He tardado veintiocho años de mi vida en tener un meet-cute. Ni tan mal. Hay gente que lo tiene antes, pero también hay gente que no lo tiene nunca, ya me sabe mal.
Por meet-cute entendemos cualquier tipo de encuentro esporádico, bonito y aleatorio entre dos personajes en una película, para referencias, tenemos la explicación que profesó Arthur a Iris en The Holiday.
Haber crecido con este tipo de películas tiene un efecto germinal en el cerebro. Se te mete en la cabeza y hace que una se vuelva avistadora de momentos así, siempre al acecho, siempre a la espera de que de repente, en un supermercado, en la cola del autobús o en el embarque del avión, ZAS, suceda.
Antes de nada, deja que te ponga en contexto. El sábado pasado, después de unos días en Madrid a propósito del evento de sustrato, llegué a Atocha cargadísima, un poco contentilla por mi baja tolerancia a 3 cervezas y muy acalorada —la primavera nos pilló por sorpresa a mi maleta y a mí—. Con apenas 15 minutos de margen para embarcar, fui corriendo a las pantallas para ver que, para mi suerte, el tren iba tarde.
En esa planta baja abarrotada, gente sin información, calor y mala leche, el chico que tenía al lado, con una camiseta de fútbol sala bastante fea, una mochila y nada más, pensó que sería buena idea preguntarme a mí por el tren: que si sabía que venía con retraso, que si yo había recibido un mail, que si la de la compañía no sabía nada y que si nos tomábamos algo en el bar de Atocha, que él invitaba. Pim, pam, pum. ¿Qué?.
En ese momento, cargada como iba, acalorada como estaba y con la tontería de quien ha comido con cerveza y tiene algo de sueño, me pareció buena idea seguir a un desconocido con dudosos gustos estilísticos, así que acepté. Ese fue el inicio del viaje de tren más extraño que he tenido nunca, así como el primer meet-cute de mi vida.
Es raro: desde fuera no parecíamos dos extraños, pero es que desde dentro tampoco. A pesar de las evidentes diferencias entre nuestros atuendos, la gente seguramente asumiría que íbamos juntos: él llevándome la bolsa y yo su chaqueta, con dos Mahous de botellín y dos vasos de plástico, se nos veía majos. Supongo que por eso nos interpelaron varios pasajeros para preguntarnos por dónde quedaba la Barceloneta o si ese tren paraba en Zaragoza —ese día mi cara debía ser de punto de información, porque sino no lo entiendo—.
De camino al andén, el chico se hizo amigo de un chaval mucho más joven que nosotros, iba solo y pensó que, como pareja dicharachera que éramos, estaríamos dispuestos a adoptarlo durante las dos horas y media que duraba el viaje para no caer en el aburrimiento.
Mi (ahora) acompañante y el chaval me escoltaron a mi asiento, esperaron a que arrancara el tren y me suplicaron que fuéramos al bar, dado que ellos no se sentaban en mi vagón precisamente. Yo, con la desconfianza como excusa, alegué que no quería dejar mi bolsa con el portátil y el abrigo de mi madre, a lo que el chico, evidentemente, puso remedio cogiendo mis cosas y echando a andar.
Así que ahí estaba yo, en el vagón-bar del tren, tomando algo con dos desconocidos, viendo los árboles pasar, y descubriendo vidas muy alejadas a la mía: como la del chaval joven, que después de transitar varias tribus urbanas algo peliagudas, ahora trabajaba en una tienda de objetos religiosos en el centro de Madrid. Durante la conversación se sacó el escapulario que llevaba colgando y me regaló la medalla de la Milagrosa que había en su interior —ya te he dicho que fue un viaje raro—.

Habiendo estado un rato, y aún con el sueño amenazando, decidí volver a mi sitio y dejarlos allí. Me dormí y al despertar, en mi asiento de cuatro —porque sí, tampoco tuve suerte con la asignación de sitios—, la chica de delante, cuya apariencia era algo mística, no estaba. Por contexto deduje que estaría en el bar charlando con ellos, y efectivamente, pasaron los kilómetros, la chica volvió y continuó el show.
Me contó que habían preguntado por mí, le habían explicado lo de la medalla y eso nos dio pie a hablar de amuletos, de cómo activarlos, de rituales y de horóscopos. Me dijo que pronto habría algún cambio en mi vida, que no podía seguir llevando tanto el control de las cosas y que tenía que aprender a dejarme llevar —en este punto dudé de si había empezado a delirar, de verdad te lo digo—.
Finalmente, a media hora de llegar a Sants aparecieron de nuevo mis chicos. En esos treinta minutos que quedaban y apretujados como pudimos, el chico incial intentó convencerme de ir con él a nosequé festival a las afueras de Barcelona —cosa que no pasó—, y nos hicimos amigos del tercer integrante de nuestro asiento de cuatro, que, asombrado de la dinámica del grupo no pudo no unirse.
Al llegar, nos despedimos unos con otros y dije adiós, no sin antes rechazar las múltiples ofertas de mi acompañante para gestionar la aventura festivalera que, siendo como soy, era poco probable que pasara.
Al día siguiente me desperté con unas disculpas en Instagram y un «¿todo bien?». Quién sabe, quizá la clave para propiciar más encuentros aleatorios era mirar menos el teléfono mientras te toca esperar en una estación, darle menos vueltas a las cosas o estar dispuesta a aceptar una caña a un desconocido sin un por qué. Ojalá que sí, nos hacen falta más meet-cute así.
