-pensamiento. Por ahí sólo queda el ecologismo, el calentamiento global –qué tanto más bonita esa frase que cambio climático; el clima cambia continuamente, por lo demás– y toda esa fanfarria, que si bien tiene toda la razón cuando advierte de que el planeta se va por el desagüe, no alcanza sin embargo para movilizar a la gente, pues de sobra está demostrado que el discurso insípido y gris de la ciencia jamás ha conseguido nada ni apelado a nadie –revisemos a Comte–, y menos cuando los problemas que preocupan de verdad son los de aquí y ahora, no los de todo un planeta en cómodos plazos de cinco a diez años.

Francamente, no creo que haya nada por ahí digno de pescar. Más valdría que Sumar buscase en otra parte: quizás una peripecia extravagante; Cayetana Álvarez de Toledo nombrada portavoz o algo así intrépido, inesperado; en cuanto a ideas, sin embargo, tienen serios problemas. No se me ocurre, por lo demás, quien podría venir a revitalizar la política ya no sólo española, sino europea, mundial: Vox, que en su momento sí pareció engatusar a cierto estrato joven, pues lo vieron como se había visto a Podemos años antes: un rollo desafiante, contestatario, que decía barbaridades y era algo así como el new kid in town; se ha desinflado y ahora da la misma pereza-miedo que su homólogo a través del espejo; Ciudadanos, en origen también interesante, con buena nómina de escritores e intelectuales –posiblemente la mejor nómina de cuantos partidos ha habido–, está hoy, sin embargo, clínicamente muerto; PP, del que se puede decir más o menos lo mismo que del PSOE; y luego todo el caldo de partiduchos à la Más Madrid de los que ya he hablado más arriba. Hace falta un cambio de paradigma – alguien o algo, de nuevo, que traiga ideas frescas, emocionantes. Reflexionaba ayer que quizás ello pasa por mirar hacia afuera, más allá de la política: ¿qué cambios importantes se producen en la sociedad? Inmediatamente se presenta en la cabeza ChatGPT y la inteligencia artificial: si seré tan discreto como para no ver en ello la próxima revolución industrial –para lo cual le veo sobrado potencial, no obstante–, al menos sí le concederé la capacidad de suscitar cambios muy gordos en el mercado laboral, la economía, etc., dentro de no mucho, de suerte que quizá sea el posicionamiento en torno a este asunto lo que defina la política y conversaciones que están por venir. Italia, por ejemplo, ya ha prohibido ChatGPT, o está en ello –leo hoy que España le va a la zaga–. Independientemente del acierto o no de la medida, de los razonamientos que haya detrás, tal vez Meloni –y algún otro europeo: también por allí se empieza a comentar– haya en efecto vuelto la vista sobre el asunto del futuro, sobre lo que puede estar a punto de reventar todo el chiringuito. Ya un informe reciente de Goldman Sachs advierte de que la IA expondrá a dos tercios de los puestos de trabajo en Estados Unidos a cierto grado de automatización, y a entre un cuarto e incluso la mitad a un reemplazo total de sus ocupantes humanos en el medio plazo. Ian Hogarth, por otro lado, inversor y fundador de la firma de venture capital Plural, explica en su artículo del 13 de abril en Financial Times los riesgos del vertiginoso desarrollo de estos sistemas, que en los últimos diez años han experimentado un crecimiento del orden de cien millones en su capacidad de computación, y defiende de paso la intervención de los gobiernos en un campo que hasta ahora está dominado por la empresa privada; finalmente, está también la carta abierta, firmada por más de 18.000 personas, entre ellas el propio Hogarth, Elon Musk o Steve Wozniak –y myself–, que el mes pasado abogó por una moratoria de seis meses en el desarrollo de modelos superiores a GPT-4 –el último y más impresionante lanzamiento de OpenAI–, y que ha fomentado el que quizás es el primer debate serio y público sobre el tema entre los llamados doomers, o histéricos del apocalipsis, y los que creen que éstos sacan las cosas de quicio y que antes debemos centrarnos en el peligro de los prejuicios e imprecisiones que demuestran estos sistemas actualmente. Hay muchas cosas más –como por ejemplo un estudio de la Universidad de Cornell, que analiza, entre otras cosas, la aparición de una suerte de protoconciencia en los modelos de lenguaje–; podríamos estar, en fin, ante el Ludismo all over again, e igual que entonces todo se puso a girar de pronto en torno a la revolución industrial y sus consecuencias –aquella pequeña cosa llamada Marxismo–, hoy podría suceder algo parecido.

