Cuando tenía 16 años, la mejor profesora que he tenido en mi vida me enseñó la diferencia aristotélica entre el ser en acto —la sustancia— y el ser en potencia, y me di cuenta de que lo mío siempre había sido la potencia: pocas cosas me interesan menos que el presente, y qué decepcionante puede llegar a ser la realidad.
Si eres pequeño, tener una actitud así te convierte en un “niño con imaginación”. De adulto, cuando ya hay que empezar a ser sustancia, que es otra forma de decir que hay que elegir epígrafe en la declaración de la renta, quizá te traten de ingenuo, probablemente de perdido, y serás, y de esto no hay duda, un gran procrastinador.
Pero qué le voy a hacer, a mí me interesan las vidas posibles: me gusta comprar el Euromillones, porque echo una buena tarde pensando en todas las cosas que podría hacer con el premio. Y, si Proust me preguntara cuál es mi idea de felicidad perfecta, respondería que el camino de vuelta a casa en una noche de verano, después de haber dado dos tímidos besos a una chica guapa, cuando todo es potencia (o siempre todavía).
Esos condicionales simples son casi siempre superiores al presente del indicativo que les sigue: no ganas ese Euromillones —o lo ganas, pero, después de Hacienda, la vida te pega otra hostia—, o lo de aquella chica acaba en decepción y tienes que desempolvar la playlist de canciones tristes. Una vez más, la sustancia no ha sabido estar a la altura de la potencia.
Apostar por lo posible es, con todo, peligroso. No porque no disfrutes del presente, un consejo generalizado y horrible, sino porque puedes quedarte atrapado: no es lo mismo interesarse por lo que puede ser, por muy loco que parezca — ¿y si este primer post en Sustancia (con mayúscula) me vale un premio nacional de ensayo?— que por lo que pudo haber sido: yo ya renuncié hace tiempo a jugar en la NBA, pero qué malos ratos echaría en la oficina si no lo hubiese hecho.
La salud mental depende de encontrar el equilibrio entre esas dos fuerzas: rebañar el pasado para que algunas canciones sigan hablando de ti, pero compensarlo con ese motor humano que es la ilusión. Dice Javier Marías —un gran experto en vidas posibles— en Todas las almas: “Y lo que me hace levantarme por las mañanas sigue siendo la espera de lo que está por llegar y no se anuncia, es la espera de lo inesperado, y no ceso de fantasear con lo que ha de venir”.
Para poder levantarme por las mañanas, yo elijo ser siempre un niño en una sala de espera abarrotada de juguetes, a cinco minutos de que la enfermera diga mi nombre y la realidad me ciegue como el foco del dentista. Quiero vivir en el boleto de lotería recién comprado, y en el paseo de vuelta a casa después de unos besos en un portal. Lo de después, insisto, no me interesa.