y nada es erótico.
Vivimos una epidemia pornográfica. Es un tanto difícil explicar por qué es así. No es que el porno – y sus consecuencias – se hayan vuelto un virus más claro todavía – que también1,2,3,4,5,6– sino que, de algún modo, hay una fiebre de lo pornográfico en el mundo digital.
Sus síntomas aparecen en el refinamiento clickbaitero, en la pseudo-profesionalización de la producción, en la presencia de decorados estériles y en cómo el contenido en sí es al final lo de menos. Nadie ve porno por la trama. Tampoco un reel. Es un sacrificio de la imagen por la imagen, por la esquina del cerebro que rasca ese collage de píxeles. Comparando una carátula de un porno noventero con cualquier video popular de Youtube, las similitudes son escandalosas: una réplica del lenguaje – sugerente y obscenamente simplista – y de las portadas – reacciones exageradas, cuerpos en perspectivas rocambolescas.
Pasada la barrera del click descubrimos que, muchas veces, no hay nada dentro. Hay muchísimo slop, basura sofisticada. Como cocinillas aficionado, es fácil ilustrar ciertas vertientes de esta (de)generación de contenido. Por un lado, tenemos lo vanilla (ie: r/FoodPorn7, algo inocuo y estético, por amor al arte). Luego, aparece el glorified amateur, un contenido más profesional y elaborado (ie: vídeos de Joshua Weissman que, de forma algo incómoda, sexualizan hasta el extremo la apetecibilidad de la comida). Finalmente, lo kinky: la variante más degenerada en este caso encuentra su exponente máximo en el mukbang, una práctica consistente en comer cantidades absurdas de comida para el “deleite” del espectador.
Según avanza el grado de pornificación – y muchas veces, de popularidad –, a su vez disminuye el de participación del espectador. No vemos un vídeo de una receta para replicarla, sino que acabamos viendo una ingesta insana de comida a sabiendas de que nos repugnaría si estuviésemos en su lugar. ¿Acaso no se replica esta tendencia con ciertos fetiches extremos en el porno? Un sujeto deshumanizado, un espectador impasible. No queremos estar ahí, si no que alguien esté ahí. El desplazamiento del sexo a lo mundano nos empuja a buscar ese mismo estímulo en versiones cada vez más retorcidas y, mientras tanto, anestesia y debilita nuestro ánimo de participación en ello. Fríe el cerebro por exposición, por saturación. Con todo esto se produce un alineamiento de las sensaciones, sientes – recibes – lo mismo independientemente de la temática.
Vibes-as-a-culture
En riguroso paralelo a este enguarramiento digital, aparece una nueva forma de consumo cultural8: la post-culture. Siendo puristas, en su libro In Bluebeard's Castle (1971) George Steiner definió este término apelando a una crisis sociocultural tras la Segunda Guerra Mundial, donde veía que la forma de entender – y transmitir – la cultura occidental estaba decayendo a causa del progreso de la ciencia y la tecnología. Por motivos desconocidos, falló en prever el Internet y las consecuencias de un turbocapitalismo rampante. Con las gafas del presente, el fenómeno actual se podría entender como una especie de post-culture® metida de anabolizantes de caballo.
Esta post-culture vigorizada es el resultado de un cambio de paradigma donde el “““consumo””” de libros, películas, música, arte, etc y su adscripción a corrientes y movimientos artísticos concretos – con sus respectivas, digamos, tribus – ha dado paso a la búsqueda de algo mucho más etéreo: las vibes. Buscamos – me incluyo, botella de cinismo en mano – ser parte de una sensación, de una aesthetic9, ligada subliminalmente a un estatus social, al poder, al sexo... La cuna de la post-culture fue Tumblr. Lo que fueron moodboards en 2012 y starter-packs en 2016 (movimiento quizá reaccionario, pero, ¿acaso no es todo un péndulo?) son ahora el carrusel de imágenes en el Twitter o Instagram de cualquier persona. Es subir una foto de tu cerveza en una terraza, el tuit con cuatro fotos (el outfit, el café, un edificio bonito y un paisaje) arquetípico de chica moderna de viaje, el Mediterráneo moral, el compartir películas con guión horrible pero buena fotografía (inb4 simplemente grabada en film), los fandoms, el cottagecore, vestir chaqueta Barbour, polo Fred Perry y zapatillas de Dr Martens; los crossfiteros o – Dios me salve – los powerlifters, la carrera del día en Strava… Todo son microseñales universalmente reconocidas que dan una sensación de pertenencia…efímera. ¿A qué?
