Empatar: Perfect Days

Una escena a priori inofensiva, pero que gana con el tiempo envergadura va así: en medio de su faena, Hirayama encuentra doblada en un recodo del baño una hoja de papel.

En esta mañana que me gustaría triste y gris pero es más bien primaveral -porque ni siquiera esto le sale a uno- pienso en un miércoles de cine de hace unas semanas.

Habíamos comparecido de nuevo a la sala mi amigo Nano, Bego y yo, a ver lo último de Wim Wenders: Perfect Days. Tiene el director cierta fijación con el Japón -recordé entonces, como en un relámpago, cierto documental encantador sobre Tokio, en donde se verificaban sus hitos y curiosidades y aparecían, entre otros, Werner Herzog y Chris Marker- que consigue contagiar sabiamente al espectador.

No me extenderé con el argumento: Hirayama es un tipo ya frisando la vejez -un japonés canoso y atractivo, que diría alguno- que se dedica, exactamente, a rebañar baños públicos por todo Tokio. Lo hace con auténtica disciplina, con lo que pronto advertimos es más un bushido afilado como una catana que una blanda resignación. Le sirve de joven contrapunto Takashi, un pobre pero en el fondo noble idiota que afronta el trabajo como lo haríamos el resto: con repugnancia y desidia y preguntándose qué demonios hace ahí.

De Hirayama apenas si sabemos nada más: no hay hasta bien entrada la peli mención alguna a familia o amigos, a la sombra de un pasado al que le podamos anudar. Y entonces es sólo así: una hermana que viene a recoger a su hija adolescente fugada, que se habría ido a esconder con su tío poco antes. La hermana es una glacial mujer de negocios que comparece con su propio chófer - es ahí que adivinamos antiguos desencuentros familiares, colisiones por formas inconciliables de ver el mundo. Y sobre todo, que lo de aquél es en efecto algún tipo de código, de personal e íntima decisión y no un asedio de las circunstancias. Su sobrina parece querer seguir los pasos de Hirayama: una escapada dulce de un mundo rígido, bullicioso; la alternativa despreocupada a la galaxia dólares -o yenes-, que todo lo cifra en victorias y derrotas.

Porque a él nada de eso le interesa. Una escena a priori inofensiva, pero que gana con el tiempo envergadura va así: en medio de su faena, Hirayama encuentra doblada en un recodo del baño una hoja de papel. En ella alguien ha pintarrajeado una partida de tres en raya, y anotado el primer movimiento. En los días sucesivos, nuestro protagonista hace lo propio: va dibujando sus círculos respondiendo a la táctica de su anónimo adversario, hasta que la partida termina en un feliz empate. Wenders no se para demasiado en este momento; el espectador casi debe hacer esfuerzos por captar el desenlace. Pero así es; ahí queda pintada, como de soslayo, la tesis de Perfect Days: todo esto va de empatar.

Hirayama empata a diario: sin graves contratiempos ni desmesuradas alegrías, ahonda en sus días con el tiento de un equilibrista, disfrutando en todo caso del camino y del paisaje. No pide de su rutina gran cosa; ya sea en el parque o la casa de baños, en el colchón antes de dormir leyendo a Faulkner o pulverizando agua para sus plantas, no quiere más que lo que recibe en el momento: la lectura serena y dulce; un almuerzo o conversación agradables; un sueño ligero.

No soy, seguramente, el primer blanquito occidental en maravillarse con esta película. Y sin duda los de aquí haríamos bien en preguntarnos por la viabilidad real de semejante estilo de vida -y en su caso dejarlo todo y adquirir de inmediato billetes sin retorno a Tokio-. Tampoco Wenders es el primer artista en estudiar y elogiar los modos de pensamiento orientales - ni siquiera es el primer alemán: ya en su época Schopenhauer incorporó no pocos elementos del budismo a su filosofía desapegada y pesimista. En fin, es muy fácil, bajo el peso de las obligaciones, dejarnos seducir por estas ligerezas, pero creo que lo que Wenders quiere decir es que, aún con todo, siempre tenemos elección. Podemos hacer como Takashi y lloriquear por las esquinas, quejarnos de que todo nos sale mal y que el mundo nos debe algo o conspira en nuestra contra; o como Hirayama, y afrontarlo con dignidad y una sonrisa, conscientes de buscar siempre el empate.

