Voy a intentar dar una lectura de Mi cena con André, la película de Louis Malle de 1981. Como se sabe, la película transcurre, salvo breves prólogo y epílogo, íntegramente durante la cena en un elegante restaurante de Nueva York que reúne a los viejos amigos Wallace Shawn y André Gregory. El primero actor y dramaturgo en ciernes, el segundo lo último, pero consagrado y ya de vuelta de todo, su conversación rápidamente toma un giro filosófico que ve a los dos personajes poco menos que desmigando el misterio de la existencia.
En efecto, André entra en barrena apenas si pedidos los entrantes y ya no calla, como se suele decir, aplastando a su interlocutor con un discurso místico que aquél, no obstante, parece escuchar con no poco interés. No es hasta la mitad del argumento que Wallace, o Wally, como cariñosamente le llama el otro, intercede, contrapesando con una visión mucho más realista o absurda el anecdotario sesentayochista, new age, de André, cuajado por lo demás de continuas y misteriosas alusiones al nazismo y el holocausto judío.
Pero tales alusiones no son quizá tan misteriosas. De un modo u otro, con mayor éxito o menos, los dos hombres han consagrado su vida a las artes, como anuncia el propio Wally en el prólogo: ‘When I was ten years old, I was rich, I was an aristocrat: (…) all I thought about was art and music; now I’m thirty-six, and all I thought about is money.’; o reflexiona éste sobre su cita mientras le espera en el bar del restaurante: ‘André had explained (…) that he’d just been watching the Ingmar Bergman movie ‘Autumn Sonata’ (…) and he’d been seized by a feat of ungovernable crying when the character played by Ingrid Bergman had said: I could always live in my art, but never in my life’. Como buenos arquetipos posmodernos, no es en absoluto extraño que hayan decidido conducir sus vidas de esta manera, en este caso a través del teatro, la dramaturgia, como vía de escape de una realidad decepcionante. Pero, por exceso el uno, por defecto el otro, ninguno de los dos ha conseguido sacudirse del todo esas amarguras, y es esto precisamente lo que los ata ahora en la sofisticada cena que da nombre al título.
André no puede olvidar los fantasmas del pasado, de manera literal –es hijo de padres judíos en el París de los treinta– pero sobre todo figuradamente: el holocausto señala el fin traumático de la modernidad, tras la cual no se extiende sino el páramo. No hay ya Dios –Nietzsche lo mató, o anunció que estaba muerto–, y los nazis han llevado esta noción destructiva hasta sus últimas consecuencias: el campo de exterminio, la cámara de gas, la máquina de muerte que tritura vidas humanas como si fuesen cifras. En el páramo no existen ya relatos abarcadores, edificantes; la argamasa esencial que estructura toda sociedad próspera y le permite creer en el futuro. Abandonada a sí misma, esta nueva sociedad de individuos aislados, en retirada, es incapaz ya de funcionar, y se entrega sin convencimiento a metas brumosas como la autorrealización, sea ésta a través del dinero, la familia, o en nuestro caso, el arte.
Pero nuestros amigos se han caído de la burra. A pesar de los esfuerzos de André, y advertimos en sus palabras relampagueos de entusiasmo que, sin embargo, se disipa rápidamente; no es capaz de creerse el fondo de sus anécdotas –desde la fiesta pagana en el bosque polaco al simulacro de muerte en vida– y, tal como si un demonio invisible le arrancase continuamente del sueño de la esperanza, tropieza una y otra vez con la realidad brutal del holocausto, especie de horizonte de sucesos del que no puede escapar. Wally, mientras tanto, ha vivido la mentira de la autorrealización, o la nostalgia; él es el hombre absurdo, ése que se levanta todos los días y coge el metro para ir a la oficina, trabaja mal que bien y paga sus facturas o bills y hace sus recados para volver a casa y besar y abrazar a su mujer, único subproducto de una vida, por lo demás, gris que marcha dócilmente a la deriva. Quiere creer –pero empieza a desconfiar– que todo eso tiene algún sentido, que esa acumulación de minúsculas miserias conduce a alguna parte, a algún propósito sanador que lo justificará todo en un final indeterminado.
Ahora ambos especímenes se agarran desesperadamente al único resquicio de contacto humano real, sincero, que queda en el páramo: un amigo; alguien que piensa como ellos o en todo caso los escucha y confirma, se interesa honestamente por lo que tienen que decir; y es en este sentido, quizá, que Mi cena con André no es en el fondo sino una película sobre la amistad.
Fuera de esa esquina abrigadora en la que los protagonistas se refugian todo parece hostil, extraño: desde el camarero marciano de ojos acuosos que no cruza palabra con ellos, al resto de clientela impersonal que Wally examina con desconfianza mientras espera a André. Están pero no están, y al terminar la cena, al final de la película, se descubre la farsa: el mundo es un lugar frío y desapacible, como un restaurante cerrando a última hora, pero no pasa nada, porque estamos con amigos.