El chico

Alexander Dugin, fascista del futuro con corazón del pasado, se relame en Substack y dispara parrafadas-engrudo sobre el destino, el pueblo ruso, la fuerza, la guerra y mil y una pesadillas. Que escriba lo que quiera. Perderá, él y todos como él.

A punto de terminar Meridiano de sangre de McCarthy leo, sin parapetos: “A medida que la guerra se vuelva ignominiosa y su nobleza sea puesta en tela de juicio los hombres honorables que reconocen la santidad de la sangre empezarán a ser excluidos de la danza, que es el derecho del guerrero, y en consecuencia la danza se convertirá en algo falso y los danzantes en falsos danzantes. Y sin embargo siempre habrá allí un verdadero bailarín y a ver si adivinas quién puede ser.

Es de noche, llueve en Madrid y estoy sólo en casa. Bego ha salido de fiesta a un cumpleaños. No sé si el café o los eventos recientes pero una especie de sorda melancolía se apodera de mi. Es una melancolía apacible, distante, que no aflige y a la que puedo llamar por su nombre; cogerla entre los dedos y examinar sus dobleces, sus atributos líquidos. Es una melancolía futura, de cosas por venir. Antes en Instagram, en sesión de puro dumbscroll, el actor Anthony Mackie o penúltimo Capitán América dice que pese a la nivelación de lo masculino en Estados Unidos, él sigue enseñando a sus hijos a ser hombres, young men en sus palabras. Se ríe además de los europeos, a quienes sugiere podría aplastarnos con su poderosa hombría americana1.

Es una siniestra coincidencia. Europa se ha dormido. Europa la vieja despierta ahora de un sueño largo, sereno. Despierta a las orugas de los tanques, el zumbido de los drones, el raspar de los sables. A la puerta de atrás de su fortaleza-refugio, de un hogar mal que bien erigido sobre concordia, paz y tolerancia (exiguo precio a pagar su manglar de burócratas) llegan ahora hombres fuertes, bárbaros con afiladas ideas que creen nuevas, pero que no apestan sino a lo podrido durante siglos. Cadáveres resucitados por el enésimo soplo de la historia, dicen que ven más allá y que vienen a superar lo antiguo, cualquiera su nombre, sin ver que eso mismo han dicho siempre los hombres fuertes todos desahuciados por el mismo anhelo básico, en una cadena que se tensa y cruje desde Internet hasta la cueva. El anhelo fraternal de compasión, de unión, de paz, de entendimiento. 

Dejémosles que vengan. Alexander Dugin, fascista del futuro con corazón del pasado, se relame en Substack y dispara parrafadas-engrudo sobre el destino, el pueblo ruso, la fuerza, la guerra y mil y una pesadillas de un hombre sino roto por la muerte de su hija. Un hombre en negativo, vacío, que quiere destruir y vengarse y ver arder el mundo que le arrebató lo que más quería. Es comprensible. Alaba a Putin; saluda a Trump. Nadie con tan espantosa carencia, con tan fea cicatriz partiendo en dos su alma debería ser escuchado, en ningún sitio. Pero que hable. Que escriba lo que quiera. Perderá, él y todos como él, aunque ganen. Estados Unidos se ha descolgado de nuestro flanco y pendulado hacia el suyo. Muy bien. Echémosles, no hacen falta. Los buenos como McCarthy estarán siempre con nosotros. Europa, la Europa anfibia, naval; la Europa ateniense, humanista, recibirá siempre entre sus brazos a los que sienten como ella, cualquiera su bandera. Lo dije en su momento: enfrente asciende Esparta, y a Esparta volverá a enterrar.

Vienen tiempos duros, me temo. En la noche de Madrid, en la noche de Europa, la melancolía me zarandea y me empuja a escribir. El juez de McCarthy, inmenso, su pálida figura ensombrece el horizonte. Estamos con el chico (con todos los chicos: siempre ellos, ingenuos héroes e infantiles portadores de la espada de la civilización, quienes en franco desequilibrio de fuerzas plantan no obstante cara al mal, a los jueces todos, a los bailarines, a los guerreros, a los hombres fuertes del pasado y del futuro) y el chico prevalecerá. No me cabe duda. No lo veré tal vez y me ahogaré en la pregunta. Pero lo hará. Preparemos mientras los pertrechos y mantengámonos firmes, cogidos de la mano, unos junto a otros. Pensemos en la mañana siguiente. Cuando el Sol de mediodía crezca de nuevo fértil sobre Atenas.

The Fighting Temeraire tugged to her last berth to be broken up, 1838, William Turner. National Gallery, London

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1 Es lo que producen veinte o más años de monomanía woke. Entre tratar a los demás como porcelana, o tratarlos como trapos, descubrimos existía una tercera opción intermedia, virtuosa: tratarlos como personas.