Solíamos tener subculturas y tribus urbanas bien afianzadas. Eran colectivos con una dimensión física, en persona, que daba cierto sentido de pertenencia a sus miembros: góticos, punks, skaters, frikis… La cultura actual, infinitamente fluida y accesible, ha permitido que las barreras entre estos – al efecto – silos desaparezcan. La contrapartida es que muchos de sus miembros se encontraron súbitamente sin su “refugio”, buscando como consecuencia una mayor granularidad y especificidad de sus gustos. Una huida hacia dentro, tratando de dignificarse, cuyo fracaso ha conllevado desafortunadamente crisis de identidad y un amplificado sentido de soledad. De ahí nace el gatekeeping. De ahí nacen también – retornando al asunto porno – muchos fetiches cada vez más populares. Sugería Katherine Dee en What’s so alluring about Incest Fic? que llega un punto donde, más que la excitación por el tabú, seguramente sea un anhelo de la intimidad, de una conexión real y cercana, lo que empuja a mucha gente a fetiches como el incesto.
Ahora bien, los que adoptan fácilmente estas aesthetics no encuentran una solución permanente a su deseo de pertenecer o ser entendidos. Lo que fácil viene, fácil se va. En esta cultura no-participativa, la conexión que establecen es tan superficial – porque rara vez está atada al plano físico – y tan específica, que la sensación de vacío no hace sino que incrementar. Pequeñas traiciones de esencia que quedan en nada. No es formar parte de algo, ni que nos defina, sino saltar para salir por detrás en una foto. Se vuelve todo más pasivo. Un placer flotante que se obtiene de forma solitaria, con poco esfuerzo y que lejos de llevar la vida hacia una conexión más significante, abre un hueco en el alma con la clarividencia tras su consumo. Porno y en botella.
Uno tiene que descender a lo más profundo de sí mismo para entender quién es, qué le mueve, cuáles son sus gustos y su deseo. Hasta asustarse. ¿Es el deseo libre? ¡Qué importa!, ¿lo quieres ser tú?
El bajo umbral de entrada y el humano deseo de venderse en redes han propiciado que las propias marcas vayan detrás de las vibes. Una hiper-etiquetación de constelaciones de estímulos donde quizá el más claro y reciente ejemplo sea el brat summer o lo de hot roddent boyfriend (de un modo indescriptible pienso que ambos pertenecen a un mismo clúster de vibes). La persona se ha dislocado de la cultura y las marcas han seguido los mismos derroteros. Unos, por la pulsión de encajar y, otros, por la de comercializar. Históricamente, cada marca tenía su historia y seña de identidad, e incluso se antropomorfizaba para conectar con su audiencia10 (el conejo de Nesquick o Chester Cheetos). Pero ahora, se han pulido hasta casi desaparecer, con un brillo artificial que obliga a fruncir el ceño para distinguir una de otra. Esto no es más que la estela del refinamiento algorítmico, que no puede “ver” nada más allá de patrones, nubes de relaciones, precisamente el mismo alineamiento de sensaciones que nosotros recibimos…las vibras, en definitiva.
