El otro día estuve en el barrio de mi abuela y me pareció más barrio que nunca. Es curioso, porque llevaba tiempo sin ir y la nostalgia se debería haber apoderado de mí ahora que ella ya no vive en él. Sin embargo, no sé por qué, pero era más barrio. Supongo que el hecho de que fuese domingo tuvo algo que ver. Los domingos se va a los sitios con otra actitud y uno se fija más en los detalles, quizás para tratar de exprimir los últimos retazos del fin de semana.
Esa tarde el sol calentaba los listones de madera de los bancos mientras se colaba entre los bloques de la colonia del Batán. Las ramas de los árboles parecían querer ocultar las crecientes pintadas de las fachadas de los bajos, y las risas de los niños y las conversaciones de los más mayores disimulaban el paso de los coches por la M-30 a toda velocidad. Como digo, esa tarde era más barrio que nunca.
Mi abuela vivía en la calle Villamanín. Al recorrerla, me fijé en la colección de pequeños patios delanteros de todas las urbanizaciones. Todos los edificios son bloques idénticos de ladrillo, y son estos patios los que distinguen unos portales de otros, como si fueran escaparates en los que cada comunidad tuviera una historia que contar. Me acerqué a la puerta de su urbanización, dispuesto a asomarme.
Siempre me ha encantado esa entrada. La parcela está cercada por un murete del que arranca una reja metálica que deja ver, a través, un patio delantero. El patio es muy sencillo, está formado por dos parterres en los que solamente hay un seto bajo y algunos árboles, que están separados por un camino adoquinado que da acceso al portal. Todo es muy modesto: el murete de ladrillo visto, la delgada reja verde, los adoquines cuadrados de diez por diez… Incluso la vegetación parece más delgada de lo habitual.
Sin embargo, pese a su sencillez, creo que esa entrada no puede tener más dignidad. En primer lugar, porque regala un patio arbolado a sus habitantes. No será el más frondoso ni el más cuidado del mundo, pero no cualquiera tiene el lujo de entrar a su casa bajo la sombra de los árboles; y para mí eso es un gran valor. Y, en segundo lugar, porque también lo regala a la calle. No hay una tapia opaca ni una valla tupida que impida la vista al exterior. Hay una puerta de reja pintada, completamente permeable, sobre la que se cuelan las pequeñas ramas para arrojar su sombra a la acera. Ese pequeño gesto es suficiente para hacer de esa calle un lugar casi doméstico, cargado de humanidad.
Pero hay algo más. Hay otro pequeño guiño que termina de acentuar el acceso y dotarlo de identidad. Y es que, para entrar a la parcela, hay que subir tres escalones. Ni uno más. Tres escalones que elevan el patio sobre la cota de la acera. Como en las iglesias, como en los edificios públicos, como en las casas victorianas; esos tres escalones ralentizan la entrada y definen un umbral. Un lugar seguro donde sacar las llaves para entrar o donde cerrar el paraguas, pero también un lugar donde abrirlo al salir, donde despedirse de un amigo o donde hacerse una foto tras una reunión familiar. Esos tres escalones convierten un límite en un pequeño escenario de la vida cotidiana, y creo que, solamente por eso, merece la pena el esfuerzo de tener que subirlos (o el alivio de tener que bajarlos).
Mi parte favorita es que esa puerta que estaba a punto de atravesar, esa puerta que hoy separa la privacidad de la urbanización del espacio de la calle, originalmente, ni siquiera existía. No había puerta; cualquiera podía entrar. Los jardines eran públicos y la calle no era una calle, sino infinitos laberintos que rodeaban los edificios, perfectos para dar un paseo o para sentarse en un banco a leer a la sombra. Eran lugares donde los más pequeños jugaban, donde los jóvenes hablaban hasta las tantas con sus amigos y donde los mayores comían montañas enteras de pipas intentando ligar con la más guapa del grupo. En esos jardines te imaginarías riendo sin parar con tu pandilla, confesándole tus penas a un amigo íntimo, o quizás dándote tu primer beso. En definitiva, esos patios eran regalos que las comunidades hacían a la ciudad. Eran espacios para disfrutar.
Mis padres nacieron, crecieron y se conocieron en el Batán; de modo que, si hoy estoy escribiendo esto, probablemente se lo deba al barrio. Siempre han presumido de su juventud en él: de los bares, las terrazas, las partidas de futbolín, las cañas…Así que cada vez que voy no puedo evitar imaginarme viviendo allí esas mismas historias, como recuerdos implantados que tomo prestados durante un instante y que devuelvo a su propietario original.
Esa tarde el barrio estaba radiante. Y yo lo estuve con él.