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Alexander Dugin, fascista del futuro con corazón del pasado, se relame en Substack y dispara parrafadas-engrudo sobre el destino, el pueblo ruso, la fuerza, la guerra y mil y una pesadillas. Que escriba lo que quiera. Perderá, él y todos como él.

A punto de terminar Meridiano de sangre de McCarthy leo, sin parapetos: “A medida que la guerra se vuelva ignominiosa y su nobleza sea puesta en tela de juicio los hombres honorables que reconocen la santidad de la sangre empezarán a ser excluidos de la danza, que es el derecho del guerrero, y en consecuencia la danza se convertirá en algo falso y los danzantes en falsos danzantes. Y sin embargo siempre habrá allí un verdadero bailarín y a ver si adivinas quién puede ser.

Es de noche, llueve en Madrid y estoy sólo en casa. Bego ha salido de fiesta a un cumpleaños. No sé si el café o los eventos recientes pero una especie de sorda melancolía se apodera de mi. Es una melancolía apacible, distante, que no aflige y a la que puedo llamar por su nombre; cogerla entre los dedos y examinar sus dobleces, sus atributos líquidos. Es una melancolía futura, de cosas por venir. Antes en Instagram, en sesión de puro dumbscroll, el actor Anthony Mackie o penúltimo Capitán América dice que pese a la nivelación de lo masculino en Estados Unidos, él sigue enseñando a sus hijos a ser hombres, young men en sus palabras. Se ríe además de los europeos, a quienes sugiere podría aplastarnos con su poderosa hombría americana1.

Es una siniestra coincidencia. Europa se ha dormido. Europa la vieja despierta ahora de un sueño largo, sereno. Despierta a las orugas de los tanques, el zumbido de los drones, el raspar de los sables. A la puerta de atrás de su fortaleza-refugio, de un hogar mal que bien erigido sobre concordia, paz y tolerancia (exiguo precio a pagar su manglar de burócratas) llegan ahora hombres fuertes, bárbaros con afiladas ideas que creen nuevas, pero que no apestan sino a lo podrido durante siglos. Cadáveres resucitados por el enésimo soplo de la historia, dicen que ven más allá y que vienen a superar lo antiguo, cualquiera su nombre, sin ver que eso mismo han dicho siempre los hombres fuertes todos desahuciados por el mismo anhelo básico, en una cadena que se tensa y cruje desde Internet hasta la cueva. El anhelo fraternal de compasión, de unión, de paz, de entendimiento. 

Dejémosles que vengan. Alexander Dugin, fascista del futuro con corazón del pasado, se relame en Substack y dispara parrafadas-engrudo sobre el destino, el pueblo ruso, la fuerza, la guerra y mil y una pesadillas de un hombre sino roto por la muerte de su hija. Un hombre en negativo, vacío, que quiere destruir y vengarse y ver arder el mundo que le arrebató lo que más quería. Es comprensible. Alaba a Putin; saluda a Trump. Nadie con tan espantosa carencia, con tan fea cicatriz partiendo en dos su alma debería ser escuchado, en ningún sitio. Pero que hable. Que escriba lo que quiera. Perderá, él y todos como él, aunque ganen. Estados Unidos se ha descolgado de nuestro flanco y pendulado hacia el suyo. Muy bien. Echémosles, no hacen falta. Los buenos como McCarthy estarán siempre con nosotros. Europa, la Europa anfibia, naval; la Europa ateniense, humanista, recibirá siempre entre sus brazos a los que sienten como ella, cualquiera su bandera. Lo dije en su momento: enfrente asciende Esparta, y a Esparta volverá a enterrar.

Vienen tiempos duros, me temo. En la noche de Madrid, en la noche de Europa, la melancolía me zarandea y me empuja a escribir. El juez de McCarthy, inmenso, su pálida figura ensombrece el horizonte. Estamos con el chico (con todos los chicos: siempre ellos, ingenuos héroes e infantiles portadores de la espada de la civilización, quienes en franco desequilibrio de fuerzas plantan no obstante cara al mal, a los jueces todos, a los bailarines, a los guerreros, a los hombres fuertes del pasado y del futuro) y el chico prevalecerá. No me cabe duda. No lo veré tal vez y me ahogaré en la pregunta. Pero lo hará. Preparemos mientras los pertrechos y mantengámonos firmes, cogidos de la mano, unos junto a otros. Pensemos en la mañana siguiente. Cuando el Sol de mediodía crezca de nuevo fértil sobre Atenas.

The Fighting Temeraire tugged to her last berth to be broken up, 1838, William Turner. National Gallery, London

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1 Es lo que producen veinte o más años de monomanía woke. Entre tratar a los demás como porcelana, o tratarlos como trapos, descubrimos existía una tercera opción intermedia, virtuosa: tratarlos como personas.

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