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Empatar: Perfect Days

Una escena a priori inofensiva, pero que gana con el tiempo envergadura va así: en medio de su faena, Hirayama encuentra doblada en un recodo del baño una hoja de papel.

En esta mañana que me gustaría triste y gris pero es más bien primaveral -porque ni siquiera esto le sale a uno- pienso en un miércoles de cine de hace unas semanas.

Habíamos comparecido de nuevo a la sala mi amigo Nano, Bego y yo, a ver lo último de Wim Wenders: Perfect Days. Tiene el director cierta fijación con el Japón -recordé entonces, como en un relámpago, cierto documental encantador sobre Tokio, en donde se verificaban sus hitos y curiosidades y aparecían, entre otros, Werner Herzog y Chris Marker- que consigue contagiar sabiamente al espectador.

No me extenderé con el argumento: Hirayama es un tipo ya frisando la vejez -un japonés canoso y atractivo, que diría alguno- que se dedica, exactamente, a rebañar baños públicos por todo Tokio. Lo hace con auténtica disciplina, con lo que pronto advertimos es más un bushido afilado como una catana que una blanda resignación. Le sirve de joven contrapunto Takashi, un pobre pero en el fondo noble idiota que afronta el trabajo como lo haríamos el resto: con repugnancia y desidia y preguntándose qué demonios hace ahí.

De Hirayama apenas si sabemos nada más: no hay hasta bien entrada la peli mención alguna a familia o amigos, a la sombra de un pasado al que le podamos anudar. Y entonces es sólo así: una hermana que viene a recoger a su hija adolescente fugada, que se habría ido a esconder con su tío poco antes. La hermana es una glacial mujer de negocios que comparece con su propio chófer - es ahí que adivinamos antiguos desencuentros familiares, colisiones por formas inconciliables de ver el mundo. Y sobre todo, que lo de aquél es en efecto algún tipo de código, de personal e íntima decisión y no un asedio de las circunstancias. Su sobrina parece querer seguir los pasos de Hirayama: una escapada dulce de un mundo rígido, bullicioso; la alternativa despreocupada a la galaxia dólares -o yenes-, que todo lo cifra en victorias y derrotas.

Porque a él nada de eso le interesa. Una escena a priori inofensiva, pero que gana con el tiempo envergadura va así: en medio de su faena, Hirayama encuentra doblada en un recodo del baño una hoja de papel. En ella alguien ha pintarrajeado una partida de tres en raya, y anotado el primer movimiento. En los días sucesivos, nuestro protagonista hace lo propio: va dibujando sus círculos respondiendo a la táctica de su anónimo adversario, hasta que la partida termina en un feliz empate. Wenders no se para demasiado en este momento; el espectador casi debe hacer esfuerzos por captar el desenlace. Pero así es; ahí queda pintada, como de soslayo, la tesis de Perfect Days: todo esto va de empatar.

Hirayama empata a diario: sin graves contratiempos ni desmesuradas alegrías, ahonda en sus días con el tiento de un equilibrista, disfrutando en todo caso del camino y del paisaje. No pide de su rutina gran cosa; ya sea en el parque o la casa de baños, en el colchón antes de dormir leyendo a Faulkner o pulverizando agua para sus plantas, no quiere más que lo que recibe en el momento: la lectura serena y dulce; un almuerzo o conversación agradables; un sueño ligero.

No soy, seguramente, el primer blanquito occidental en maravillarse con esta película. Y sin duda los de aquí haríamos bien en preguntarnos por la viabilidad real de semejante estilo de vida -y en su caso dejarlo todo y adquirir de inmediato billetes sin retorno a Tokio-. Tampoco Wenders es el primer artista en estudiar y elogiar los modos de pensamiento orientales - ni siquiera es el primer alemán: ya en su época Schopenhauer incorporó no pocos elementos del budismo a su filosofía desapegada y pesimista. En fin, es muy fácil, bajo el peso de las obligaciones, dejarnos seducir por estas ligerezas, pero creo que lo que Wenders quiere decir es que, aún con todo, siempre tenemos elección. Podemos hacer como Takashi y lloriquear por las esquinas, quejarnos de que todo nos sale mal y que el mundo nos debe algo o conspira en nuestra contra; o como Hirayama, y afrontarlo con dignidad y una sonrisa, conscientes de buscar siempre el empate.

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