¿Hay algo bueno en todo esto? Seguramente. Esta cultura más líquida ha logrado romper moldes atávicos y vanagloriarse del caos que la rodea. Una apología de lo pasajero. La deconstrucción de formas de arte clásicas nos ha dado el humor Gen Z con su absurdismo histérico y yo no podría estar más dentro. También es cada vez más fácil ver cómo ciertos artistas multidisciplinares, eclécticos, buscan crear su obra de Arte Total del siglo XXI y cómo nacen incluso nuevas formas de entretenimiento. En otro artículo de K. Dee – soy muy fan – No, Culture is Not Stuck, aparece el siguiente extracto que define muy elegantemente los nuevos tipos de “personaje” que han aparecido en esta época, de subculturas nativamente digitales y el neo-entretenimiento que ofrecen [el énfasis es mío]:
“The social media personality is one example of a new form. Personalities like Caroline Calloway, Nara Smith, mukbanger Nikocado Avocado, or even Mr. Stuck Culture himself, Paul Skallas, are themselves continuous works of expression — not quite performance art, but something like it. […] The entire avatar, built across various platforms over a period of time, constitutes the art. Their persona must be enjoyed in the moment, as it reveals itself on the platforms; the audience response is part of the piece. The way their audiences start to speak like them, the aesthetics they inspire, and the way they shape headlines — this is all social media born culture.”
Sumisión
De una forma muy real, se ha invertido la dinámica cultural. Lo que eran grupos de gente refugiándose en subculturas se ha convertido en individuos aislándose en grupos de vibras. Muchos de los clavos en esta tumba vienen del estilo de vida Millenial. Durante años, el Big Tech nos vendió que “los datos eran el nuevo oro”. Poseídos por un egocentrismo orgánico, pensamos que nuestros datos eran valiosos, que nuestros hábitos de consumo, navegación, en qué calle estabas y lo qué comías se estaban almacenando en palacios tecnológicos para afinar los anuncios que te llegaban. Un systemgaze, creyendo que éramos lo bastante interesantes y el mundo lo suficientemente cuerdo. Wrong!!!! La realidad era otra.
El nuevo oro estaba en los microservicios de consumo, en la disponibilidad y en el placer accesible. Tiremos del hilo. Durante la crisis financiera que estalló en 2008 se dijo que “la gente vivía por encima de sus posibilidades”, financiada por bancos que daban préstamos por doquier. La crisis – sociocultural – actual, se basa en que “la gente consumía por encima de sus posibilidades”. Grandes y pequeñas compañías – startups – fueron quemando dinero la segunda mitad de la década pasada, una carrera hacia la muerte para que urbanitas tuviesen servicios pasivizantes. UberEats, DoorDash, WeWork, Cabify, Gympass, Wetaca, HelloFresh, Bird, Lime, Butchershop, servicios de lavandería, de cine, de pagos aplazados… Al principio todas éstas subvencionaban sus productos para engancharte – como un camello – y convertir tu vida en una vida por subscripción, pasiva.
La mayoría desaparecieron tras pérdidas billonarias y las que sobrevivieron – copando la cuota de mercado – asfixian ahora a una “clase media” infectada que quiere mantener aquel ritmo. ¿Y de dónde salió el dinero? El Vision Fund de SoftBank (banco japonés de Masayoshi Son) es el mayor fondo de capital de riesgo tecnológico del mundo. La gran mayoría de estos fracasos fueron pagados con los 150 billones de petrodólares detrás del Vision Fund, en aras de amasar enormes volúmenes de datos de usuarios y personalizar los anuncios. Pero resulta que los datos no sirven de mucho porque el individuo medio tiene el cerebro tan frito que es incapaz de distinguir – o decidir – entre sus propios gustos y lo primero que le aparece en pantalla. ¿Qué valor tiene saber que has estado todo el día en tu casa viendo el enésimo fan-service show de Marvel y que pediste para cenar una carbonara con extra de queso? Ha sido más fácil brainrotear al consumidor que afinar los anuncios. No importa el producto si rasca esa esquina cerebral. Sin pretenderlo, irónicamente, provocaron un declive de la cultura occidental y pienso, ahora, si quizá Steiner no estaba adelantado a su tiempo.
Lo que nos queda
La persona más feliz hoy en día es el idiota que no sabe que es idiota. El que consume lo primero que se lo ponga delante. El intolerante al dolor y al esfuerzo. El que cree que tener todas las comodidades del mundo es tener la mejor vida. El que es incapaz de imaginar que hay algo monstruosamente turbio en tener todo a su alcance. Agonizando entre placer. Porno, porno, porno. Es un niño que puede decidir qué cenar un sábado por la noche.
