Desde que nací he sido el fuerte de la historia. El que no se movía del sitio cuando venían mal dadas, el que asumía las consecuencias, el que se atrevía a correr en dirección contraria. Nunca he sido amigo de las apariencias y me he alejado de la gente que mostraba los logros de sus padres como si fueran suyos, sin darse cuenta de que lo único que mostraban al mundo era un corazón vacío de amor y lleno de inseguridades. Tampoco he sido amigo de las masas y a mis veintiséis años me pone nervioso cualquier congregación de más de diez personas que no conozco y con las que me veo obligado a interactuar por educación. No es que no me guste conocer gente. Tan sólo no me interesa tener más amigos. Apenas tengo cuatro y mi corazón no tiene más espacio. No confío en nadie. Muchas veces ni siquiera en mí mismo, y tiene que aparecer alguno de los cuatro anteriores a darme un empujón para que salte al vacío o, simplemente, recuerdo las plazas en las que me tocó torear cuando era más joven y me descojono del destino. Quién soy yo para juzgar lo que Dios me pone delante. Hay que saber distinguir entre lo que uno quiere hacer y lo que debe hacer para entender que mancharse las manos de barro o de sangre, muchas veces, es más digno que tenerlas limpias y sin un rasguño. Renunciar a lo que somos sería negarnos a nosotros mismos y sólo serviría para cavar un metro más en el pozo en el que tantas noches nos sumergimos.
No creo en las gilipolleces de los que dicen que los hombres no somos sensibles ni frágiles. Tampoco débiles. Probablemente lo hagan porque no se atreven a decir que lloran en silencio a los pies de la cama cuando el resto del mundo duerme, porque prefieren aislarse de los problemas a mirarlos a los ojos y torearlos dignamente, y porque se avergüenzan de llegar a emocionarse en público cuando suena esa canción que les regaló sus mejores noches. Otra cosa muy distinta es que no nos guste dejarnos ver cuando el único papel que podemos interpretar es el del hombre débil. Y lo entiendo perfectamente, porque soy el primero que huye corriendo a su cueva interna a convivir con los silencios de un alma llena de cicatrices. Pero para entender todo lo que sucede fuera, primero hay que entender lo que sale de dentro porque es lo que marcará nuestro destino. Sé lo que se siente interpretando el papel del hombre al que no le importa nada, que es frío para aparentar ser fuerte y que no se permite el lujo de mostrar sus emociones. No es una cuestión de complejos sino de querer ser la última bala de la recámara, el escudo que aguanta las embestidas en la batalla y la roca que sobrevive a la erosión del oleaje. Siempre firme, siempre recio, siempre con cara de póker.
Pero hoy soy más frágil que nunca porque hay cosas que se me escapan. Y esa sensación de vulnerabilidad me hace activar unos resortes que transforman mi cabeza en una cumbre de emergencia que no descansa y que siempre está imaginando por dónde pueden llegar el próximo golpe. Pero, en realidad, nada de lo que sucede ahí dentro es real y lo único que me demuestro cada mañana es que la inseguridad y el miedo a volver a pasar por el dolor que sentí aquella noche de enero con Alfonso al otro lado del teléfono me hace vivir atrincherado. Quizá, sencillamente, lo único que me pasa es que no me atrevo a admitir que me puedo estar enamorando y que la mejor sensación de este mundo tiene como contrapartida asumir el dolor más ingrato. Esto no entraba en mis planes, que Dios me pille confesado.