No lo sé, está bien. No puedo –de momento– predecir el futuro, y quizás nos falte perspectiva para poner en contexto los últimos avances. Hay quien habla, en fin, de un invierno tecnológico que se avecina –¿quizá de la mano del declive en la liquidez e inversión del venture capital, o una brand new crisis económica?– y se llevará todo esto por el desagüe. Ha pasado innumerables veces –desde las puntocom a las más recientes criptomonedas, que no terminan de despegar–, y en ello hay además cierto tufillo rancio a ciencia-ficción y secta religiosa, como un cruce entre cienciología y Elon Musk. Pero no está de más pararse a pensarlo. Si todo es un desvarío y una exageración, perfecto: lo advertiremos rápidamente y nos pondremos a otra cosa. Pero si no, hay bastantes preguntas que cabe hacerse: ¿conviene que sea la empresa privada, por lo demás eficiente y con acceso a recursos colosales, la que encabece todo esto?, ¿qué pasará si le hacemos atravesar el manglar de la burocracia administrativa?, ¿es posible que países menos escrupulosos –y con expedientes un tanto equívocos– tomen la delantera?, y si lo dejamos enteramente en sus manos, ¿quién asegura que sepan, en el fondo, lo que están haciendo?, ¿quién nos dice que en su ansia por conquistar la inteligencia artificial no descuiden las garantías más elementales? Si ni siquiera somos capaces, a estas alturas, de ponernos de acuerdo entre nosotros, ¿estamos preparados para alumbrar algo tan potencialmente poderoso, o incomprensible?, y si es así, ¿en base a qué preceptos, qué valores?, ¿será la inteligencia artificial una humanista, colectivista, individualista; liberal o conservadora?, ¿la pondremos a trabajar en el problema migratorio, en el calentamiento global, en el aborto, el feminismo, el racismo – en el coche de Aston Martin?, ¿servirán los aparatos americanos o europeos para resolver problemas en Senegal, o en Mongolia?

Actualmente casi ningún partido, desde luego no en España, está abordando estas cuestiones. Se trata, de momento, de un asunto parcial, confinado en ciertos círculos tecnológicos o empresariales especializados y sin implicaciones directas en problemas que, francamente, merecen nuestra atención. Pero también lo era el ferrocarril en el XIX, y terminó no sólo por invadir todos los ámbitos de la sociedad, sino por transformar su misma estructura y convertirse en el símbolo de su época. Quizás esté exagerando, y no viviremos con la inteligencia artificial un cambio de paradigma tal. Pero de lo que sí estoy seguro es de que se irá filtrando crecientemente en la conversación pública, y de que quien esté atento tal vez surfee una buena ola. En cualquier caso, todo lo demás está agotado; hasta Donald Trump parece haber pasado de moda –pero en fin, quién sabe–, y el votante, la gente, anda falta de argumentos jugosos y discursos emocionantes que le hagan mover el culo y correr a espachurrar su papeleta, donde sea y con quien sea. Voy a disparar una pregunta inquietante: ¿se muere la democracia? Tranquilos, posiblemente no; es un sistema viejo y contrastado que funciona mal que bien y quizá tan sólo precise de algunos ajustes; también es posible que no seamos capaces de concebir nada más allá –que no más acá–, y por eso ardamos de indignación –o frustración– en cuanto alguien desliza la idea peregrina. 

No importa: éstas son las preguntas que hay que hacerse, tengan o no que ver con la IA –véase Basilisco de Roko para espeluznantes posibilidades– porque si no moriremos de aburrimiento, o algo peor.

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