El tema es que si sólo comes por los ojos, te mueres de hambre. Cadáveres afantasiados. El libre consumo de la imaginación – no en tu cabeza, si no en la vida real – provoca una hipertrofia de la excitación. ¿Cómo disfrutar el misterio si puedes ver la realidad que te plazca?
Volviendo al sentido más porno del porno, es realmente preocupante el impacto – inminente – que va a tener en aquellos que son ahora niños, expuestos a estímulos diseñados para cerebros adultos. Cómo no escalofriarse ante el daño mental que tendrá una adolescente que podrá verse, aumentada con herramientas de inteligencia artificial, en todas sus versiones posibles. O, peor, que otros la hagan verse así. Un manantial de dismorfia corporal. ¿O quién frenará al chaval solitario que puede recluirse en un placer digital, seguro e inmediato, a la carta de sus fantasías? ¿Qué clase de fetiches desarrollará esa generación?
Este panorama algo desolador ha provocado el florecimiento de dos corrientes
– nada nuevas – entre la gente algo menos idiota que percibe esto. Dos reacciones distintas. Por un lado, los doomers, aquellos resignados ante este desastre que deciden abrigarse de nihilismo. Se someten a una vida hedonista – pero elevada – con la impermanencia y el desdén a los idiotas como bandera. Y, por contra, los reaccionarios. Aquellos que ante esta “crisis de valores”, así como lo viese Steiner, abogan por un retorno de lo clásico. En personalidades como Bronze Age Pervert (BAP) han encontrado un referente bajo la falsa garantía de poder volver a un mundo donde, de alguna manera, tengan de nuevo un lugar donde refugiarse. ¿Qué pastilla tomaremos?
No soy una persona sospechosa, soy tan partícipe de esto como cualquiera. Son tiempos raros, se siente final de temporada. Creo que todo irá bien porque la esperanza es una condena. Creo en lo erótico, en lo trabajado, la intriga, lo potencial, incierto y tenso; en la indecisión, en la espera, en la fricción, el no dormir por tener dos millones de escenarios en la cabeza y en el abismo que es desvelar algo. Creo que el problema de lo pornográfico es no mostrar nada excepto todo lo que se puede ver. Se deja poco a la imaginación hoy en día, así que atesoro los pequeños instantes realmente eróticos que voy encontrando. Creo que no hay nada como el momento de coger a alguien de la mano por primera vez, ese vértigo infinito que altera la química del cerebro en tiempo real. Creo que hay lugares inmunes a este virus. Sé que encontraremos otra forma de ser, de entendernos y de sentarnos a mirar el mundo si va demasiado rápido. Quedan muchas esquinas llenas de misterio, son mi refugio.
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1 Archivo de artículos y recursos sobre el porno y sus efectos en el cerebro
2 Relación entre pornografía y trata de mujeres
3 Adicción y destrucción de los mecanismos de recompensa
4 Disfunción eréctil en jóvenes inducida por la pornografía
5 Efectos neurológicos comparables a otra sustancias adictivas
6 y un largo etcétera.
7 No es casualidad que muchos de los subreddits más populares en sus respectivas temáticas sigan la formulación “Lo que sea + Porn”.
8 Me gustaría aquí defenderme de un posible lector enfurecido y remarcar que a lo largo de este texto el uso de “consumo”, referido a la cultura, se usa en un sentido extremadamente laxo. No “consumo” un libro, ni “consumo” una película, o música, y me detestaría entenderlo así.
9 El miedo a que esto quede excesivamente largo no me impedirá compartiros esta joya de internet. Una enciclopedia de todas las aesthetics que han ido apareciendo.
10 Seguramente el auge de Community Managers insultantes en redes sea la degeneración perfecta de esta conexión. Se percibe la audiencia como un ente idiotizado, con nula capacidad de atención, de tal forma que se busca cautivar mediante el choque.