A veces, la vida adulta te pega un morreo lleno de odio y ensañamiento y acabas en un lugar terrible: la sala de espera de un edificio administrativo. Allí estaba yo. Digamos que no me llevo bien con estos espacios parcialmente diseñados para matar el tiempo. Sea un hospital, un aeropuerto o una estación de tren con un grupo de despedida de soltera al lado. El caso es que aquella sala de espera en concreto era especial.
Especialmente neutra. Violentamente insulsa. Las paredes eran de un gris blanco-sucio que daba a entender que las habían pintado reventando ceniceros contra ellas. Luego, aquellos cuadros deprimentes. De haber estado huecos y vistos desde fuera, me hubiesen convertido a mí en un personaje de Edward Hopper. Todo era un antiestímulo.
Había un mostrador en aquella sala. Tras ese mostrador trabajaba un hombre viejo y decadente al que la camisa y las gafas le quedaban grandes. Sus ojos se levantaban cuando la persona que se había acercado a preguntarle llevaba 5 segundos hablando. Hasta entonces, él seguía picando teclas en el ordenador con la mirada fija en la pantalla. ¿Es aquí para lo de…
Tardó exactamente 5 segundos en responder. No era ahí, no. Pero eso ya lo sabía antes de que el otro acabase la pregunta. No pensó en eso. Pensó en el hastío, en la sucesión y repetición diarias de preguntas estúpidas que sólo son estúpidas para él. En que sus párpados tenían grabada aquella sala de espera igual que las televisiones catódicas acababan con el logo de TVE quemado de por vida. Pensó en que la gente se vuelve imbécil delante de un mostrador. Pensó si valía más la pena esa sala de espera en el infierno terrenal o su equivalente divina. ¡Por Dios! Pensó en todo lo que le faltaba y en lo poco que todavía quería. Y pensó en el boli.
Yo también pensé en el boli. Que los bolis de ciertos lugares estén atados con cadena al mostrador siempre me pareció el equivalente a que te pesen otros la fruta en las básculas del supermercado. Pillos somos todos. Pero en aquella sala entendí su motivo real. Como el boli, yo llevaba un par de horas encadenado a ese lugar carente de estímulos, entretenimiento o belleza alguna. Por supuesto que ya había pensado en él. De estar más horas allí, la idea de ensartarme aquel boli en el hueco del ojo derecho y lobotomizarme habría regado un brote psicótico. De ahí la cadena.
Hay tanta gente habitando esos lugares que creo que – estadísticamente – faltan psicópatas en este mundo. Yo, que soy medio normal tirando a múltiples diagnósticos, no puedo imaginarme en ese tipo de trabajos sin volverme demente. La repetición, la gente estúpida, el mismo lugar y las mismas preguntas, la repetición, el cansancio, la total ausencia de libertad y creatividad, la puta repetición.
Estamos sumidos en una vorágine de la llamada refinement culture, donde el mundo de lo cotidiano tiene cada vez menos sabor y la idea de vivir monótonamente encadenado a él me corroe. Casas de IKEA, restaurantes calcomanía llenos de neones, cultura de refritos y nostalgia, entretenimiento derivativo, relaciones de quita y pon... Un ensalzamiento de lo efímero y reemplazable. Todo son mutaciones de aquello que flota en la ciénaga del algoritmo y culmina en un musical de Ocho Apellidos Catalanes: 20 años después o Brat and it’s exactly the same but directed by Luca Guadagnino. El sombrero de la Stacy Malibú en verde lima.
La mecha del placer es cada vez más corta y la cuestión clave de la próxima década será la disciplina. ¿Cómo puedo – yo, individuo que oscila entre trabajar y consumir – escapar la tentación de un placer directo, sin esfuerzo, en los pocos resquicios de descanso que me deje una vida generalmente insulsa? ¿Acaso no vemos cómo aquellos ligeramente menos asfixiados sólo buscan elevar el grado de refinamiento de los estímulos que consumen? Mejores pantallas, mejores experiencias, mejores drogas y mejores picos de placer. Una economía de la distracción.
Esta ratonera presenta una única vía de escape: escapismo hacia el turboconsumo. Un consumo que no para de retorcerse, mutar y evolucionar. No trabajaremos para vivir. Trabajaremos para financiar un trance dopamínico hasta volver a fichar. Nos apagaremos en nuestro tiempo libre igual que nos dejamos apagar en horario laboral. Espero de corazón que sea humanamente insostenible. ¿Puede derivar este vaticinio fosterwallescoi en una dirección que no sea la de una proto-psicopatía masiva? ¿O es que todos nos dejaremos seducir?
Pienso constantemente en todos aquellos detrás de los mostradores. Pienso en aquel viejo decadente de cara al público, de cuerpo anclado y de cabeza a la locura. Al menos en las backrooms te puedes mover. Quizá están ya demasiado cansados. Quizá por eso el entretenimiento de masas. O quizá será cuestión de tiempo que este caldo de cultivo origine un psychoboom. Otra forma de escapar. Que llegue un día donde todo estalle, se rompan las cadenas y empiecen una revolución boli en mano.
¿Lo llaman unskilled labor? No sé, seguro que hay días en los que no apuñalar a tu jefe requiere cierta habilidad.
----
i“Because the technology is just gonna get better and better and better and better. And it's gonna get easier and easier, and more and more convenient, and more and more pleasurable, to be alone with images on a screen, given to us by people who do not love us but want our money. Which is all right. In low doses, right? But if that's the basic main staple of your diet, you're gonna die. In a meaningful way, you're going to die.“ – David Foster Wallace on feeling empty .